Nadie la va a dejar en ridículo, le aseguro. Ella es
Ana Bolena
y es
Marie Curie
.
Sus ojos, en esta escena, están tan empañados y deslustrados como perlas o diamantes pringados de laca para el pelo. La señorita Kathie se mete las flores aplastadas en el puño y lo cierra con fuerza hasta convertirlas en un amasijo que luego deja caer dentro de un vaso anticuado y vacío. A continuación me entrega el vaso lleno de posos de whisky y de orquídeas, y yo le doy otro lleno de ginebra con hielo. El abrigo de marta cibelina se le cae de los hombros y se queda tirado de cualquier modo sobre la alfombra de las escaleras. Ella es la niña pequeña que nació esta tarde en su cama, la chica que se vistió, la mujer que se sentó a esperar a su nuevo amor... Y ahora se ha convertido en una vieja, ha envejecido una vida entera en una sola velada. La señorita Kathie levanta una mano y se mira los nudillos arrugados y el anillo de diamante cortado en marquesa. Retorciendo el anillo para arrancarle destellos, me dice:
—¿Qué te parece si plasmamos este momento?
Quiere decir que vayamos en coche hasta la cripta de la catedral y grabemos estas nuevas arrugas en el espejo donde se acumulan sus pecados y sus equivocaciones. Ese diario grabado de su rostro secreto.
Ella acerca las piernas al cuerpo, con las rodillas pegadas al pecho. Toda ella tan arrebujada como el puñado de flores estropeadas.
Dando un trago de ginebra, dice:
—Menuda vieja boba estoy hecha. —Remueve el hielo del fondo del vaso y dice—: ¿Por qué me siento siempre tan humillada?
Tiene el corazón devastado. Mi plan funciona a la perfección.
Manchado de su pintalabios, el borde curvado del vaso muestra su cara pintada de rojo, con las comisuras de su boca estiradas hacia arriba para formar una sonrisa de payaso morboso. La pintura de ojos se le corre en forma de sendas líneas negras que le bajan desde el centro de cada ojo. La señorita Kathie levanta la mano y tuerce la muñeca para mirarse el reloj, la espantosa verdad rodeada de diamantes y de zafiros de color rosa. Las malas noticias presentadas en un envoltorio exquisito. En algún lugar en las entrañas de la casa, un reloj empieza a dar las doce de la noche. Pasada la duodécima campanada, el carillón sigue dando las trece, las catorce. Más de lo que ninguna noche puede alargarse. Y cuando tañe por decimoquinta vez, mi señorita Kathie levanta la vista, los ojos nublados por la confusión del alcohol.
Es imposible. El carillón da las dieciséis, las diecisiete, las dieciocho, es el timbre. Y de pie en la escalera de la entrada, cuando abro la puerta principal, esperan un par de ojos de color castaño luminoso detrás de un enorme ramo de rosas y lirios.
Abrimos con una panorámica de la repisa de la chimenea de la señorita Kathie y de su despliegue de fotos de bodas y galardones. A continuación pasamos por fundido a una panorámica similar que recorre la superficie de una consola del salón igualmente atiborrada de trofeos. Luego pasamos por fundido a otro plano similar que va recorriendo los estantes de las vitrinas del comedor. Cada uno de estos planos revela una verdadera aglomeración de galardones y trofeos. Las placas y las medallas se exhiben en unas cajas abiertas y forradas de satén blanco que parecen cunas diminutas, cada una de las medallas colgando de una cinta ancha dentro de su caja abierta. Como ataúdes diminutos. Abarrotando los estantes hay afectuosas copas de plata deslustrada, con inscripciones grabadas. «Para
Katherine Kenton
, en honor a una vida de éxitos. Entregado por el
Círculo de Críticos de Baltimore
.» Estatuas bañadas en oro procedentes de la
Asociación de Propietarios Teatrales de Cleveland
. Estatuas diminutas de dioses y diosas, minúsculas, del tamaño de bebés. «Por su extraordinaria contribución.» «Por sus años de dedicación.» Recorremos esta barahúnda de baratijas grabadas, todos estos títulos honoríficos de universidades del interior. Elogios de nueve quilates del
Club de Intérpretes Teatrales de Phoenix
. Del
Gremio de Periodistas de Seattle
. De la
Sociedad de Actores Unidos de Memphis
. De la
Comunidad Dramática del Área de Missoula
. Congelados, relucientes, como aplausos del pasado. La panorámica final termina con un trapo sucio que recorre una estatuilla dorada; a continuación el plano se abre para mostrarme a mí quitándole el polvo a uno de los premios, sacándole brillo y devolviéndolo al estante. Cojo otro, le saco brillo y lo devuelvo a su sitio. Cojo uno más.
Se trata de una demostración de la naturaleza interminable de mi trabajo. Para cuando he acabado con todos los trofeos, los del principio ya vuelven a necesitar que les quiten el polvo y les saquen brillo. Y de esa manera voy avanzando con mi pañal de algodón sucio, que es el trapo para el polvo más suave que hay.
Todos los meses hay algún grupo que engatusa a la señorita Kathie para que ella los honre con su presencia y le regala otra urna u otra bandeja con baño de plata con la inscripción «Mujer del año» para que se quede aquí cogiendo polvo. Imaginen hasta el último cumplido que han recibido ustedes alguna vez, plasmado por escrito, grabado en metal o en piedra y llenándoles la casa. La terrible carga acumulada de su Dedicación y su Talento, de sus Contribuciones y sus Éxitos, olvidada por todo el mundo salvo por ustedes mismos.
Katherine Kenton
, la gran trabajadora humanitaria.
Durante toda esta secuencia, siempre desde fuera del plano, oímos las risas de un hombre y una mujer. La señorita Kathie y algún actor famoso.
Gregory Peck
o
Dan Duryea
. La risa estridente de ella, seguida por las risotadas graves de él. Mientras yo me dedico a quitarles el polvo a los galardones de la biblioteca de la casa, la risa llega al piso de abajo procedente de su alcoba. Sin embargo, cuando me pongo a seguir el ruido, me encuentro todas las habitaciones vacías. Las risas siempre vienen de algún lugar situado a la vuelta de la siguiente esquina o detrás de la siguiente puerta. Lo único que yo encuentro son los premios, tan deslustrados que se ven negros. Esos honores de plomo macizo y sin valor, o bien de hierro en bruto con una simple capa muy fina de oro. Un poco más apagados, desgastados y deslustrados después de cada limpieza.
En el televisor de su alcoba, mi señorita Kathie va por Central Park en una carroza abierta y tirada por caballos, sentada al lado de
Robert Stack
. Los sigue una estela enorme de globos blancos. En medio de un crescendo de música de violines, Stack se pone encima de la señorita Kathie y ella abre el puño, provocando que los globos, frenéticos, se eleven flotando y se dispersen, agitando sus largas colas de cordel blanco.
En algunos de los estantes hay tijeras lo bastante grandes como para ser usadas por el
Gigante Verde
, con el latón pulido hasta que podría pasar por algún metal precioso y las puntas tan largas como las piernas de la señorita Kathie. Ella blandió un par de esas tijeras para cortar la cinta de la ceremonia inaugural de la autopista de seis carriles
Ochoakee Inland
. Otro par de tijeras cortaron la cinta de apertura del centro comercial
Spring Water Regional
. Otro par, tan grande como un niño dorado haciendo una apertura de brazos y piernas, cortaron la cinta inaugural de un supermercado. El
Puente Memorial Lewis J. Redslope
. La planta de montaje de la
Skyline Microcellular, Inc.
, de
Tennessee
.
En el televisor de la cocina, la señorita Kathie está tumbada sobre una manta de picnic al lado de
Cornel Wilde
. Mientras Wilde se pone encima de ella, la cámara traza una panorámica en dirección a una fogata cercana que crepita y chisporrotea.
Los estantes están llenos de llaves tan pesadas que hay que levantarlas con las dos manos. Con el latón tratado para brillar como si fuera platino. Presentadas por los
Padres de los Negocios de Omaha
y la
Cámara de Comercio de Topeka
. La llave de
Spokane, Washington
, presentada a la señorita Kathie por el honorable y muy estimado
alcalde Nelson Redding
. Las llaves con inscripciones grabadas de
Jackson Hole
,
Wyoming
, y de
Jacksonville, Florida
. Las llaves de
Iowa City
y de
Sioux Falls
.
En el televisor del comedor, mi señorita Kathie comparte un reservado de tren con
Nigel Bruce
. Cuando él se tira encima de ella, el tren se mete en un túnel.
En el salón,
Burt Lancaster
se inclina sobre la señorita Kathie mientras las olas del océano lamen la arena de una playa. En el televisor del estudio,
Richard Todd
se tira encima de la señorita Kathie mientras los fuegos artificiales del 4 de julio iluminan un cielo nocturno.
Durante todo este montaje, la verdadera señorita Kathie está ausente. Puede que de vez en cuando la cámara se pose sobre una página de periódico abandonada, con una fotografía a media tinta de la señorita Kathie saliendo de una limusina con la ayuda de
Webster Carlton Westward III
. Con el nombre en negritas de ella relacionado con el de él en las columnas de cotilleos de
Sheilah Graham
o de
Elsa Maxwell
. Otra fotografía los muestra a los dos bailando en una discoteca. Salvo por eso, la casa está vacía.
Levanto otro trofeo con las manos, una estatuilla heroica, con los músculos de los brazos y las piernas tan pequeños y desnudos como los del niño que la señorita Kathie nunca ha tenido, y le masajeo la cara, sin apretar, a fin de que la fina capa de oro, ese tenue relumbrón, dure tanto tiempo como sea posible.
«Los cumplidos más astutos —escribió una vez el dramaturgo
William Inge
—, «parecen halagar más a la persona que los otorga que a la que los recibe.»
Volvemos a pasar por fundido a un flashback. Abrimos con una panorámica vertiginosa, tan rápida que todo se ve desdibujado, y luego aminoramos la marcha gradualmente hasta emprender un largo movimiento de cámara que pasa por encima una serie de mesas redondas, todas rodeadas de invitados a la cena. El destello de todos los ojos se dirige a un escenario lejano; el centelleo de los collares de diamantes y las camisas de esmoquin relucientes y de color blanco huevo reflejan los focos lejanos. Avanzamos por un mar enorme de manteles blancos y de vajilla a medida que el plano se va acercando al escenario. Todas las espaldas están giradas para contemplar al hombre que está de pie en el estrado. Cuando la cámara enfoca por fin el plano, vemos al orador, el
senador Phelps Russell Warner
, de pie ante el micrófono.
La pared del fondo del escenario está ocupada por una pantalla donde se proyectan los destellos de color gris de una película. Durante unas cuantas palabras, la figura de
Katherine Kenton
aparece en la pantalla, ataviada con un vestido con corsé para interpretar a la
mujer de Ludwig van Beethoven
. Mientras su marido,
Spencer Tracy
, ronca en el fondo, ella se inclina sobre un pergamino enrollado, con la pluma de ganso entre los dedos azules, y termina la partitura de la
sonata «Claro de luna»
. Con la enorme cara resplandeciendo, emitiendo un brillo cegador debido al nitrato de plata de la película. Con los ojos centelleando. Con los dientes de un blanco deslumbrante.
Todas las caras del público están en claroscuro, medio perdidas en la oscuridad, medio perdidas en el resplandor de esa luz lejana. Olvidándose de todo lo que existe fuera de ese momento, el público permanece sentado, únicamente consciente del hombre que está en el escenario y de su voz. Por encima de todo, oímos el tronar de la voz del senador intensificada por medio de micrófonos, amplificadores y altavoces; una voz retumbante que dice:
—Ella ejerce de faro para todos nosotros, guiándonos al resto de los mortales...
Por la superficie de la pantalla vemos moverse a mi señorita Kathie en el rol de la
mujer de Alexander Graham Bell
, apartando de un codazo a su marido,
James Stewart
, para poder escuchar clandestinamente a
Mickey Rooney
por la línea colectiva, con un vestido de cuello alto y cintura de avispa. Su pelo a lo chica Gibson coronado con un sombrero de ala ancha con decoración de plumas caídas de garceta.
Estamos en el año en que, de cada dos canciones que suenan por la radio, una es
Doris Day
entonando
«Happiness Is Just a Thing Called Joe
» con el acompañamiento de la
Orquesta de Bunny Berigan
. En el público no hay ni una sola cara que atraiga a la cámara. A pesar de las perlas y de las pajaritas, todo el mundo se ve igual de anodino que si fueran viejos actores de carácter, extras sin diálogo, felices de aparecer sentados en una escena.
Ante el micrófono, el senador continúa.
—Su sentido de la generosidad y su rumbo siempre firme son un modelo para nuestras aspiraciones más elevadas...
Su voz suena tan profunda y rotunda como la de
Harry Houdini
o
Franz Anton Mesmer
.
Una cháchara que ejemplifica a la perfección lo que
Walter Winchell
quiere decir con «dorar la esquela». O «perpetrar elogios», como dice
Hedda Hopper
. O en palabras de
Louella Parsons
, el «peloteo infinito».
Girando la cabeza a un lado, el senador mira hacia la derecha del escenario y dice:
—Ella visita nuestro gris mundo como si fuera un ángel venido de una era futura donde el miedo y la estupidez han sido derrotados...
La cámara sigue su mirada para revelarnos a la señorita Kathie y a mí, esperando entre bastidores, con los ojos de color violeta de ella clavados en la figura iluminada del senador. Él con su esmoquin negro. Ella con un vestido blanco y con el brazo doblado para ponerse una mano pálida sobre el corazón. Señalar el cambio de luz, bajar la luz principal y subir la luz de relleno para localizar a la señorita Kathie entre bastidores. Bloquear una escena en la que el senador es el novio, de pie ante la congregación, haciendo sus votos antes de entregarle a ella un trofeo de latón pintado de oro en lugar de un anillo de bodas.