Authors: Monica Lavin
Cuando entró la monja, apenas la distinguió en la penumbra de ese salón. Atrás del biombo que había en la pieza se desvistió silenciosa. Por un costado, entregó a Juana de San José el medallón que siempre llevaba en el pecho y la negra lo colocó en la mesilla de costumbre. Luego se quitó el cordel de la cintura y lo entregó; desprendió la toca que ceñía su rostro y escondía el pelo oscuro y abundante que a Juana de San José le gustaba lavar dentro del agua. El contacto de esa mata brillante era una vida escondida de la monja que sólo ella tenía permiso de ver. Ajena a la desnudez de su cuerpo, como si no le perteneciera porque sin pudor alguno la monja siguió despojándose de las prendas, entregó a la esclava el escapulario negro, el hábito blanco que le pesó en sus brazos y por último deslizó por sus piernas delgadas esas bragas deshiladas que Juana lavaba con cuidado como el resto de las prendas de la monja. Envuelta en un paño blanco con el que después secaría su cuerpo, caminó a la tina y metió un pie al agua que humeaba. Lo retiró bruscamente y pidió que la enfriara. Juana vació un poco de agua fresca de la cubeta que siempre tenía para mediar la temperatura. La monja debía estar más sensible pues ella bien conocía cómo le gustaba el agua del baño. Le dio la mano para que se introdujera y se deslizara dentro. Apenas cuatro años mayor que ella no podía evitar hacer comparaciones con su propio cuerpo. Le asombraba el contraste de su pubis oscuro con su piel blanca olivo y los pezones púrpura de sus pechos. Pensaba que ningún hombre los vería jamás. No era un cuerpo desbordado como el suyo, porque las caderas eran menudas, casi varoniles, pero era armónico. Y mientras la bañaba como siempre, pasando la esponja por sus pies pequeños, recordaba los suyos tan toscos y ásperos y los envidiaba. Pies de monja que no tuvieron que andar descalzos en el cerro, se decía.
Juana Inés cerró los ojos ajena al lienzo que Juana frotaba por su cuerpo. Se dejó alzar los brazos como una muñeca y limpiar las axilas velludas, los senos bajo el doblez con el que reposaban sobre el tórax. Juana pasó el paño por el pubis con extremo cuidado como siempre lo hacía. De alguna manera, por las charlas con la monja, tenía la certeza de que el cuerpo de Juana Inés no era como el suyo: tan sólo era el caparazón del alma. Y así, frotando la piel, no mancillaba la pureza ni la virtud de la monja. El cuerpo de la hermana era un alma necesitada de aseo. De la misma manera que cuando se golpeaba con el cilicio, estaba castigando un alma en pecado. De pronto, Juana Inés tomó el paño que había rozado su pubis y lo extendió sobre su cara. Juana de San José, desconcertada y temerosa de haber ofendido a la monja, se quedó muy quieta hincada al borde de la tina; pudo escuchar el llanto apagado bajo la humedad del trapo. Se puso de pie y dejó que la monja llorara. Al rato volvió con un poco de anís del que le había mandado su madre para los dolores del estómago y del ánimo. Le acercó la copa a Juana Inés.
—Un trago, hermana, un trago.
—Tal vez no se quería ir —dijo de pronto Juana Inés, reconfortada—. Porque irse a morir tan cerca de tomar el barco que la llevaría a España. Dejar en Tepeac confundido y solo a don Antonio, no son maneras. Lo hubiera hecho antes, para rezarle en catedral, para llorarle y despedirla como Dios manda. Pero no tan lejos de todos lados. La enterrarán allá porque uno es de donde se muere, no de donde nace.
Juana de San José la escuchó pensando con desagrado en que cuando la monja y ella murieran no las llevarían a sepultar a Panoayan. Aprovechó que Juana Inés cerraba los ojos para dar un trago al anís que quedaba en la copa. Uno se moría cuando Dios disponía, eso le habían enseñado en los rezos de la capilla de Panoayan. El destino nuestro es de Dios, que con ella, por negra, no había tenido más remedio que hacerla esclava. ¿Y dónde propondría que muriera? Ojalá no fuera en ese convento oscuro; prefería la cueva de su tierra, los amaneceres escarchados, el aguanieve del volcán.
Parecía que el anís hacía hablar de más a Juana Inés. A Juana de San José le gustaba escucharla pensar en voz alta. Por un momento reflexionó en la dicha que tenían quienes podían dejar palabras en el papel y más quienes las podían desprender del papel con los ojos. Porque así se podían repetir una y otra vez cuando uno quisiera, como los rezos que guardaba en su memoria. Tal vez debía pedir a las niñas Ruiz Lozano que la enseñaran a entender las palabras de los libros. Tal vez así estaría menos sola cuando pensara en el destino de sus huesos que en su blancura eran iguales a los de todos. Juana Inés la sacó de su letargo con un suspiro que indicaba que la vida debía proseguir. Cuando salió de la tina, la negra protegió su desnudez con el paño de secado, y mientras la monja reposaba en una silla con el cuerpo envuelto, pasó el peine por el cabello húmedo y lo desenredó con suavidad y paciencia. Un acto sencillo que le recordaba a su propia madre intentando desbaratar sus rizos apretados. Una vez seca, ayudó a la hermana acercándole prenda por prenda de las que limpias yacían en la mesilla junto al biombo. Por último, hizo el nudo al cordel de la cintura y le entregó el rosario y el medallón que Juana Inés pasó con decisión por su cabeza, como si aquella mujer desnuda y sollozante se hubiera diluido en el agua tibia de la tina. Juana sonrió; le gustó que la monja saliera a flote. Siempre se corría el peligro de quedarse pegada a la tristeza y la monja debía estar en el coro de la tarde.
—No faltes a misa —la conminó.
Juana aceptó porque el coro la animaba y una vez al día era todo el tiempo que tenía entre limpiezas y lavado de ropa para estar en la capilla del convento. Esa misa, suponía, sería especial; el padre Antonio había sido invitado para el sermón. Y no solía tener deferencias con el convento. Para escucharlo, había dicho Juana Inés, era necesario ir a catedral, y escucharlo siempre resultaba edificante. Con más razón si esta vez dedicaría sus palabras a tan generosa y sensible mujer.
—Que Dios la tenga en su gloria —dijo en voz alta Juana Inés y al santiguarse se alejó del baño.
Como si su pasado palaciego fuera un lastre, Bernarda Linares no había tenido interés alguno en hacerlo visible. Con la partida de Antonio Mancera y la muerte de Leonor Carreto, los años en la corte habían quedado reducidos a una serie de recuerdos polvosos. Juan Mata era un percance pasajero en su vida nueva de mujer casada, de madre de tres niños sanos, criollos, hijos de padres criollos, de abuelos españoles. Dos rubios como ella, uno de pelo oscuro y ojos pardos como su padre. Feliz esposada de un notario, la vida de Bernarda era como ella había esperado. Asistía a los festejos y comidas de altas personalidades de la ciudad; fray Payo, el virrey, era un hombre sensato que tenía una buena relación con su marido. Ambos asistían a misa, apoyaban a la Cofradía del Rosario, el hermano mayor de Bernarda formaba parte del cabildo eclesiástico, el menor se había casado con una española hija de condes. Estaban a bien con la Nueva España y el reino, así que no había por qué quejarse, ni por qué atender al pasado ni acordarse de aquellos días turbios de un aborto secreto. Era buena para ahuyentar los pensamientos que la ofuscaban, ocupándose o mandándose a hacer vestidos nuevos donde los guardainfantes ajustaban de nuevo su cintura y daban holgura al vuelo de la falda; o disponiendo las viandas para atender a los comensales o saliendo de paseo a las huertas de San Ángel.
No hubiera reparado en su vida anterior si Virgilia no hubiera llamado a su puerta preguntando si se acordaba de ella la señora. Bernarda, incapaz de despedirla porque temía que ello resultara peor, había bajado asustada al recibidor para hablar con ella. No contenta con la curiosidad de las cocineras en la habitación contigua, la había llevado a su recámara para escuchar lo que quería Virgilia. Si era dinero, estaba dispuesta a dárselo, pero la negra que primero alabó su belleza, lo bien que se seguía viendo y luego la hermosura de su casa, le pidió que la ocupara en algo. Leonor Carreto le había concedido la libertad antes de partir y no sabía qué hacer con ella, no tenía más casa que el Palacio y la casa del conde de Sánchez donde habían estado los virreyes antes de salir. Los señores no querían a una esclava que ya no lo era. Pensaban que era un peligro para los demás sirvientes. Querían demostrar que la libertad tenía sus riesgos, que se fuera a vivir esa vida de libre. Bernarda la escuchó preocupada porque la estimaba, pero no la quería cerca. No quería ese recordatorio en casa. Tampoco se lo podía decir.
Virgilia, con las manos nudosas entrelazadas sobre la falda, dijo que sabía cuidar niños y más miedo le dio a Bernarda el poder que podía adquirir su cercanía con las criaturas. Alguien que sabía de su pasado no podía estar allí.
—¿Y la casa de Belén? ¿Has pensado en ella?
Virgilia la miró con horror. La libertad... la libertad, masculló. La palabra pesaba y nunca había tenido la necesidad de pensar en ella porque su destino estaba trazado y ella no había hecho más que acompañarlo. Tampoco estaba dispuesta a que la negra, cómplice de su pasado, se lo arruinara.
—¿Te acuerdas de Juana Inés? —le dijo de pronto, iluminada por una idea—. Se ha vuelto una monja famosa.
Bernarda sabía que el arco para recibir a los nuevos virreyes, los marqueses de la Laguna, que llegaban en unos meses, había sido encomendado a Juana Inés. Curioso que Virgilia apareciera cuando esa noticia hacía poco circulaba: era sabido que Sigüenza y Góngora haría el muy importante de Santo Domingo y que Juana Inés de la Cruz el de la catedral misma. Una mujer, se comentaba con escándalo. Una mujer a la que el cabildo hiciera el encargo. De esas cosas se enteraba Bernarda por su marido y por las amistades de éste. Algunos decían que era impensable que una monja mereciera tan elevado honor, como lo afirmaba su propio hermano en el cabildo. Otros, en cambio, sabían que Núñez de Miranda, que los antiguos virreyes, que el gobernador Velásquez de la Cadena y su hermano Diego, y que el propio fray Payo la tenían en muy alta estima, si no cómo cometer aquel desliz de ofrecer a una dama, no importa cuán religiosa fuese, tan alta encomienda.
—En el convento reciben donadas —se acordó de pronto pensando en que los astros debían haber pactado esa intromisión del tiempo antiguo en la vida nueva de Bernarda—. Juana Inés nos dará la solución. Mi marido y yo podríamos pagar para que entraras allí; no para que te vuelvas monja, que nunca se ha visto una negra monja, pero para que te den trabajo, casa, comida, fe.
Virgilia hizo un gesto de desagrado; no pensaba que fuera la mejor solución, pero no usaría su lealtad para chantajear. Eso Bernarda lo sabía, sólo que su presencia misma bajo el mismo techo la incomodaba. Si la podía proteger era de esa manera, así se aseguraba que encerrada en el convento estuviera lejos.
Cuando la negra bajó por la escalera escoltada por Rosario, Bernarda miró aliviada la figura larga de la negra alejarse con los recuerdos negros de las horas en que su cuerpo no le perteneció y del pedazo de carne muerta guardado como prueba de su pecado y su falta. Eran peligrosos. Tendría que hablar con Juana Inés, pedir su gentileza, amén de felicitarla porque aquellos años de estudio, de encierro y latinajos, de elevadas conversaciones con los señores —que tanto aburrían a Bernarda— parecían rendir frutos. No podía evitar sentir orgullo por el honor y el reconocimiento que significaba la encomienda del arco a Juana Inés. Saber que los pasos de Juana Inés habían sido acertados, como los de ella, a pesar de los tropiezos, le produjo un regocijo cómplice que se llevó la sombra del pasado que Virgilia había traído. Le escribiría a sor Juana, pediría su apoyo y luego hablaría con su marido. O tal vez no fuera necesario, preguntaría él por qué no la empleaba en casa, siempre hacía falta alguien de confianza y quién mejor que esta mujer que había servido a la virreina. No, emplearía su propio dinero para ingresarla al convento. Pediría a su marido que comprara algunos libros de excepción para su monja amiga pues pensaba felicitarla por el encargo. Así, con Virgilia en San Jerónimo y con la anuencia de Juana Inés, el secreto estaría resguardado.
¡Qué mes había sido aquel de noviembre! Juana Inés metida en sus libros y la madre superiora fingiendo que la monja no faltaba a los rezos de la tercia y la sexta. Juana Inés había encargado a Juana de San José la custodia de la celda. No quería interrupciones, ni de su propia sobrina que vivía también en el convento ni de sus medias hermanas. Mucho menos de su vecina de celda que quería mirar lo que escribía para robarle las palabras, como había hecho con aquel poema inacabado. Pero ella no era avara con su obra. Habría más. Juana de San José ya estaba avisada; si venía sor Cecilia debía proveerla de dulces de leche, de los que recién había recibido desde Puebla por los villancicos que mandó. Había que tenerla contenta porque su padre ingresaba una fuerte cantidad al convento, no fuera a alborotar a la priora y que no le quedara más remedio a la madre que hacer participar a Juana Inés de la rutina del convento como si fuese cualquiera. Como si no le hubiese encomendado el cabildo tan alta tarea. A Juana le parecía que ella también había recibido la encomienda porque no nada más le tocaba cuidarle las espaldas a su ama, traerle de comer si es que iba a permanecer con la cara hundida entre las páginas, con la plumilla goteando del tintero al papel, sino que tenía que darse vueltas a la catedral para observar la construcción del arco. Se había defendido alegando que ella no sabía nada de aquello, pero la madre Juana Inés le insistió que bastaba comparar el dibujo que ella llevaba en la mano con los detalles agrandados. Y que cuando empezasen con las inscripciones la tuviera al tanto pues no fueran a cometer faltas garrafales, que eso no iba a estar a la altura de los señores virreyes.
La madre superiora estaba al tanto de las salidas de la negra y aprobaba todo cuanto fuera en beneficio de la relación que el convento sembraría con los nuevos virreyes. Ya fray Payo y los marqueses de Mancera habían sido esmerados en su trato, y siempre y cuando se permitiesen las charlas en el locutorio con la monja y otros invitados ilustres, ellos consagrarían una renta para el funcionamiento del convento. Eso le explicó Juana Inés a la chica que estaba asombrada de que de pronto se abrieran las puertas para que ella saliera a la plaza como si estuviera acostumbrada a la vida de calle. ¡Ah!, qué mes dichoso. Le hubiera gustado que se prolongara aún más, como sucedió, aunque de haber podido escoger algo en su vida habría preferido que fuera de otra manera. Podía decir que al salir de la puerta del convento y echar a andar por la calle de San Jerónimo la sensación era la misma que cuando tomaba la vereda del bosque atrás de la hacienda. Caminar era tenerse a sí misma, y en aquello no había reparado. Ni siquiera cuando llegó otra negra al convento por recomendación de la madre Juana y estuvo un rato en la lavandería, y cuando ella le preguntó un día, por sentirla igual en condición de piel, por qué no tenía amos, ella contestó que le habían dado libertad y no supo qué hacer con eso. Se le quedaron guardadas las palabras que la habían inquietado. De ser libre ella caminaría por todos lados, dormiría en cualquier rincón, comería lo que los otros tiraran. Se escondería en el fondo de una canoa y navegaría de regreso a su casa para poder ver los atardeceres pardos de la montaña y sentir los brazos tibios de su madre. Aunque desde aquellas salidas la montaña o el recuerdo que aún tenía de ella se iba borrando de tanto ajetreo y edificio bonito. Sobre todo cuando cruzaba la plaza e intentaba desde los puestos y cajones contemplar el progreso de la construcción del arco con el que recibirían a los virreyes. Al principio le había impresionado que en una tinaja se preparara una masa de líquido y trapos, con la que vestían un esqueleto de madera. Pensaba en un arco como algo sólido, como el convento, como la catedral que seguía sin terminarse, como los arcos en los portales de la plaza, pero éste se alzaba hacia lo alto sin peso, como si los constructores hicieran una tarea fácil. Todos los días del mes se paró frente al arco, protegida con la sombrilla que atajaba el sol de otoño y observó. Hubo alguno que habló como indio y ella no entendió, pero hubo un negro como ella que se le quedó mirando. Ella se paraba menuda y correcta, y estaba una hora de pie, sin moverse, como un soldado, porque Juana Inés le había enseñado los planos con las ocho pinturas que iban contando una historia y debían tener un orden y ella era responsable de entender aquello. Menos mal que eran dibujos y no letras. Los demás, asombrados al principio, parecían desconcertarse con la vigilancia de la muchacha vestida de colores tristes, no con los colores que usaban las negras.