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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Al desnudo (5 page)

Después de una vida entera de ser maltratado así, el espejo ya se dobla, combado, tan seccionado y tan lleno de cortes y de incisiones profundas que cualquier presión nueva podría deshacer el cristal en forma de un desparrame de esquirlas y fragmentos. Otra responsabilidad de mi cargo es no presionar nunca demasiado fuerte. Mi trabajo incluía fregar los meados de Paco de detrás del retrete y luego llevar al perro al veterinario para castrarlo. Todos los días me veía obligada a arrancar una página de algún libro de historia —la saga de
Hiawatha
, escrita por
Arthur Miller
en forma de guión para
Deborah Kerr
, o bien la historia de
Robert Fulton
escrita para el lucimiento de
Danny Kaye
— a fin de recoger otro puñado humeante de heces.

Voy trazando líneas rectas con el diamante para plasmar las lágrimas que le caen por la cara a la señorita Kathie.

El diamante chirría sobre el espejo. El ruido de una migraña instantánea.

El espejo de
Dorian Grey
.

De pronto se oye un eco de pasos procedente de fuera de campo. Por el pasillo se acercan los pasos parecidos a latidos cardíacos de unos zapatos de cuero de hombre, cada paso resonando un poco más fuerte sobre la piedra.
Van Heflin
o tal vez
Laurence Olivier
.
Randolph Scott
o tal vez
Sid Luft
.

En el silencio que queda entre una pisada y la siguiente, entre un latido y el siguiente, yo coloco el espejo boca abajo en el nicho. Le devuelvo el anillo de diamante a la señorita Kathie.

La silueta de un hombre llena el umbral de la cripta, alta y esbelta, con los hombros rectos, perfilada sobre la luz que entra desde el pasillo.

La señorita Kathie se gira, llevando ya una mano al pintalabios mugriento. Echa un vistazo al hombre y dice:

—¿Eres tú,
Groucho
?

De la penumbra emerge un ramo de flores que le está ofreciendo la mano del hombre. Rosas
Nancy Reagan
de color rosa y lirios amarillos, un olor luminoso como el sol. La voz del hombre dice:

—La acompaño en el sentimiento...

Los nudillos lisos y la piel clara de un hombre joven, con las uñas relucientes y lustradas.

Lo que
Hedda Hopper
llama un «flirteo funerario».
Louella Parsons
lo llama «novio de sepulcro».
Walter Winchell
lo llama «asalta-ataúdes».

Entra
Webster Carlton Westward III
. El joven de la cena de sociedad. El nombre y el número de teléfono del tarjetón quemado.

Esos ojos de color castaño luminoso, como la zarzaparrilla en verano.

Yo digo que no con la cabeza. No lo hagas. No repitas esta tortura. No confíes en otro.

Pero la señorita Kathie ya se ha vuelto a aplicar otra capa de pintura roja en los labios. Luego tira el viejo pintalabios, que cae repiqueteando entre las urnas mugrientas. Entre las botellas vacías de vino, lo que la gente llama «soldados muertos». Mi señorita Kathie se baja la malla negra del velo y extiende una mano enguantada hacia algo que yace desde hace mucho tiempo cubierto de polvo y olvidado entre sus amores muertos. Levanta el vetusto objeto y susurra con sus labios rojos:


Guten essen
. —Y añade—: Que quiere decir «Nunca digas nunca jamás» en francés.

Con sus ojos violeta todos vagos y lechosos por culpa de las drogas y del coñac, la señorita Kathie se gira para aceptar las flores y, con el mismo gesto, meterse el objeto polvoriento, su diafragma, en las profundidades de la raja flácida del bolsillo de su viejo abrigo de visón.

ACTO 1, ESCENA 5

Clare Boothe Luce
dijo una vez lo siguiente sobre
Katherine Kenton
: «Cuando está enamorada no hay nada que la pueda entristecer, pero cuando no lo está, no hay nada que la pueda alegrar».

Esta escena tiene lugar en el cuarto de baño anexo a la alcoba de la señorita Kathie. Cuando se abre la puerta, descubrimos a mi señorita Kathie sentada a su tocador, con tres espejos delante colocados en ángulos distintos para mostrar su cara de frente, de perfil izquierdo y del derecho. El ramo de rosas
Nancy Reagan
de color rosa y de lirios amarillos que le ha traído
Webster Carlton Westward III
ocupa ahora un jarrón, y las escasas flores se reflejan una y otra vez hasta el punto de poder llenar una floristería entera. Un jardín entero. Un simple ramo, multiplicado. Convertido en algo infinito. No abandonado en una cripta para que se pudra.

Del ramo cuelga una tarjeta de pergamino que dice: «Nuestro amor solo se desperdicia cuando no lo compartimos con otra persona. Por favor, permite que el mundo comparta su amor sin límites contigo». Un puñado de memeces plagiadas a
John Milton
o a
Mahatma Gandhi
.

Reflejada en los espejos, mi señorita Kathie se pellizca la piel flácida que le cuelga por debajo de la barbilla. Pellizcando la piel y tirando de ella, dice:

—Se acabó el whisky. Y se acabaron esos malditos bombones.

Envenenamiento con bombones, todo encaja. Culpa de la señorita Kathie, por dejar abandonada una caja entera encima de la cama, donde estaba claro que
Amoroso
los iba a oler. La cafeína que contenía un solo bombón ya era más que suficiente para provocarle un ataque al corazón a un perro de aquel tamaño.

La tarjeta de pergamino va firmada por «Webb». El tal Westward, lo que
Cholly Knickerbocker
llamaría un «afecto oportunista». En la superficie bruñida de su mesa de tocador, al lado de las rosas, está el bulto de goma del diafragma de la señorita Kathie, con la goma rosada y moteada de polvo.

Quitándose las pestañas falsas, la señorita Kathie me mira a mí, que estoy plantada detrás de ella, las dos reflejadas en los espejos, multiplicadas hasta parecer una multitud, el mundo entero poblado por nadie más que nosotras dos, y me dice:

—¿Estás segura de que nadie más nos ha mandado su pésame?

Yo niego con la cabeza. No. Nadie.

La señorita Kathie se quita la peluca de color caoba y me la da.

—¿Ni siquiera el senador? —dice.

El «des-marido» anterior a Paco. El
senador Phelps Russell Warner
. Vuelvo a negar con la cabeza. No. Ni tampoco
Terrence Terry
, el bailarín marica. Ni tampoco
Paco Esposito
, que en la actualidad interpreta a un irascible cirujano cerebral latino que baila flamenco en un nuevo serial de la radio titulado
Luz que te guía
. Ni uno solo de los des-maridos ha mandado un mensaje de pésame.

Manoteándose el maquillaje de la cara con bolas de algodón y crema limpiadora, la señorita Kathie se quita el elástico de la peluca de la coronilla. Sus manos de estrella de cine desprenden los largos mechones de pelo gris. Agita bruscamente la cabeza a un lado y al otro para soltarse el pelo, que le cae colgando hasta las hombreras de color rosa de su vestido de satén. Manoseando unos cuantos mechones ralos de pelo gris, la señorita Kathie dice:

—¿Te parece que mi pelo aguantaría otro tinte?

El primer síntoma de lo que
Walter Winchell
llamaría su «entonternecimiento» es cuando la señorita Kathie se tiñe el pelo del color naranja brillante de un gato atigrado.

«El optimismo —dice
H. L. Mencken
— es el primer síntoma de que una enfermedad es letal.»

La señorita Kathie se pone una mano ahuecada debajo de cada pecho y se los levanta hasta que el escote le llega a la garganta. Mirándose en los espejos colocados en ángulo, dice:

—¿Por qué no puede ese brillante
doctor Josef Mengele
de
Munich
hacer algo con estas
manos
de vieja que tengo?

En el mejor de los casos, el joven espécimen Westward es lo que
Lolly Parsons
llama un «vivógrafo». Uno de esos jovenzuelos de la calle sonrientes y danzarines que se inmiscuyen en la vida de las estrellas de cine otoñales y solitarias. Oyentes profesionales, estos hombres milagrosamente acicalados se dedican a escuchar confidencias, a adular a los grandes egos y a debilitar las mentes, siempre seleccionando las mejores anécdotas y citas, con un manuscrito ya listo para ser publicado en el momento en que la estrella de cine pase a mejor vida. Todas esas plácidas veladas junto al fuego, dando sorbos de coñac, acaban generando dividendos en forma de declaraciones y confesiones escandalosas. No cabe duda de que el señor Luminosos Ojos Castaños es uno de esos seductores listos para sacar a la luz traicioneramente hasta el último secreto, hasta la última verruga y la última flatulencia de la vida privada de la señorita Katherine.

Está claro que el espécimen Webster es un aspirante a autor, y que lo que busca es escribir esa clase de testimonio que Winchell llama una «biliografía» no autorizada. El equivalente literario a una urraca, que roba los momentos más brillantes y oscuros de toda la gente famosa a la que conoce.

Mi señorita Kathie hunde un dedo en un frasco de
vaselina
, saca un grueso pellizco de la pringosa sustancia y se lo frota sobre los dientes superiores e inferiores, metiéndose el dedo bien adentro para recubrir bien las muelas. Me dedica una sonrisa grasienta y me dice:

—¿Tienes una cuchara?

En la cocina, le digo. No hemos tenido una cuchara en el cuarto de baño desde el año en que, de cada dos canciones que ponían por la radio, una era
Christine, Dorothy
y
Phyllis McGuire
cantando
«Don’t Take Your Love from Me
».

La meta de la señorita Kathie: menguar hasta no ser más que lo que
Lolly Parsons
llama «bronceado y huesos». Lo que
Hedda Hopper
llama un «esqueleto maquillado». Una «calavera muy bien peinada», tal como
Elsa Maxwell
llama a
Katherine Hepburn
.

En el mismo momento en que la señorita Kathie sale en busca de la ya mencionada cuchara, yo abro con los dedos una caja de sales de baño y saco de un pellizco los gruesos granos del interior. Luego los esparzo por entre las rosas, agitando el jarrón para disolver las sales en el agua. Saco con los dedos la tarjeta que va con el ramo de rosas y lirios. Doblando el pergamino, lo rompo por la mitad y luego otra vez por la mitad. Me dedico a doblar y a romper hasta que las frases se convierten en simples palabras, luego las palabras se convierten en simples letras del alfabeto, y por fin las echo a la taza del retrete. Cuando tiro de la cadena, primero el agua se eleva dentro de la taza y a continuación los pedazos del pergamino empiezan a girar mientras el agua vuelve a descender. De las profundidades de su interior, el retrete regurgita un amasijo oculto de papeles que estaban atrapados dentro de su garganta. Salen a la superficie trozos de papel anegado, tarjetas de visita y ese papel fino de los telegramas. Todo sale de regreso de las entrañas de la taza atascada.

En el interior del inodoro gira un remolino de afecto e interés, firmado por
Edna Ferber, Artie Shaw, Bess Truman
. Las notas y las tarjetas escritas a mano, los telegramas que dicen «Si hay algo que yo pueda hacer...» y «Por favor, no dudes en llamarme». Los jirones rotos de esos sentimientos se elevan girando y girando hasta el borde del desastre, preparándose para desbordar el inodoro, para derramarse por encima del borde de la taza blanca e inundar el suelo de mármol rosado. Esas palabras de afecto... Yo me he dedicado a hacerlas pedacitos y luego he cogido esos pedacitos y los he vuelto a romper. Todo mi trabajo clandestino está a punto de salir a la luz. Todos los pésames que he ido destruyendo durante los últimos días.

Desde el tocador del piso de abajo, arrancando ecos en el silencio de la casa, me llega el ruido de las arcadas con que la señorita Kathie expulsa el filete
Stroganoff
y las peras a la
Reina Carlota
y la ternera a la
Príncipe Orloff
, todo ello le sale violentamente de las profundidades, después de que ella se toque la parte de atrás de la lengua con la punta de una cuchara de plata, todo sale expulsado por su reflejo de náusea.

—Que se vayan a la mierda —dice la señorita Kathie entre chorros de vómito, con su voz de estrella de cine enronquecida por la bilis y los ácidos estomacales—. Les importa un pimiento —dice, purgándose en forma de enormes estallidos estruendosos.

El célebre consejo que
Busby Berkeley
le dio a
Judy Garland
: «Si todavía estás yendo de vientre, es que estás comiendo demasiado».

En el piso de arriba, los jirones de afecto se elevan, a punto de derramarse sobre el suelo del cuarto de baño. Ascendiendo en espiral hacia el desastre. En el último momento posible me pongo de rodillas sobre los baldosines de mármol rosa. Hundo la mano en los remolinos de porquería, con el agua fría lamiéndome primero el codo y después envolviéndome el hombro mientras sumerjo la mano más y más en las profundidades de la garganta del retrete, sacando puñados de papel mojado. Escarbando, abriendo con las uñas un túnel que atraviese las capas empapadas y apelmazadas de todas esas expresiones de afecto que no puedo ver.

En el piso de abajo, la señorita Kathie expulsa bocados enormes de tarta
Pierre Rotschild
.
Bombe
de
Louis Grimaldi
. Sirope
Aunt Jemima
. Pastel
Lady Baltimore
. Los alaridos húmedos y burbujeantes de las salchichas
Jimmy Dean
sin digerir.

Las tuberías de esta vieja casa se estremecen, las cañerías retumban y traquetean mientras contienen y canalizan esta nueva remesa de secretos macerados y vómito de gourmet.

Los pedacitos rasgados de amor y cariño y los buenos deseos se hunden hasta desaparecer. El agua limpia empuja las últimas palabras de consuelo hacia las cloacas. Todos esos fragmentos perfumados, grabados, repujados y adornados con encaje son tragados por el retrete. El agua engulle hasta la última palabra compasiva de
Jeanne Crain
, así como la caligrafía florida de
Su Alteza Real la Princesa Margarita
, de
John Gilbert
,
Linus Pauling
y
Christiaan Barnard
. En el cuarto de baño, la purga de nombres y de devoción firmada por
Brooks Atkinson, George Arliss
y
Jill Esmond
, esa marea giratoria, desaparece y desaparece, el nivel del agua desciende hasta que todos los nombres y notas son engullidos. Ahogados.

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