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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Al desnudo (19 page)

En cambio, a
Webster Carlton Westward III
, que tan joven e ideal había sido, ahora se lo ve demacrado, herido y lleno de cicatrices de guerra, con la apuesta cara plagada de arrugas... de arañazos... de puntos de sutura. Al espécimen Webb se le cae a diario el tupido pelo a mechones y a puñados. Frustrado una y otra vez, adopta la conducta apaleada de un perro amedrentado.

Y aun así no deja de perseverar, sean cuales sean sus motivos, en sus intentos de granjearse el cariño de mi señorita Kathie. Siempre existe la posibilidad de una conspiración asesina que no hayamos previsto, de manera que la señorita Kathie nunca puede bajar la guardia. Hace poco, movida por el recelo, empujó al joven Webster por unas escaleras cercanas a la
fuente Bethesda
, por lo que tuvieron que ponerle un clavo quirúrgico para curarle el tobillo hecho trizas y se ha quedado cojo. En otra ocasión, estando en el
Russian Tea Room
, a ella le pareció que un movimiento rápido de él podría ser malintencionado, de manera que, a modo de autodefensa preventiva, le ensartó el brazo con un cuchillo de cortar carne. En otra ocasión, lo tiró de un empujón del andén de una estación. La cara americana de pura cepa de él está toda lívida e hinchada por las quemaduras que le produjo la señorita Kathie al atacarlo con unos
plátanos Foster flambeados
en llamas. Los ojos de color castaño luminoso de él han perdido el brillo y están inyectados en sangre por culpa de una rociada profiláctica del espray antiviolación de la señorita Kathie.

Esta es la inversión que está teniendo lugar: a medida que la señorita Kathie se vuelve más vital y vibrante, el espécimen Webb se va poniendo cada vez más decrépito. Un desconocido que viera por primera vez a la pareja tendría problemas para discernir quién es el mayor de los dos. Con su expresión altanera, no está claro qué es lo que asquea más a la señorita Kathie: las conjuras aparentes de Webster para asesinarla o el declive de su virilidad física.

Y con cada cicatriz, quemadura y arañazo, el desfigurado espécimen Webster se parece más al monstruo sobre el que yo la previne.

A modo de brusca transición, pasamos por corte al último ensayo general de la nueva obra de
Broadway
, en el momento preciso en que la música llega a su clímax, con el reparto entero cantando al unísono, mientras la señorita Kathie levanta la bandera americana en Iwo Jima, ayudada por
Jack Webb
y
Akim Tamiroff
. Un coro estilo
Florenz Ziegfeld
de bellezas a lo
Mack Sennett
caracterizadas de aviadoras imperiales japonesas con uniformes transparentes y escotados diseñados por
Edith Head
se cogen de los brazos y ejecutan precisas patadas de cancán que dejan al descubierto sus nalgas fascistas. El espectáculo copa un plano medio, atiborrado de movimiento, color y música, y a continuación el plano se abre para revelar que los asientos del público —una vez más— están casi todos vacíos.

Luise Rainer
canta con voz vagamente desafinada durante la
masacre de Nankín
, y
Conrad Veidt
ha errado un par de pasos de baile durante la
Marcha de la Muerte de Corregidor
, pero por lo demás el primer acto parece funcionar bien. Una columna de humo constante, más bien un hongo nuclear de humo blanco de cigarrillo, se eleva del asiento que ocupa Lilly Hellman en el centro de la quinta fila, flanqueada por
Michael Curtiz
y
Sinclair Lewis
. La marquesina de la
calle Cuarenta y siete Oeste
ya anuncia el título
Rendición incondicional
, protagonizada por
Katherine Kenton
y
George Zucco
. La música y las letras de las canciones son de
Jerome Kern
y de
Woodie Guthrie
. Frente a la entrada para actores, un camión procedente de la imprenta ya está descargando sacos llenos de programas en papel satinado. Entre bastidores,
Eli Wallach
, caracterizado de
Howard Hughes
, ensaya algún asunto, sentado en la carlinga de una reproducción a escala real en madera de balsa del
Spruce Goose
.

Cae el telón del primer acto mientras las coristas corren a cambiarse y ponerse sus disfraces de tiburones con lentejuelas para el hundimiento del
USS Indianapolis
al inicio del segundo acto.
Ray Bolger
se prepara para morir de un fallo cardiaco congestivo en el papel de
Franklin Delano Roosevelt
.
John Mack Brown
se dispone a ocupar el despacho de
Harry Truman
en compañía de
Ann Southern
, que hace una pequeña aparición como invitada en el papel de
Margaret Truman
.

En medio del océano de asientos vacíos,
Terrence Terry
y yo estamos sentados en el centro de la fila 20, encajonados entre paquetes, bolsas de
Bloomingdale’s
y
termos
de todas clases.

Sentado a solas en la fila 12, en el lado derecho del escenario, está
Webster Carlton Westward III
, que no le quita de encima ni un momento los ojos de color castaño luminoso a la señorita Kathie. Con los anchos hombros echados hacia delante y los codos apoyados en las rodillas, acerca su cara americana de pura cepa a la luz que emana de ella.

Para todo aquel que esté en las quince primeras filas, el pelo teñido de la señorita Kathie se ve tan tieso como el alambre. Sus gestos son nerviosos y tensos, y el miedo y la ansiedad han reducido su cuerpo a lo que
Louella Parsons
llamaría un «esqueleto con pintalabios». Pese a la amenaza constante de asesinato, se niega a involucrar a la policía por miedo a ser humillada por
W. H. Mooring
de
Film Weekly
o
Hale Horton
de
Photoplay
, representada como una chiflada decadente que ha sido engatusada por un gigoló intrigante. Realmente se encuentra entre la espada y la pared: tiene que elegir entre ser asesinada y humillada por el libro de Webb, o bien seguir viva y que la humillen
Donovan Pedelty
o
Miriam Gibson
en las páginas de
Screen Book
.

Mientras los tramoyistas cambian las rocas de yeso de
Iwo Jima
por el casco de lona del malogrado
Indianapolis
, yo me dedico a tomar notas. Tachando mi propia caligrafía con mi estilográfica, línea tras línea, me dedico a intrigar y conspirar para salvar a la señorita Kathie.

Echando un vistazo al espécimen Webster, contemplando su perfil de galán americano de pura cepa, Terry me pregunta si hemos descubierto algún plan nuevo de asesinato.

A media frase, sin dejar de escribir, cojo las últimas páginas de
Esclavos del amor
y las tiro al regazo de Terry. Le digo que esta misma mañana he encontrado una versión nueva dentro de la maleta de Webster.

Terry me pregunta si he elegido acompañante para el estreno de la obra, la semana que viene. Si no, él se puede pasar por casa a recogerme. Recorriendo las páginas mecanografiadas con la mirada, Terry me pregunta si la señorita Kathie ha visto esta nueva versión de su fallecimiento.

Yo paso a una nueva página de mi cuaderno, sin dejar de escribir, y le digo que sí. Que eso explica el vibrato de su voz.

Echando un vistazo por encima de las páginas de
Esclavos del amor
, mirando mis notas con los ojos fruncidos, él me pregunta qué estoy escribiendo.

La declaración de la renta, le digo. Me encojo de hombros y le digo que estoy contestando las cartas de los fans de la señorita Kathie. Revisando sus contratos y sus inversiones. Nada especial. Nada demasiado importante.

Y a continuación Terry se pone a leer en voz alta el nuevo final de la biografía de la señorita Kathie:


«Katherine Kenton
jamás llegó a saberlo, pero los yakuza japoneses gozan de una merecida fama mundial de asesinos implacables y sedientos de sangre...».

ACTO 2, ESCENA 10

—«Un asesino yakuza —lee la voz de
Terrence Terry
— es capaz de ejecutar a una persona en solo tres segundos.»

Pasamos por fundido a una escena onírica en la calle. Los sustitutos de la señorita Kathie y Webster en la fantasía van paseando, mirando escaparates por la acera de una ciudad desierta, bordeados de un halo dorado de esa luz del sol de la hora mágica. No se sabe a ciencia cierta si está amaneciendo o anocheciendo. La esbelta pareja se va deteniendo delante de cada escaparate y la señorita Kathie se dedica a examinar los collares deslumbrantes y las pulseras que se ofrecen en ellos, densos y recargados de racimos resplandecientes de diamantes y rubíes, mientras Webster no le quita los ojos de encima, tan embrujado por la belleza de su amada como ella lo está por la abundancia centelleante de lujosas y deslumbrantes piedras preciosas.

La voz en off sigue leyendo:

—«Una técnica común de asesinato es acercarse a la víctima por detrás...».

Vemos que una figura vestida de negro de cabeza a pies y con la cara escondida bajo un pasamontañas negro va siguiendo a la señorita Kathie a pocos pasos de distancia. Tiene las manos enfundadas en guantes negros.

—«Es posible que lo que sucedió entonces se convierta en uno de los misterios más duraderos del mundo del cine. Nadie pudo averiguar quién había pagado aquel espantoso ataque —dice la voz de Terry—, pero lo que es cierto es que presentaba todos los rasgos distintivos de haber sido cometido por un asesino profesional...»

La feliz pareja continúa paseando, sin ser conscientes de nada más que de las gemas resplandecientes y del éxtasis supremo en el que están sumidos.

—«El arma fue un punzón para hielo normal y corriente...» —lee Terry.

Vemos que la figura enmascarada se saca del bolsillo de la chaqueta un reluciente punzón de acero, tan afilado como una aguja.

—«El asaltante solo tiene que acercarse a la víctima por la espalda...» —lee la voz en off de Terry.

Sin perder un instante, la figura enmascarada se acerca con sigilo y por detrás a la señorita Kathie. Pisándole los talones, estira en dirección al esbelto cuello de ella la mano que sostiene el punzón para hielo cruelmente afilado.

—«A continuación, el experimentado asesino extiende el brazo por encima del hombro de la víctima y clava con saña la punta de acero del arma en la zona blanda que hay por encima de la clavícula —lee Terry—. Un rápido tirón lateral le basta para cercenar la arteria subclavia y el nervio frénico, causando una pérdida de sangre y asfixia mortales al instante...»

Sí, sí, sí, todo esto pasa en la pantalla. La sangre y las vísceras rocían un escaparate cercano lleno de diamantes y zafiros brillantes y resplandecientes. Los grumos y churretones de vísceras forman regueros de color carmesí intenso que van cayendo por el cristal bruñido mientras el atacante enmascarado huye y los ecos de su carrera retumban por la
Quinta Avenida
. En la escena de la muerte,
Webster Carlton Westward III
se arrodilla en el charco cada vez mayor de sangre escarlata de la señorita Kathie, cogiendo en sus manos enormes y viriles la cara de estrella de cine de su amada. La luz de los famosos ojos de color violeta de ella se apaga y se apaga y se apaga.

—«Con su último suspiro —lee
Terrence Terry
—, mi amada Katherine me dijo: “Webb, por favor, prométeme...”, me dijo, “que me honrarás y me recordarás compartiendo tu pene increíblemente experto con todas las mujeres hermosas pero desafortunadas de este mundo”.»

En la pantalla, la versión idealizada de la señorita Kathie queda inerte, sin vida, en los brazos de la versión difuminada de Webster. Al sustituto le caen las lágrimas a mares por la cara mientras dice: «Lo juro». Agitando un puño ensagrentado hacia el cielo para expresar toda su rabia y frustración, grita: «Oh, mi amada Katherine, te juro que cumpliré tu último deseo hasta el límite de mis fuerzas».

Desde detrás de su fina película de vísceras rojas, los diamantes y zafiros miran y emiten destellos fríos. Sus incontables facetas pulidas y centelleantes reflejan versiones infinitas del fallecimiento de la señorita Kathie y del dolor insoportable de Webster. Las esmeraldas y los rubíes ejercen de distantes, inmortales y eternos testigos del drama y la locura de la simple humanidad. El personaje de Webster baja la vista; cuando ve sangre en su reloj de pulsera
Rolex
, se apresura a limpiarlo con el vestido de la señorita Kathie y a continuación se pega la esfera al oído para oír si todavía funciona.

Leyendo del manuscrito de
Esclavos del amor
, Terry dice:

«Fin».

ACTO 2, ESCENA 11

La cotilla profesional
Elsa Maxwell
dijo una vez: «Todas las biografías son colecciones de falsedades». Y acto seguido dijo: «Lo mismo pasa con todas las
autobiografías
».

Los críticos se muestran dispuestos a perdonarle a
Lillian Hellman
unos cuantos datos imprecisos relativos a la
Segunda Guerra Mundial
. Lo que ella presenta es la historia, pero mejorada. Puede que no sea la guerra que sucedió de verdad, pero sí la que nos gustaría haber librado. Y en ese sentido es brillante, densa y sustanciosa, con
Maria Montez
degollando a
Lou Costello
y a continuación
Bob Hope
haciendo su característico número de claqué shim-sham por un campo de minas terrestres activadas.

Ningún soldado acuclillado en las trincheras o apostado en la torreta de un tanque tembló tanto de miedo como mi señorita Kathie cuando sale al escenario en la noche del estreno de
Rendición incondicional
. Es un blanco perfecto desde cualquier asiento de la sala. Mientras baila y canta, constituye una presa fácil. Cada nota o cada paso de baile pueden muy bien ser los últimos, ¿y quién lo va a notar en medio de la lluvia de balas y obuses falsos que esta noche hacen temblar el teatro? Un asesino astuto no tendría problema para dispararle un balazo fatal y escapar mientras los espectadores aplauden el estallido del cráneo o del pecho de la señorita Kathie, convencidos de que la descarga letal no ha sido más que un efecto especial muy logrado. Confundiendo el espectacular asesinato en público de ella con un episodio de trama más de la épica saga de Lilly Hellman.

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