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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Al desnudo (6 page)

Del lavabo del piso de abajo me llegan los ecos de los escupitajos y expectoraciones de mi señorita Kathie mientras se quita el sabor a bilis de la boca. Sus toses y eructos. Un último borboteo del depósito del retrete de abajo al vaciarse, seguido por el susurro del espray del desodorante ambientador.

Pasa un «segundo de Nueva York» y me levanto. Doy un paso hasta el lavabo y me pongo a frotarme con calma las manos goteantes, con cuidado de sacarme y rasparme las palabras «pena» y «tragedia» que se me han quedado remetidas bajo las uñas. Los pétalos del encantador ramo de rosas rosadas y lirios amarillos, envenenados con agua salada, ya empiezan a marchitarse y a ponerse marrones.

ACTO 1, ESCENA 6

La secuencia siguiente empieza con un montaje de flores que llegan a la casa. Una serie de repartidores vestidos con desenfadadas gorras de visera y zapatos lustrados que llegan y llaman al timbre de la puerta principal. Cada uno de ellos trae debajo del brazo una caja alargada de rosas, rodeada de una cinta holgada de terciopelo. O bien un rollo de celofán abarrotado de rosas y llevado en brazos como se lleva a los bebés. Todos los repartidores extienden la otra mano para ofrecer una tablilla sujetapapeles y un bolígrafo, un recibo que necesita firma. Montones exuberantes de lirios blancos. Y no paran de llegar repartidores. Suena el timbre, anunciando gladiolos amarillos y aves del paraíso de color escarlata. Ramas temblorosas y rosadas de cornejo en flor. La carne helada de las orquídeas de invernadero. Camelias. Cada florista que llega, sin excepción, estira el cuello para ver más allá de mí, levanta la cabeza para buscar con la mirada en el vestíbulo algún vislumbre de la famosa
Katherine Kenton
.

Con un instante de retraso, la voz de la señorita Kenton llama desde fuera de plano:

—¿Quién es?

El momento después, el repartidor se ha marchado.

Y yo no paro de contestarle a voz en grito: Es el representante de los productos de limpieza Fuller Brush. Es un testigo de Jehová. Es una chica de las girl scouts vendiendo galletas. Los ding-dong idénticos del timbre van dando paso a ramos de madreselvas o bien a puñados de altísimas lanzas rosadas de jengibre en flor.

Y yo grito para que la señorita Kathie me oiga desde el piso de arriba y le pregunto si espera alguna visita masculina.

Y la señorita Kathie me contesta levantando la voz:

—No. —Y a continuación grita un poco menos fuerte—: A nadie en particular.

Tanto en el vestíbulo como en el comedor y la cocina, el aire está cargado de un aroma de flores fantasma, reverbera con el perfume dulzón y pesado de los falsos jazmines. Un jardín invisible. El perfume cremoso de las gardenias ausentes. En el aire flota la fragancia de los eucaliptos que he llevado directamente a la puerta de atrás. Los cubos de basura del callejón están desbordados de buganvillas de color carmesí y de ramilletes de lauréola de olor dulzón.

Todas las tarjetas llevan la misma firma:
«Webster Carlton Westward III»
.

De un plano de una de las tarjetas de felicitación pasamos a un plano corto de otra, y luego de otra. Una serie de planos de tarjetas de felicitación. A continuación un plano corto de un sobre de papel que tiene la inscripción «Para la señorita Katherine» escrita a mano en un costado. El plano se aleja para mostrarme a mí sosteniendo este último sobre sellado encima del vapor que sale de una tetera que hierve en el fogón. La disposición de la cocina parece idéntica a la que había una vida de perro atrás, cuando mi señorita Kathie grabó su corazón en la ventanilla. Solo hay un detalle nuevo: un televisor portátil encima de la nevera, que ilumina la cocina con escenas de un hospital, un quirófano de color blanco quirúrgico donde la mano enfundada en un guante de goma de un actor coge la mascarilla de cirujano que lleva en la cara y se la quita, revelando al último «des-marido»,
Paco Esposito
. El séptimo y más reciente de los maridos de
Katherine Kenton
. Ahora tiene las sienes canosas. El labio superior perfilado con un bigote entrecano.

La tetera silba en el fogón, centrada sobre una araña azul de llamas de gas. El vapor que sale del pitorro va doblando las esquinas del sobre blanco que yo sostengo en la mano. La humedad oscurece el papel hasta que la solapa encolada se despega por un lado. A continuación cojo la solapa con la uña del pulgar y la abro. Pellizcándola con dos dedos, saco lentamente la carta.

En la televisión, Paco se inclina sobre la mesa de operaciones y corta con un escalpelo el cuerpo inerte de un paciente interpretado por
Stephen Boyd
.
Hope Lange
interpreta a la doctora que lo ayuda.
Suzy Parker
a la anestesióloga. Con la mirada clavada en la enfermera que asiste a la operación,
Natalie Wood
, Paco dice:

—Nunca he visto nada tan grave. ¡Este cerebro hay que sacarlo!

En el siguiente canal, un batallón de bailarines echan a correr por un plató, librando la
batalla de Antietam
en la producción de
Frank Powell
dirigida por
D. w. Griffith
de una versión musical de la
guerra de Secesión
. El líder del
ejército confederado
, que va saltando y haciendo piruetas, es el destacado bailarín
Terrence Terry
. Una conmovedoramente joven
Joan Leslie
interpreta a
Tallulah Bankhead
.
H. B. Warner
interpreta a
Jefferson Davis
. La partitura es de
Max Steiner
.

En el callejón que hay al otro lado de la puerta de la cocina, una voz de hombre dice: «Pom, pom». Las ventanas están empañadas de vapor. El aire de la cocina está tan húmedo y cálido como la sauna de los apartamentos
Jardín de Alá
. Yo tengo el pelo lacio y pegado a la frente húmeda, como si fuera el rizo engominado de
Louise Brooks
.

La sombra de una cabeza se proyecta en el exterior de la ventana, tras el cristal donde mi señorita Kathie labró la silueta de su corazón. Al otro del cristal empañado, la voz dice:

—¿Katherine? —Golpeando el cristal con los nudillos, un hombre dice—: Es una emergencia.

Cuando la despliego, la carta dice: «Queridísima Katherine, el amor verdadero NO ESTÁ fuera de tu alcance». A continuación aplasto la carta contra el cristal empañado y la dejo allí pegada, tan bien sujeta como si fuera papel de pared, adherida allí por el vapor condensado. La luz del sol que entra a raudales del callejón vuelve el papel traslúcido, una superficie resplandeciente donde las palabras manuscritas cuelgan enmarcadas por el corazón grabado en el cristal. Y con la carta todavía pegada a la ventanilla, abro el cerrojo, descorro la cadenilla, giro el pomo y abro la puerta.

En el callejón hay un hombre plantado con una libreta de páginas revueltas en la mano. Todas las páginas están cubiertas de nombres y de flechas, de algo que parecen los diagramas de las jugadas de un partido de fútbol. Entre los nombres se pueden leer los de
Eve Arden... Marlene Dietrich... Sydney Blackmer...
En la otra mano, el hombre lleva una bolsa de papel blanca. A su lado, las rosas y las gardenias desbordan el cubo de basura y se derraman por el pavimento. Los gladiolos y las orquídeas se caen y se quedan tirados en los fétidos charcos de barro y de agua de lluvia que discurren por el centro del callejón. Hedor a madreselva y a carne en mal estado. Los falsos jazmines de color pálido se mezclan con las camelias rosas y las peonías de color rojo sangre.

—Deprisa, deprisa, ¿dónde está lady Katherine? —dice el hombre, sosteniendo la libreta y agitándola de manera que las páginas se alborotan.

En algunas de ellas hay un rectángulo grande que ocupa el centro de la página y del que salen nombres en todas direcciones. Los nombres son de géneros alternos:
Lena Horne
seguida de
William Wellman
seguido de
Esther Williams
. El hombre dice:

—Espero veinticuatro invitados a la cena y me urge saber cómo colocarlos...

Los diagramas son esquemas de asientos. Los rectángulos son la mesa de la cena. Los nombres son la lista de invitados.

—A modo de incentivo —dice el hombre—, dígale a Su Majestad que le he traído su golosina favorita...
peladillas
.

Yo le digo que Su Majestad no va a probar ni un bocado.

La cara del hombre es la misma cara que aparece sonriente en las escaramuzas del frente bélico de la televisión, en plena
batalla de Gettysburg
: se trata de
Terrence Terry
, ex marido de Katherine Kenton, ex bailarín a sueldo de los
Estudios Lasky
, ex amante de
Montgomery Clift
, ex catamita de
James Whale
y
Don Ameche
, ex cosodomita de
William Haines
, ex invertido sexual, el quinto «des-marido», en plena crisis por saber a quién va a sentar al lado de
Celeste Holm
en la cena que ha organizado para esta noche.

—Esta es una emergencia de sociedad —dice el espécimen Terry—. Necesito que Katherine me diga si
Jack Buchanan
odia a
Dame May Whitty
...

Yo le digo que tendría que haber ido a la cárcel por casarse con la señorita Kathie. Es ilegal que los homosexuales se casen.

—Solo entre ellos —dice él, entrando en la cocina.

Yo cierro la puerta del callejón, bloqueo el pomo, paso la cadenilla y corro el cerrojo.

Sea cual sea el caso, le digo, el matrimonio no es algo en lo que uno se mete simplemente para hacer currículum. Diciendo esto, saco una hoja de papel de escritorio en blanco de la mesa de la cocina y la coloco sobre la ventanilla húmeda, de manera que quede justo encima de la carta de amor que ya hay pegada al cristal.

—No hace falta que su majestad venga a cenar con nosotros —dice
Terrence Terry
—. Solo que me diga a quién puedo endilgarle al lado a
Jane Wyman
.

Usando un bolígrafo de tinta azul, empiezo a calcar la caligrafía de la carta original, que se transparenta a través de la hoja de papel en blanco.

—Lady Katherine me puede decir si
John Agar
es diestro o zurdo —dice el espécimen Terry—. Ella sabe si
Rin Tin Tin
es macho o hembra.

Aleccionándolo sin dejar de calcar la carta original en el nuevo papel, le sugiero que empiece un página nueva. Una mesa vacía. Que siente a
Desi Arnaz
a la izquierda de
Hazel Court
. Que ponga a
Rosemary Clooney
enfrente de
Lex Barker
.
Fatty Arbuckle
siempre escupe al hablar, o sea que tiene que ponerlo delante de
Billie Dove
, que está demasiado ciega para darse cuenta. Usando mi propio bolígrafo, me inmiscuyo en el trabajo de Terry, trazando flechas que van de
Jean Harlow
a
Lon Chaney Sr
. y a
Douglas Fairbanks
. Como si fuera
Knute Rockne
bosquejando jugadas de fútbol, trazo un círculo alrededor de
Gilda Gray
y de
Hattie McDaniel
y a continuación tacho a
June Haver
.

—Si no quiere comer nada —dice
Terrence Terry
, mirando cómo trabajo—, es que se debe de estar enamorando otra vez.

Allí plantado, desenrolla la parte superior de la bolsa de papel blanca. Metiendo la mano en ella, Terry saca un puñado de peladillas de colores rosa y verde y azul pastel. Se mete una en la boca y la mastica.

No solo no quiere comer nada, le digo, también está haciendo ejercicio. Para explicarlo de forma aproximada, los monitores físicos le adhieren cables eléctricos a cualquier músculo que le puedan encontrar en el cuerpo y le emiten descargas que simulan el hecho de correr una carrera de obstáculos mientras te cae encima una centella tras otra. Yo le explico que le va muy bien para el cuerpo, pero muy mal para el pelo.

Después de esa dura prueba, a mi señorita Kathie le van a afeitar las piernas, blanquearle los dientes y arreglarle las cutículas.

Mientras mastica y traga,
Terrence Terry
dice:

—¿Quién es el nuevo romance? ¿Lo conozco?

El teléfono que hay instalado en la pared de la cocina, junto a los fogones, se pone a sonar. Yo levanto el auricular y digo: ¿Hola? Y espero.

Suena el timbre de la puerta principal.

Por el teléfono, una voz de hombre dice:

—¿Está en casa la señorita
Katherine Kenton
?

Pregunto quién le digo que la llama.

Suena el timbre de la puerta principal.

—¿Hablo con Hazie, el ama de llaves? —dice el hombre por teléfono—. Me llamo Webb Westward. Nos conocimos hace unos días, en el mausoleo.

Lo siento, le digo, pero me temo que se equivoca de número. Esto, le digo, es la Residencia Estatal para Criminales Femeninas Implacables. Le pido que por favor no vuelva a llamar. Y cuelgo el auricular.

—Veo que sigues protegiendo a Su Majestad —dice el espécimen Terry.

Resigo con el bolígrafo las líneas manuscritas de la carta original, trazando hasta el último bucle y el último punto de las letras que ya se empiezan a desdibujar, copiando en la página en blanco de papel de escritorio la frase: «Queridísima Katherine, el amor verdadero NO ESTÁ fuera de tu alcance».

Resigo las palabras: «Vendré a recogerte para ir a tomar una copa el sábado a las ocho».

Mi bolígrafo calca la firma:
Webster Carlton Westward III
.

Todos vivimos más o menos a la sombra de ella. No importa qué otras cosas hagamos con nuestras vidas, nuestras necrológicas empezarán con la frase: «acompañante a sueldo vitalicia de la estrella de cine
Katherine Kenton
» o bien «quinto marido de la leyenda del cine
Katherine Kenton
...».

Copio a la perfección la carta original, pero en vez de poner «sábado» imito su caligrafía, con la misma inclinación y el mismo ángulo, para escribir «viernes». Doblo la nueva carta por la mitad, la devuelvo al sobre original que tiene escrito en el dorso «Para la señorita Kenton», lamo la tira encolada y mi lengua prueba la boca del espécimen Webster. El resto de sabor a
café Maxwell House
. El aroma a puritos finos
Tiparillo
y a colonia de
ron de malagueta
. La química de la saliva de Webb Westward. La receta de sus besos.

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