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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (23 page)

BOOK: Yo, la peor
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¿Sor Filotea quería que escribiera cosas inocuas, que aspirara a la belleza sin pisar sus talones regordetes, sus pantorrillas viriles? Los otros dos lobos se mantuvieron con su pinta de lobos, pero Fernández de Santa Cruz quiso ser astuto, juguetón, cómplice, comadre y volverse monja mientras me sermoneaba, mientras, según él, me colocaba en el redil. Este lobo se puso la piel de oveja para ocultarse tras un nombre y un oficio, sor Filotea, y así hermanándose conmigo poderme mirar a los ojos. De igual, de tú a tú. Pero debajo de la piel nubosa del borrego estaba él. Me traicionó al hacer la carta pública. Reprendiéndome a ojos de todos para que no tuviera más remedio que retomar la escritura pensando como ellos quieren y dictan que debo hacerlo.
Hombres necios
y el más necio de todos, el que desde su investidura de obispo se hace pasar por hembra, por demás monja, y fingiendo que me habla al oído lo hace a voces. El más cercano a mi persona por cercano escoge tal vez convertirse en hermana mientras toma la pluma y me dirige una carta. Pero sor Filotea ha tenido su respuesta, y yo la oportunidad de reflexionar en tinta sobre mi persona. Yo no pienso esconderme en calzas de hombre, bajo barbas y bigotes para que el mundo de las palabras sea mío. Acorralada por el más traicionero de los lobos, has ideado la feliz propuesta que estamos a punto de terminar. Conocedora de los abismos y placeres de mi alma, de mi sed de genio e ingenio has acertado proponiendo los enigmas y buscando sus respuestas al otro lado del Atlántico. Quisiera que el Faro de Alejandría me permitiera ver en sus espejos reflejado tu rostro, tu persona mientras lees esta carta que habrás de recibir en breve. Solazarme en la serenidad y hermosura de tu semblante que estoy segura, a tus cuarenta y seis años, retiene su hermosura.

En el convento algunas monjas han enfermado y no hemos recibido visita de los doctores. Parece que temen al mal, que ha hecho caer a algunas monjas. Me encomiendo a Dios para poder darles ayuda y para seguir recibiendo las buenas nuevas de tu inteligente empresa, que es lo único que me da aliento para seguir fingiendo un silencio que no existe.

La fatiga me obliga a dejar la pluma y no quiero aún ponerle punto final, me duele no tenerte cerca.

A tus pies, la más agradecida

Juana Inés de la Cruz

La gula de sor Cecilia

Juana Inés había llegado después al convento de San Jerónimo. No como sor Cecilia, que desde los quince años asistía a la enseñanza con las jerónimas. Sor Juana no había tenido que adiestrarse como ella en las lecciones de aritmética ni en las de poesía ni en las labores del encaje y el bordado, mucho menos en las de notación musical y en el coro; y sin embargo estaba en todo y mejor que todas. ¿Por qué ella, Cecilia Fernández Isáureri, hija de Diego Fernández Landa y Dolores Isáureri de Ceballos, la una española, el padre criollo, tenía que soportar sus malos modos cuando irrumpía en su celda para consultarle un pasaje de la obra de teatro que escribía? Al principio la abadesa la presentó con gran pompa porque el padre Núñez de Miranda le había hablado de sus dones; por eso dijo a todas las novicias que sangre nueva cargada de devoción y talento se incorporaba al convento. A sor Cecilia aquello le había caído como balde de agua fría. Que no se creyera la novicia nueva que era la única dotada para ello. Antes de su llegada las obras que se escenificaban en los festejos de las vísperas de Navidad eran las de sor Cecilia o las de sor Tomasa. Y si al principio entraba con toda espontaneidad a esa celda, que para colmo de su mala suerte era la contigua, ahora lo hacía por molestar. Para que sor Juana levantara la vista del libro grueso en el que estaba absorta sobre su mesa de trabajo y con la mirada preguntara y ahuyentara a la vez. Cecilia sólo conocía una mirada semejante. La de su madre. Y había sido por pura curiosidad, porque los ruidos que salían de la alacena de casa aquella noche en que hambrienta había bajado por un poco de atole que reposaba en el fogón, llamaron su atención y se acercó a la puerta y le parecieron más brutales e intrigantes, como de gatos encerrados. Entornó la puerta dispuesta a ver saltar al minino, pero en la penumbra de aquel aroma a aceituna en salmuera que emanaba de los toneles de la entrada sólo pescó esos ojos pardos y sentenciadores asomados sobre un trozo de espalda. Se deslizó en silencio a su habitación, fustigada por la mirada de su madre que se repitió idéntica y sentenciosa a la hora del almuerzo el día siguiente.

Pero sor Juana no iba a ganarse el silencio que su madre impuso. Cecilia avanzó hacia su mesa.

—Hermana, necesito que revise esta loa.

Sor Juana la miró en brumosa actitud, crispada por la impertinencia de sor Cecilia. Recién llegó le había dicho que le gustaba su nombre de patrona de los músicos. Y había resultado hasta graciosa en la hora de la comida y de la cena. Y ella se había sentido halagada con la posibilidad de que alguien que viniera de fuera le trajera noticias del mundo para que quedaran en las obras que ya se repetían en sus enredos y personajes. Quería saber más de la corte, cómo era la virreina, qué ocurría en las tertulias, si era verdad que las chicas solteras se volvían las queridas de los caballeros asiduos. Que Juana Inés le contara si alguna de esas cortesanas era gorda. Cecilia lo era desde pequeña y no podía evitar aludir a la gordura de las mujeres como síntoma de bienestar y salud, como delicioso encanto para algunos hombres. Si sor Juana le confirmaba que las carnes abundantes se paseaban por los salones de Palacio, lo iba a añadir a la obra. O, mejor aún, que le contara del Teatro Coliseo, de alguna gorda hermosa, actriz, musa, que ella no conocía pero que la hermana Juana Inés sí. Fue mucha su curiosidad pero esperó a que Juana Inés se instalara en celda propia, porque no sólo Pedro Velásquez de la Cadena había pagado su dote, sino que el capitán Juan Sentís, amigo de su padre, que por eso ella estaba enterada, había dispuesto dinero para que la novicia Ramírez, bastarda y pobre, tuviera una celda con libros. En cambio Cecilia, hija de un rico mercader y de una española con propiedades, tenía que aguantar la displicencia de la nueva. Lo intentó varias veces y de muchas maneras pero la amabilidad inicial de la monja se transformó en hosquedad. ¿Cómo se atrevía una bastarda a tratarla así?

Sin amedrentarse por los desplantes que ya conocía, aquella mañana sor Cecilia estaba decidida a violentarla con su interrupción. Llevaba en la mano el manuscrito de la obra para que las colegialas comenzaran a ensayar, y eludiendo la mirada de la monja se acercó. Tanto, que sor Juana tuvo que cerrar el libro en que tan bien estaba dispuesta y preguntar un "Diga, hermana", frío y resignado. Cecilia tuvo oportunidad de leer el título de aquel libro que tan fascinada la tenía.

—¿Diga usted? —repitió Juana Inés, sin duda molesta.

—Atanasio Kircher,
Iter exstaticum
—deletreó lentamente la hermana. Su afán de molestar había mudado por el asombro. El dinero de la familia no le había permitido a Cecilia el acceso a libros imposibles. Apenas sabía un poco de latín.

—¿De qué trata, hermana?

—Del universo —contestó esquiva Juana Inés—. Pero no creo que eso sea para lo que me has interrumpido.

—Quisiera ayuda con la loa que debo escribir para la obra de las colegialas.

—Dámela y yo la revisaré después.

Atraídas por las voces que salían de la celda de Juana Inés, algunas hermanas se asomaron. No solían hacerlo; les imponía la colección de libros que tapizaban las paredes. Les sorprendía que alguien pudiese pasar tanto rato en la aburrida tarea de leer. Cecilia quiso aprovechar esas miradas para encender su envidia.

—Déjennos en paz, estamos trabajando.

No hubiera dicho eso sor Cecilia, que no tenía el mismo respeto discreto de las hermanas, porque se rieron y entraron a empujones. Cecilia aprovechó para sermonearlas sobre lo prohibido de la risa. No se puede uno reír en el convento; pero las hermanas más se reían. Algunas apenas eran novicias que no habían tomado el velo. Regordeta y torpe, Cecilia descendió a la parte baja de la celda y las echó del lugar. Entonces se disculpó ante la mirada de Juana Inés y se retiró. Volvería después. Salió de la celda echando lumbre, furiosa por haber sido incapaz de sostener su deseo de violentar a la madre y por haber acabado con una disculpa. Lo mismo que con su madre, la culpable era ella por haberla visto, no la madre por incumplir su deber de esposa. A los doce años era difícil descifrar lo que sucedía exactamente; tardó en reconocer la espalda del que estaba con ella en la penumbra. Fue en el matrimonio de su prima Eulalia unos meses después, mientras estaba hincada en la banca de la iglesia que contempló la espalda ancha de su tío al lado de su mujer. Fue el tamaño de los cuerpos lo que le dio la pauta, una proporción hombre-mujer. Pero aún no estaba claro. Cuando acabó la misa y ella buscó el rostro de su tío, que depositó su mirada en ella, lo supo. El se sabía reconocido. El hermano de su padre había estado en la alacena con su madre. ¿Fue la única vez? ¿Desde cuándo? ¿Por qué engañaban a su padre los dos? Por eso su madre no había tenido empacho en secundar la idea de su marido.

—Que se vaya al convento, necesitamos una monja en la familia, alguien que nos compre el cielo, ya que ningún varón quiso ser obispo.

—Faltaba menos, Diego —secundó Dolores con tal de ahuyentar esos ojos que le sabían la verdad.

La madre no pensó en que una vez tomados los hábitos Cecilia se confesaría cada viernes con la cara en el piso y diría en voz alta sus pecados. Que una y otra vez tendría que repetir que odiaba a su madre y que soñaba con matarla. Y que sus penitencias serían infinitas y los encierros varios. Tampoco sospechaba que habría un confesor curioso que saldría de la capilla de San Jerónimo con el secreto atravesado en el pecho. Diego Fernández de Landa era un cornudo y su mujer una adúltera. Pero el confesor quiso ser cauto, muy cauto, lo suficiente para que meses después, como supo la propia Cecilia, por la carta de su padre, su madre fuera encerrada en el Hospicio de la Misericordia. Sólo Cecilia sospechó lo que entremedias ocurrió: el confesor había dicho a su madre Dolores que guardaba un terrible secreto que atormentaba a su hija y que procuraría por el bien de su alma si le proporcionaba el suficiente dinero para dedicarle rezos especiales, fervientes súplicas al Señor para que la salvara de la debilidad de la carne. Pero Dolores no era mujer que se amedrentara; si con una mirada había silenciado a su hija, aunque no para siempre, bien podría desmentir aquello con su marido y no pensaba arrepentirse frente al confesor. Para su desgracia fue el tío quien habló primero, asediado por su hermano que poseía la información que el cura le había hecho llegar en una carta anónima. Todo esto lo contaba el padre en la carta que había recibido Cecilia, donde explicaba los hechos que la sorprenderían en el convento cuando supiera que el confesor había sido sustituido por otro, porque él, Diego Fernández de Landa, no iba a ser engañado por partida doble. Cuando rastreó el origen de los anónimos descubrió al confesor y comprendió quién sabía la verdad. Si le escribía ahora era para reparar el daño que le habían hecho los tres: su madre, él mismo y su propio hermano, y para que abogara por el alma de su infiel Dolores que estaba recluida en la casa de recogimiento; y por su hermano al que su mujer, sus hijas y él mismo, así como el resto de los hijos, le habían retirado el habla. Que pidiera por ellos y por él, que a su vez había procurado estos castigos con sus más queridos cuando esos menesteres corresponden a la ley divina.

—Que se arrepientan los pecadores, hija mía; sálvanos a todos y lava tu dolor en el matrimonio con nuestro señor Jesucristo. Amén.

Y Cecilia no volvió a saber nada de su familia por mucho tiempo. Contaba con la renta mensual que su padre había dispuesto desde siempre y con sus rezos para salvarlos a todos. Pero no tenía por qué saber nada de eso Juana Inés; ella no quería lástimas, nada de lástimas. Tampoco nada de confesiones, ni con los obispos ni con las hermanas. Quería sus secretos para ella, para pasárselos con los alfajores que extraía de la cocina y escondía en su cuarto, con los tarros de cajeta que pedía a las clarisas.

Salió de la celda de Juana Inés repasando el nombre de aquel autor, Kircher, intrigada por la mente de esa joven apenas un poco mayor que ella que se hundía en mundos de palabras que la alejaban de la procacidad cotidiana. Tenía ganas de morder una palanqueta. No era la hora de la merienda aún. Ya tocaban a la sexta; sobornaría a la cocinera en turno para que le diera palanqueta de la empaquetada para el arzobispo. Cualquiera sucumbía por unas cuentas de granate. Y a ella le sobraban alhajas; regalos de su madre en la ceremonia del velo.

Lejos de Palacio

A pesar de estar en una casa con muchas habitaciones, Leonor extrañaba el Palacio. A Dios gracias, se había acabado ese constante fluir de personas por los patios y las escaleras a todas horas, pues las puertas nunca se cerraban; pero con ello la vista perenne de la plaza se había esfumado. Con ello, los cantos de las cofradías que desfilaban a menudo, con ello los pregones de los vendedores, con ello el ir y venir de carretas y pasos de indios y damas, y criadas y negras y frailes. Las campanas mismas de la catedral ya no tañían en su almohada —que era así como lo sentía cada mañana— y se alegraba porque el rey de España y Dios estaban con ella, y su marido también. No importa que dudara a veces de su fidelidad; era un hombre astuto para gobernar al reino y a ella. Lo hacía con discreción, alabando su inteligencia y sus reflexiones alrededor de las lecturas que compartían, y pidiendo con cierta dulzura mimos para él, atenciones para los invitados; los del cabildo eclesiástico principalmente. Relaciones así los tenían viviendo bajo el techo del conde de Sánchez mientras la Nueva España había encontrado un efímero virrey, el duque de Vergara, que murió a menos de un mes de tomar el gobierno que ahora estaba descabezado, en espera de nuevas decisiones. A escasos meses de haber dejado Palacio, aquello la tenía aún descolocada. Tal vez debieron haberse ido de inmediato, pero la hija se esposaría en esa ciudad y había que hacer preparativos de boda y de partida. Y la verdad aún no estaba lista para dejarlo todo de golpe. Sí, aquella vista desde el balcón que llamaban de la virreina y que ahora no tenía dueña, le daba poder. La ciudad se veía desde las alturas. Qué triste se ponía su corazón al despertar por las mañanas, cuando Virgilia —de todas las mujeres a su servicio había preferido la diligencia y la personalidad de esta negra— le traía el chocolate caliente a la cama y le abría las contraventanas para que la luz de la calle entrara con sus ruidos. Por algo los cargos estaban hechos para ocuparse tres años; a los seis la virreina se había adueñado del cuerpo de Leonor, hija de embajador, española y alemana, mujer de la corte de Mariana de Austria. Y ahora que había vuelto a ser marquesa, si no fuera por las visitas que hacía al convento de San Jerónimo, un hoyo profundo la hubiera tragado.

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