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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Al desnudo (3 page)

En la televisión,
Joan Crawford
está entrando por las puertas de
Madrid
, vestida con un atuendo de gasa de harén, con los brazos extendidos hacia delante y llevando en las manos una cesta de mimbre llena hasta los topes de patatas y puros cubanos, con los brazos y piernas desnudos y la cara pintados de un tono oscuro que sugiere que es una esclava maya capturada. El subtexto es que o bien la Crawford trae la sífilis o bien es una caníbal en secreto. El botín contaminado del Nuevo Mundo. Una concubina. Tal vez sea una azteca.

Esa ligera elevación de uno de sus hombros desnudos, ese encogimiento de hombros desdeñoso de la Crawford, es otro gesto característico que me robó a mí.

Encima de la repisa de la chimenea cuelga un retrato de la señorita Katherine hecho por
Salvador Dalí
. El cuadro emerge de una espesura de invitaciones grabadas y fotografías con marco de plata de toda una serie de hombres que
Walter Winchell
llamaría sus «des-maridos». Sus ex maridos. El retrato de mi señorita Kathie tiene las cejas arqueadas en expresión de sorpresa, pero las pestañas enormes caídas, los párpados casi cerrados de aburrimiento. Las manos extendidas a ambos lados de la cara, con los dedos desplegados desde sus famosos pómulos para desaparecer en su cardado de estrella de cine de pelo de color caoba. Su boca a medio camino entre una risa y un bostezo.
Valium
y
Dexedrina
.
Lillian Gish
y
Tallulah Bankhead
. El retrato emerge de entre las invitaciones y las fotografías, las fiestas del futuro y los matrimonios del pasado, las velas chisporroteantes y los cigarrillos agonizantes aplastados en ceniceros de cristal, de los que se eleva un hilillo de humo blanco que asciende en forma de volutas arremolinadas como de incienso. Un altar a mi
Katherine Kenton
.

Yo, la guardiana eterna de esta capilla. No tanto una sirvienta como una alta sacerdotisa.

En lo que Winchell llamaría un «minuto de Nueva York», me llevo el tarjetón a la chimenea. Lo dejo suspendido encima de una vela hasta que se pone a arder. A continuación meto un brazo en la chimenea, en las profundidades de la cavidad abierta de ónice rosa labrado y cuarzo rosado, y me pongo a tantear en la oscuridad hasta que mis dedos encuentran el regulador de tiro y lo abren. Sosteniendo el tarjetón blanco
Webster Carlton Westward III
, retorciéndolo en el tiro de la chimenea, miro cómo la llama devora el nombre y el número de teléfono. Aroma a vainilla. La ceniza cae sobre el hogar frío.

En el televisor,
Preston Sturges
y
Harpo Marx
aparecen en escena caracterizados de
Tycho Brahe
y
Copérnico
. El primero argumentando que la Tierra gira alrededor del Sol y el segundo que el mundo en realidad orbita alrededor de
Rita Hayworth
. La película se titula
La armada del amor
, y
David O. Selznick
la filmó en el plató de atrás de la
Universal
aquel año en el que, de cada dos canciones que ponían en la radio, una era
Helen O’Connell
cantando
«Bewitched, Bothered and Bewildered
» con el acompañamiento de la orquesta de
Jimmy Dorsey
.

La puerta del cuarto de baño se abre de golpe mientras la voz de la señorita Kathie dice:
ladrido, gañido, cloqueo...
Maxwell Anderson
. Su pelo a lo
Katherine Kenton
envuelto en el turbante de una toalla de baño blanca. Su cara cubierta de una máscara de pulpa de aguacate y jalea real. Atándose el cinturón de su albornoz con fuerza alrededor de la cintura, mi señorita Kathie se queda mirando el pintalabios que hay tirado sobre su cama. El encendedor y las llaves y las tarjetas del banco, o todo tirado de cualquier manera. El bolso de noche vacío. Su mirada flota hacia mí, que estoy de pie junto a la chimenea, donde las llamas de las velas se elevan bajo su retrato, bajo la formación de «des-maridos», bajo las invitaciones, todas esas obligaciones de divertirse en el futuro, y —por supuesto— bajo las flores.

Colocadas sobre ese altar que es la repisa, siempre hay flores suficientes para montar una luna de miel o un funeral. Esta noche tenemos un voluminoso arreglo floral de crisantemos araña blancos, azucenas blancas y ramilletes de orquídeas amarillas, tan luminoso y recargado como una nube de mariposas.

La señorita Kathie aparta con una mano el pintalabios, las llaves y el paquete de cigarrillos y se sienta en la cama de satén, en medio de los envoltorios de los bombones, y dice:

—¿Acabas de quemar algo?

Katherine Kenton
todavía es de esa generación de mujeres que cree que la forma más sincera de halago es la erección masculina. Yo siempre le digo que en la actualidad las erecciones no son tanto un cumplido como el resultado de algún avance médico. Glándulas de mono transplantadas, o una de esas nuevas píldoras milagrosas.

Como si a los seres humanos —y en particular a los hombres— les hiciera falta otra manera de mentir.

Yo le pregunto si ha perdido algo.

Sus mirada de ojos de color violeta flota hacia mis manos. Acariciando a su pequinés,
Amoroso
, pasándole una mano al perro por el largo pelo, la señorita Kathie dice:

—Estoy tan cansada de comprarme flores a mí misma...

Yo tengo las manos manchadas de negro y todas sucias de coger el asa del regulador de la chimenea. Manchadas del hollín del tarjetón quemado. Ahora me las limpio en los pliegues de mi falda de tweed. Le digo que solamente estaba quemando algo de basura. Incinerando un simple desperdicio sin ninguna importancia.

En la televisión,
Leo G. Carroll
está de rodillas mientras
Betty Grabble
le corona como el
emperador Napoleón Bonaparte
. El
papa Pablo IV
es
Robert Young
.
Barbara Stanwyck
interpreta a
Juana de Arco
mascando chicle.

Mi señorita Kathie se mira a sí misma hace siete divorcios —lo que Winchell llamaría «Reno-vaciones»— y hace tres liftings faciales, mientras restriega sus labios contra los de Novarro. Un espécimen que Winchell llamaría «Selvático». Igual que el marido de
Dorothy Parker
,
Alan Campbell
, un hombre al que
Lillian Hellman
llamaría un «marica cabrón». Mimando a su pequinés a base de caricias largas, la señorita Kathie dice:

—La saliva le sabía a las pollas húmedas de diez mil camioneros solitarios.

Al lado de su cama, la mesilla de noche formada por un millar de sueños esperanzados, esa pila de guiones en equilibrio, sirve de soporte a un par de barbitúricos y un whisky doble. La mano de la señorita Kathie deja las caricias y le rasca el hocico al perro; el pelo de esa parte se le ve oscuro y apelmazado. Ella aparta el brazo y la toalla se le cae de la cabeza, seguida de su pelo, mustio y gris, con el cuero cabelludo rosado asomando entre las raíces. La sorpresa hace que se agriete su máscara verde de aguacate.

La señorita Kathie se mira la mano y se ve los dedos y la palma goteando y manchados de color rojo oscuro.

ACTO 1, ESCENA 3

Katherine Kenton
siempre ha vivido como
Houdini
. Haciendo de escapista. Da igual de qué escaparse... matrimonios, granjas raras, contratos blindados con los estudios de
Pandro Berman
... Mi señorita Kathie siempre se deja atrapar porque le parece un gran triunfo deshacer el nudo en el último minuto. Burlar la letra pequeña contractual que la obliga a hacer giras espantosas con
Red Skelton
. Huir del
huracán Hazle
. O del tercer trimestre de un embarazo de
Huey Long
. Siempre apurando el ultimísimo instante, mi señorita Kathie emprende la fuga.

Hagamos aquí un lento fundido para indicar un flashback. Al año en que, de cada dos canciones que sonaban por la radio, una era
Patti Page
cantando
«(How Much Is) That Doggy in the Window?
». La puesta en escena muestra el interior en pleno día de una cocina situada en el sótano de la elegante casa de
Katherine Kenton
; alineadas en la pared del fondo se ven una cocina eléctrica, una nevera y una puerta que da al callejón y que tiene una ventanilla polvorienta en el centro.

En primer plano estoy yo, sentada en una silla de cocina pintada de blanco y con los pies apoyados en una mesa a juego, las piernas cruzadas a la altura del tobillo y un fajo de papeles en las manos. Sujeta con un clip a la página del título hay una nota. La caligrafía inclinada de la nota dice: «Te exijo que saborees esto mientras todavía huele a mi sudor y mis entrañas». Firmado:
Lillian Hellman
.

No es que Lilly firme las cosas, es que las autografía.

En la primera página del guión,
Robert Oppenheimer
se está preguntando cuál es el mejor sistema para divulgar la aceleración de partículas cuando Lillian apaga un cigarrillo
Lucky Strike
, se mete entre pecho y espalda un chupito de
whisky Dewar
y aparta de un codazo a Oppenheimer de la intrincada ecuación que hay escrita en tiza a lo largo de una pizarra enorme. Usando saliva y su lápiz de cejas de
Max Factor
, Lilly altera la velocidad de la fisión del uranio enriquecido bajo la mirada atenta de
Albert Einstein
. Dándose una palmada en la frente, Einstein dice:

—Lilly,
meine liebchen, du bist eine genious
!

Algo que está fuera se pone a dar golpecitos en la ventanilla de la puerta de la cocina. Un pájaro picoteando en el callejón. La punta afilada de algo golpea —tap, tap, tap— el cristal. La luz del amanecer permite ver una sombra justo al otro lado de la polvorienta ventanilla, y la punta reluciente se dedica a dar golpecitos y a hacer muescas diminutas en la superficie exterior del cristal. Un pájaro perdido, muriéndose de hambre y de frío. Descascarillando el cristal, haciendo hendiduras diminutas.

En la página, Lillian enrolla un ejemplar de la revista
New Masses
hasta formar una batuta bien prieta, que a continuación usa para cruzarle la cara a
Christian Dior
.
Harry Truman
ha reunido a los principales expertos del mundo en moda para que diseñen el aspecto de su arma definitiva.
Coco Chanel
exige lentejuelas.
Sister Parish
hace un boceto de cómo la bomba ha de caer del cielo de Japón aullando y dejando un rastro de collares de cuentas.
Elsa Schiaparelli
defiende que lleve una funda de colcha de satén.
Cristóbal Balenciaga
, hombreras.
Mainbocher
, tweed.
Dior
desperdiga muestras de tela a cuadros por toda la sala de conferencias.

Blandiendo su cachiporra enrollada, Lilly dice:

—¿Y qué pasa si se encalla la cremallera?

—Lilly, cariño —dice Dior—, ¡es una puta bomba atómica!

En la ventanilla de la cocina, el largo pico se pasea por el exterior del cristal, trazando una larga curva, rayando el cristal con un chirrido imposiblemente agudo. Causando una migraña instantánea, la punta traza una segunda curva. Las dos curvas se combinan para formar un corazón grabado en la ventanilla, y a continuación la punta empieza a abrir otro surco en forma de flecha que atraviesa el corazón.

En el papel,
Adrian
se imagina la totalidad de la bomba atómica cubierta de una gruesa capa de cristales incrustados de estrás que emitan el destello deslumbrante de la victoria aliada.
Edith Head
da un porrazo con su puño diminuto sobre la mesa de conferencias del
Waldorf-Astoria
y proclama que como la lluvia de fuego mortal sobre
Hirohito
no la cause algo que lleve ganchillo tejido a mano, ella abandona el
Proyecto Manhattan
.
Hubert de Givenchy
golpea a
Pierre Balmain
.

Me pongo de pie y camino hasta la puerta del callejón. Allí descubrimos a mi señorita Kathie de pie en el callejón, envuelta en un abrigo de pieles, con los brazos cruzados sobre el pecho, abrazándose para protegerse del gélido amanecer.

Yo le pregunto si no está volviendo a casa unos cuantos meses antes de tiempo.

Y la señorita Kathie dice:

—He encontrado algo mucho mejor que la abstinencia... —Me muestra el dorso de su mano izquierda, con un anillo de un solo diamante de
Harry Winston
centelleando en el anular, y me dice—. ¡He encontrado a
Paco Esposito
!

El diamante es la herramienta que ha usado para grabar a fondo un corazón en el cristal. El corazón y la flecha de
Cupido
que hay ahora en la ventanilla del callejón. Otro anillo de compromiso que se ha comprado a sí misma.

Detrás de ella hay plantado un joven más cargado que un árbol de Navidad de toda clase de piezas de equipaje: bolsos, bolsas de viaje, maletas y macutos. Todo de
Louis Vuitton
. Lleva unos vaqueros azules con manchas negras de aceite para motor en las rodillas. Las mangas de su camisa de chambray azul están remangadas y dejan al descubierto unos brazos tatuados. Su nombre, Paco, lo lleva bordado en un costado de su pechera. Su perfume es el hedor a gasolina de alto octanaje.

Los ojos de color violeta de la señorita Kathie me recorren la cara de lado a lado y de arriba abajo, como si estuvieran captando correcciones de última hora en unos diálogos.

La única razón de que
Katherine Kenton
ingrese en algún hospital es porque le encanta escaparse. Entre película y película, ansía la emoción de franquear puertas cerradas con llave, ventanas con barrotes, sedantes y camisas de fuerza. Cuando entra ahora desde el frío callejón, con una nube de vapor saliéndole de la boca, mi señorita Kathie lleva zapatillas de cartón. No zapatos de
Madeleine Vionnet
. Por debajo del abrigo de piel de zorro lleva un vestido de papel fino. No un vestido de
Vera Maxwell
. La señorita Kathie tiene las mejillas arreboladas por el sol. El viento le ha hecho amplias ondas en el pelo de color caoba. Con los dedos azulados tiene agarrada una bolsa de la compra que ahora levanta para dejarla sobre la mesa de la cocina.

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