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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Al desnudo (23 page)

—«Siempre nos asegurábamos de mimarnos la una a la otra» —dice la voz en off.

En el montaje irónico que sigue, la chica guapa se pone un cigarrillo entre los labios y la fea se le acerca para encenderlo. La guapa deja caer una toalla sucia al suelo y la fea la recoge para ponerla a lavar. La guapa está repantingada en un sillón, leyendo un guión, mientras la fea pasa la aspiradora por la moqueta.

La voz de la señorita Kathie sigue leyendo:

—«Y a medida que nuestras carreras empezaban a dar frutos, las dos saboreamos las recompensas del éxito y la fama...».

A medida que avanza el montaje, vemos que la chica fea se convierte en una mujer, igual de fea pero ahora además envejeciendo, ganando peso, y poniéndose canosa, mientras que la guapa sigue más o menos igual: delgada, con la piel suave y el pelo de un color caoba intenso y constante. Por medio de una serie de cortes rápidos, la chica guapa se casa con un hombre, se casa con otro, se casa con un tercero y por fin con el cuarto y el quinto, y entretanto la mujer fea espera a un lado, siempre cargada de maletas, macutos y bolsas de la compra.

La voz en off de la señorita Kathie dice:

—«Todo lo que soy y todo lo que he conseguido y he alcanzado se lo debo únicamente a
Hazie Coogan
...».

A medida que la mujer fea envejece, vemos que su guapa contrapartida se ríe rodeada de un círculo de reporteros, mientras ellos le acercan sus micrófonos y las cámaras de los fotógrafos sueltan destellos de flashes. La mujer fea nunca se acerca a los focos, siempre está entre bastidores, en las sombras que quedan fuera de plano, aguantándole el abrigo de piel a la guapa.

Sin dejar de leer el manuscrito de
Insuperable
, la voz de la señorita Kathie dice:

—«Hemos compartido las dificultades y las lágrimas. Hemos compartido los miedos y los placeres más grandes. Viviendo juntas, ayudándonos a llevar nuestras cargas, nos hemos mantenido jóvenes...».

En el montaje, una multitud de adoradores, entre ellos
Calvin Coolidge
,
Joseph Pulitzer, Joan Blondell, Kurt Kreuger, Rodolfo Valentino
y
F. Scott Fitzgerald
, miran cómo la mujer fea pone un pastel de cumpleaños delante de la guapa. A continuación pasamos por corte a la imagen de la fea trayendo otro pastel, obviamente un año más tarde. Con un tercer corte rápido, aparece otro pastel mientras
Lillian Gish, John Ford
y
Clark Gable
aplauden y cantan. Con cada pastel que trae, la mujer fea se ve un poco más vieja. Pero la guapa no. Todos los pasteles tienen veinticinco velas llameantes.

La lectura continúa:

—«Su cargo no ha sido nunca secretaria ni maestra en funciones, pero
Hazie Coogan
es la responsable de todas mis mejores interpretaciones. No ha sido una guía espiritual ni una
swami
, pero sí la mejor y más fiel consejera de la que nadie podría disfrutar. —Levantando la voz, mi señorita Kathie dice—: Si la posteridad le encuentra un valor duradero a mis películas, la humanidad también tiene que reconocer la obligación de mostrarle el respeto y la gratitud que le debe a
Hazie Coogan
, la mejor amiga y la persona con más talento que una simple trabajadora podría desear».

Tras esta declaración, la belleza respira hondo, rodeada de caras sonrientes de famosos, todos bañados en la luz parpadeante del pastel de cumpleaños. Ella se inclina hacia delante, apaga las velas de cumpleaños, y la escena festiva queda sumida en una blancura total y absoluta. En un vacío silencioso.

Y en medio de esa oscuridad, la voz de la señorita Kathie:

—«Fin».

ACTO 3, ESCENA 7

El trabajo de mi vida ha concluido.

Por última vez, abrimos la escena en la cripta de debajo de la catedral, adonde está entrando la figura velada de una mujer solitaria, llevando otra urna en brazos. Deja la urna junto a las de
Terrence Terry
,
don Oliver «Red» Drake
y
Amoroso
y a continuación se levanta el velo negro para dejar su cara al descubierto.

La mujer vestida de viuda soy yo,
Hazie Coogan
. Y no me acompaña nadie.

La señorita Kathie era mía. La inventé yo, una y otra vez. Y soy también yo quien la ha rescatado.

Después de encender una vela, descorcho la botella de champán, una mágnum que todavía espumea, desbordante y llena de vida en contraste con todos los cascos vacíos. Y lleno una copa polvorienta y cargada de telarañas lechosas para hacer un brindis burbujeante.

Esto es amor. El amor consiste en esto. Yo la he rescatado, he rescatado a la mujer que ella fue en el pasado y a la que será en el futuro.
Katherine Kenton
nunca será una vieja demente ni acabará encerrada en el pabellón de la beneficencia de algún hospital universitario. Ningún periódico sensacionalista ni revista de cine le sacará nunca esa clase de retratos del ridículo y la decrepitud que humillaron a
Joan Crawford
y a
Bette Davis
. Nunca se hundirá en la locura absoluta de
Vivien Leigh
, de
Gene Tierney
, de
Rita Hayworth
o de
Frances Farmer
. El suyo será un final compasivo, no una lenta caída en las drogas ni una caótica espiral a lo
Judy Garland
que la lleve a los brazos de una serie de hombres jóvenes hasta que alguien la encuentre muerta sentada en el retrete de un piso de alquiler.

La suya no será una muerte lenta y lóbrega ni tampoco un triste marchitarse. No, la leyenda de
Katherine Kenton
requería un gran final épico y romántico. Algo empapado de gloria y dramatismo. Ahora está claro que no caerá en el olvido, y es gracias a mí.

Una salida dramática al final de un tercer acto adecuado.

Levanto mi copa y digo «Gesundheit». Hago un brindis y me sirvo otra.

Déjenme que les asegure, por si les cabía alguna duda, que
Webster Carlton Westward III
la adoraba. Me resultó obvio la primera vez que sus miradas se encontraron de un extremo a otro de la mesa de aquella cena de gala ya tan lejana. Él jamás escribió ni una palabra de
Esclavos del amor
, pese al hecho de que todas las versiones del mismo se encontraron en su maleta. No, todos esos capítulos fueron obra mía, yo los escribí a máquina y se los metí debajo de las camisas, donde estaba segura de que la señorita Kathie los descubriría. Solo era cuestión de tiempo que una mujer como ella, que vivía dividida entre el amor y el miedo, le mandara una copia sellada del manuscrito a su abogado o a su agente, que serviría más tarde para implicar a Webster.

Perdonen que me jacte, pero la trampa que yo le he tendido ha sido perfecta.

Cortamos ahora a la escena que la policía ha descubierto: la señorita Kathie asesinada por una pistola que Webster todavía empuña en la mano. Da toda la impresión de que los amantes se han asesinado el uno al otro, entre las velas y las flores de la alcoba de ella. Como resultado de un intento fallido de robo. Cerca de ella yace el cadáver del señor Ojos de Color Castaño Luminoso, ataviado con un pasamontañas y acribillado por la vieja pistola de la señorita Kathie, la misma pistola oxidada que había recogido de la cripta. En las manos tiene un funda de almohada de la que ahora caen a raudales los premios hurtados, los trofeos y galardones bañados en oro y en plata. Las llaves simbólicas de las ciudades del interior. Los títulos universitarios honorarios que le fueron concedidos por no aprender nada.

Si se da el caso de que el amor sobrevive a la muerte, entonces esto se puede considerar un final feliz. Chico conoce a chica. Chico consigue a chica. Da igual que coman o no perdices.

Para darle a la cosa un toque a lo
Samuel Goldwyn
, con esa misma tosquedad del plano final de su versión de
Cumbres Borrascosas
, podemos incluir aquí un breve flashback. Nada más que una rápida escena explicativa que me muestre a mí disparando a los dos tortolitos en su dormitorio y después disponiendo la escena para que parezca el robo que se cuenta en
Esclavos del amor
. El final sorpresa: el hecho de que mi papel no es el de mejor amiga ni el de doncella, sino el de villana. De que era
Hazie Coogan
quien interpretaba a la asesina. Tal vez en ese último instante, los ojos de color violeta de la señorita Kathie muestren su consciencia plena de que ha sido víctima de un engaño desde el mismo principio.

Volvemos a pasar con un lento fundido a la cripta de los Kenton... tras apoyar el espejo en su lugar de costumbre, tras colocarlo con precisión, me coloco sobre la X que hay trazada con pintalabios en el suelo de piedra y superpongo mi cara a la cara verdadera de mi señorita Kathie. Las cicatrices y arrugas de toda su vida, todas las distorsiones y defectos que ella padeció alguna vez, se convierten momentáneamente en mi carga. El espejo mismo se comba bajo el peso de todos los insultos que han sido raspados en él. De todos y cada uno de los defectos y secretos que tuvo alguna vez la señorita Kathie.

El abrigo de pieles que llevo puesto es el de ella. Mi velo negro es de ella. Meto la mano en la ranura de un bolsillo y saco el anillo de diamantes de
Harry Winston
. Me pongo el anillo en la palma de la mano como si fuera a besarlo, lo soplo igual que se le tira un beso a alguien y el anillo sale lanzado, rebotando y trazando un largo arco centelleante hasta el otro lado de la cripta, donde el diamante hace añicos el reflejo distorsionado. Lo que antaño constituyó la vida entera de alguien se deshace en incontables fragmentos resplandecientes y centelleantes.

Katherine Kenton
vivirá por toda la eternidad, preservada en la mente del público, tan permanente y duradera como las leyendas de la gran pantalla
Earl Oxford
y
House Peters
. Tan inmortal como
Trixie Friganza
. Su cara resultará tan familiar para las generaciones futuras como la luminosa y emblemática cara de
Tully Marshall
. La señorita Kathie continuará siendo adorada, de la misma manera en que las audiencias entusiastas adorarán siempre a
Roy D’Arcy
,
Brooks Benedict
y
Eulalie Jensen
.

La cámara abandona el espejo hecho trizas, donde cualquier rastro verdadero de mi señorita Kathie ha sido reducido a esquirlas relucientes, para enfocar la nueva urna. Se le acerca más y más y por fin podemos leer el nombre que hay grabado en el metal:
«Katherine Ellen Kenton»
.

Y yo levanto la copa para brindar por ella.

ACTO 3, ESCENA 8

La escena 8 del acto 3 se abre con
Lillian Hellman
lanzándose de punta a punta de la lujosa alcoba de
Katherine Kenton
, volando por la habitación y aterrizando con todo su peso sobre la mano en la que tiene su pistola un enmascarado
Webster Carlton Westward III
. Lilly y Webb forcejean, arrojándose el uno al otro por el dormitorio, rompiendo sillas, lámparas y objetos decorativos en su estrepitosa lucha por la supervivencia. Los músculos de los delgados y elegantes brazos de Lilly pugnan por reducir a su atacante. Su pijama de estar por casa diseñado por
Lili St. Cyr
está todo roto y vuela en todas direcciones. Sus medias de
Valentino
están destrozadas. Sus elegantes dientes blancos se hunden con saña en el cuello artero y conspirador de Webb. Los combatientes pisotean el sombrero de
Elsa Schiaparelli
que se le ha caído a Lilly mientras Katherine no puede hacer más que mirar con cara de horror abyecto, soltando chillidos de pánico condenado.

Igual que en la escena inicial, pasamos por fundido a la larga mesa de una cena de gala donde Lilly está sentada, deleitando a los demás invitados con su relato de este combate. La misma luz de las velas, los mismos paneles de madera de las paredes y los mismos lacayos. Lillian deja de deleitar el tiempo justo para darle una calada larga a su cigarrillo y luego les suelta el humo encima a la mitad de los comensales antes de decir:

—Ojalá hubiera elegido aquella semana para hacer dieta... —Tira la ceniza del cigarrillo en su plato del pan, niega con la cabeza, y dice—:Tal vez mi gloriosa y brillante Katherine todavía estaría viva.

Después de sus primeras palabras, el parloteo de Lillian se convierte en una de esas bandas sonoras de ruidos selváticos que se oyen de fondo en todas las películas de
Tarzán
, un simple bucle de aves tropicales y monos aulladores que se repite sin cesar.
Ladrido, chillido, maullido...
Katherine Kenton
.

Rezongo, mugido, trino...
Webster Carlton Westward III
. Un hombre que no hizo nada más que enamorarse perdidamente, enamorarse con pasión... y que ahora está condenado a hacer de villano durante el resto de esta tontería de película que llamamos la historia humana.

El cuerpo de estrella de cine de la señorita Kathie apenas ha tenido tiempo de enfriarse y ya ha sido absorbida por la mitología de la Hellman. Esa variante del
síndrome de Tourette
asociada al
name-dropping
que sufre Lilly.

Mientras los lacayos sirven vino y retiran los platos del sorbete, las manos de Lillian se agitan por el aire, dejando un rastro de humo de cigarrillo, y arañan a un ladrón de casas invisible. En la historia que cuenta durante la cena, Lilly continúa luchando y forcejeando con el pistolero enmascarado. En plena pugna se les escapa un tiro, que Hellman representa dando una palmada sobre la mesa que hace que salte la vajilla y que las copas tintineen al chocar.

Desde mi sitio, sentada lejos de la élite, me limito a escuchar cómo Lilly se dedica a hilar oro en las memeces que siempre cuenta para promocionarse a sí misma. En el regazo tengo a una niñita regordeta, una de los muchos huérfanos que le mandaron a la señorita Kathie para que les pasara revista. Y me pongo a rezar en voz muy baja para que me llegue la muerte después que a Lilly. A mi derecha e izquierda, de la cabecera de la mesa a sus mismos pies,
Eva Le Gallienne, Napier Alington, Blanche Bates
y
Jeanne Eagels
, todos están rezando lo mismo.
George Jean Nathan
, de la revista
Smart Set
, se saca una estilográfica del bolsillo de la pechera y se pone a tomar notas sobre una servilleta.
Edwin Schallert
del
Los Angeles Times
se pone a espiarlo y a tomar notas sobre las notas de Nathan.
Bertram Block
toma notas sobre las notas de Schallert sobre las notas de Nathan.

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