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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (20 page)

BOOK: Yo, la peor
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—¿Te gusta tu pelo rubio y rizado? —le preguntó mientras la miraba por el espejo.

—Sí, el tuyo oscuro y lacio también me gusta.

—Lo mismo dijo Cristóbal.

Bernarda sonrió triunfal, sin conocer aún la noticia que la esperaba.

Quiso preguntarle qué había pasado pero Juana Inés soltó la noticia brusca.

—Me voy al convento —contestó con una voz que parecía la del padre Núñez, distante y razonable.

—Pero si Cristóbal te mira con deleite.

La emoción se había esfumado.

Allí, tumbada en el petate de una casa ajena, le volvió la desolación de Juana Inés en aquellos papeles y la misteriosa fuerza de lo ocurrido. No comprendía la renuncia. La de ella, la de Bernarda, era inevitable.

Teodora acercó su rostro ajado y moreno a la palidez temerosa de la chica y trazó figuras en el aire con un par de plumas verdes brillantes antes de que Bernarda se quedara dormida.

Una carta en el regazo

Leonor Carreto tenía la tez sonrosada y los ojos vibrantes. De haber entrado el marqués de Mancera, su marido, mientras ella insertaba los zarcillos en el minúsculo agujero de sus orejas, sin ser visto, si se hubiera quedado en el dintel de la puerta atisbando su nuca salpicada de pelillos rubios, su cuello muy erguido, pero sobre todo esa ansia de acabar el arreglo y esa mirada satisfecha frente al espejo, seguramente habría sentido esa cálida ternura, ese deseo manifiesto que lo asaltó en la corte de Marina de Austria recién la descubrió. De pronto era una chiquilla a punto de recibir una sorpresa. Silveria le acercó los zapatos y se hincó a su lado para calzarle los pies enfundados en medias de seda color marfil. Ordenó que no la molestaran hasta que diera la hora. Coincidiría con el repiqueteo de las campanas en catedral, pero ella no iría a misa y no necesitaba el carruaje; que estuvieran listos dos capellanes y dos damas de compañía, y que no olvidaran la sombrilla porque el sol de invierno teñía con furia las pieles y ella no quería perder el nacarado de su herencia germana. No que no le gustaran las pieles oscuras, se disculpó con Silveria; no que no le encantara la piel bruñida de su marido, con tintes moros, pero era verdad que tenía preferencia por las más claras, como la de su hija, como la de Bernarda, como la de tantas muchachas y damas de su corte. Pero que no supiera el padre Núñez que pensaba que Dios debía tener ese color, porque le diría que pecaba de vanidad, que pensar que Dios era nuestro espejo era una herejía. No había que ponerle un rostro preciso, porque su grandeza y su misterio no permitían definirlo. Cualquier semejanza con nuestro padre, nuestro marido, nuestro hijo, lo hacía imperfecto, indigno de amarnos de la manera en que lo hacía. Se santiguó.

—Que todo esté listo en la habitación de costumbre. Y quiero nardos en la mesilla. Y tinta y papel en la escribanía. Ahora déjame un rato, querida, que son muchos tus quehaceres.

Hubiera querido ser pintada por el pintor en ese momento, que retuvieran su faz porque la noticia la había hermoseado. No quería el retrato soso y tieso de todos los gobernantes. Así, mirada a través del espejo, porque su alegría no se podía expresar frontalmente, causaría los celos de las otras chicas, la animadversión de su hija, las suspicacias de la servidumbre, la ofensa del padre Núñez. Sólo su marido podría entender aquel jolgorio interno, porque él también se regodeaba en la poesía y en la palabra, y cuando supiera que Juana Inés volvía a Palacio, tal vez cumpliera con lo prometido: serían testigos de los exámenes de bachillería en la universidad. Tras la celosía y sin ser vistas por el académico, escucharían las preguntas y las respuestas de los entendidos: para deleite de su intelecto y para saciar su curiosidad del imposible.

Pero Antonio había ido al Coliseo a arreglar querellas de administración, pues el teatro peligraba y necesitaba dinero que la taquilla no era suficiente para que vivieran los actores y tal vez iría con su muy discreta manera en regodearse con una actriz.

Conocía las debilidades de los hombres, y de su hombre en particular conocía sus apetitos, y aunque ella siempre estaba dispuesta a cumplir con sus retozos, se sabía que a ningún hombre le bastaba con servirse de un mismo platillo. Y más valía un dócil saciado que atendiera sus tribulaciones, los menesteres y caprichos de sus antojos. Pero todo aquello era sospecha del mundo afuera del Palacio y no iba a ensombrecer su belleza de rosa fresca, cuando todo podía ser indigestiones de su mente. Ella, por lo pronto, atendía las buenas nuevas de lo que venía. Trasladó el papel y el tintero a la mesilla frente al espejo, como si quisiera mirarse de cuando en cuando; le agradaba su semblante porque el nubarrón de esos tres meses se había marchado movido por una de esas cartas en su regazo. A su excelencia, la marquesa de Mancera, virreina de la Nueva España, se le informaba con pesar, sin poder comprender aún las razones de la tal decisión, y ofrecían una disculpa por dirigirse a ella y no a los familiares directos de la profesante, pero ella así lo había indicado, que no era la voluntad de Juana Inés Ramírez de Asbaje permanecer bajo la orden de las carmelitas. Su semblante era tan taciturno, su color tan opaco, su voz tan disminuida, que sólo salir de allí parecía ser la única solución, aunque se alejase del privilegio de consagrarse a Dios como su esposo altísimo, aunque se le hubiera concedido ese privilegio por las altas recomendaciones del padre Antonio Núñez, cuestión que la criatura no parecía apreciar lo suficiente. Había pedido que se le concediera la venia de regresar a Palacio, a su lado, remarcó la superiora. Con todo respeto, deseaba que quedara claro, que la orden no hizo más que conminarla a llevar la conducta y las actividades propias de las novicias y que nunca se le exigió más que a las demás. Sabiendo que la orden de las carmelitas, por mérito de Dios, era la más discreta, la más austera, la más lejana a las prácticas mundanas que conllevaban otras órdenes asentadas en la ciudad de México; tal vez eran características que contrastaban con la libertad para que la chica se dedicara a los estudios. Aquí eso no le había sido concedido. Lamentaba su decisión y esperaba las indicaciones de su majestad, para que alguien acudiese por la joven.

Cuando recibió la carta de la madre superiora aquella mañana había pasado del júbilo a la ira. Sospechó la desesperación de la chica, las condiciones en las que había vivido para que tres meses después de una decisión tan poderosa suplicara que la liberaran de ello y la colocaran en el mundo; no en cualquier mundo: en el de Leonor Carreto, en el Palacio. Pobrecilla criatura, hecha de sed de saber, imposible de acallar. Aún recordaba algunos versos del soneto fúnebre que había escrito en honor de Felipe IV, mismo que habían hecho llegar con sus exequias a la corte española. "Y así subiendo al bien que el Cielo encierra / que en la tierra no cabes has probado, / pero aun tu cuerpo dejas porque es tierra..." El soneto había recibido los elogios de ella y los miramientos de su marido; los allegados a Felipe IV ignoraban que era la pluma de una joven de dieciocho años la que tan bien disponía las rimas y la métrica, los cuartetos y los tercetos para el remate. Era un oído y una disposición de la lógica y las palabras excepcionales. Al otro lado del mar, como tras los muros de las carmelitas, no se reconocía su talento, aún joven, aún salvaje. Leonor hundió el manguillo en la tinta y redactó la invitación a Cristóbal Pocilio. Quería asegurarse de que en los próximos días no faltase al festejo que se haría en honor de la señorita vuelta a casa. Y quería asegurarse de que con su firma el caballero entendiera que era apreciado por la virreina y que lo consideraba como especialmente interesante para el porvenir de la muchacha. Leonor Carreto tenía que asegurarse de que Juana Inés encontrase la vida que seguía después de Palacio. Si estuviera en sus manos, la hubiera llevado a España cuando acabara el gobierno en estas tierras, pero quién sabe si esta chica hecha de volcanes y habla dulce, de castellano macerado en nanches, entre flores de cempasúchil y copal, cuidada por indias y negras, arrullada con cantos andaluces, bautizada bajo el manto blanquecino de las nieves sempiternas de los dos mazos que dividían el Valle de México y el Valle de Chalco, pudiera abrevar de la misma manera de una tierra de dureza milenaria, de mesetas secas y grandezas donde se precisaba mucha pericia y dinero para escalar hacia lo alto.

Sonaron las campanas y Leonor ensobretó de prisa aquella invitación personal. No serían muchos los incluidos en el festejo. El padre Núñez no debía enterarse; la reprendería porque había que estar de luto por el comportamiento de esta muchacha que arrojaba sus intermediaciones a un canal, que se deshacía de un camino de perfección. ¿Que la niña no sabía que se necesitaba de una dote para entrar al convento, y que en las carmelitas habían dispensado el pago? A él no lo invitaría. Tampoco al arzobispo, que sería una conciencia explosiva como un nubarrón. No, ésta era una fiesta suya para Juana Inés y la haría a su manera. Con los músicos de la corte para que si de bailar se trataba hubiese las condiciones. Lo que más quería era escuchar y ver los gestos de Juana Inés cuando hablaba y hacía reír y sorprendía a los que la rodeaban. Ésa era su luz y su motivo de alegría.

Dejó sobre la mesilla la carta del convento, y la otra, en sobre cerrado, que enviaba desde Apan la viuda Refugio Salazar, la llevó a la habitación de Juana Inés y la colocó en la mesilla, al lado de los nardos esbeltos y aromosos.

Curado de avena

Hacía varias semanas que Juan Mata llegaba a cenar con su familia. También hacía ya días que María se arreglaba por las tardes para esperarlo. Los zarcillos en las orejas, el vestido ceñido al talle, un poco de perfume tras las orejas y discretos polvos en las mejillas. Cuando los críos desaparecían a sus cuartos o los jóvenes salían a la calle, María y Juan se sentaban frente al hogar, y mientras ella movía las manos sobre la almohadilla de encaje, él fumaba un puro y permanecía en silencio. De cuando en cuando María levantaba la vista para escudriñarle los pensamientos. Sabía que no eran asuntos de las importaciones de vino lo que lo tenía en casa, tampoco el pulque que se expendía a los indios y que algunos criollos también gustaban. "Beben babas", solía vociferar. "Babas de plantas secas. Ignorantes." No sabía, bendito Dios, que ella daba tragos furtivos al jarro de pulque que Trini tenía en la cocina, con el pretexto de que era bueno para sus dolencias; pero la verdad era que le daba ánimos cuando andaba triste, cuando en las noches Juan llegaba tan tarde. María sonreía para sí.

—¿Supiste lo de Hermilo Cabrera? —preguntó de pronto, ahuyentando el peso del silencio melancólico.

Juan tardó en armar las palabras, parecía salir de un aposento prohibido; las recogió como ropa desperdigada, y ya compuesto se volvió hacia su mujer y respondió:

—El pulque es negocio de indios. Jugaba con fuego.

María no quiso compartir el fondo de su inquietud; pensaba en la maestra, y aunque había reprobado su amancebamiento con un mulato imaginaba su soledad en la hacienda lejana. Se curaría con pulque la desgracia. Quería saber quién era sospechoso de la muerte de Hermilo, aunque en realidad quería saber otra cosa que nadie le podía contar: por qué su marido ya no iba a Palacio.

—¿Sabes cómo fue? Seguramente se habla de ello en Palacio.

—Qué habría pasado, que alguien quería el negocio para sí, que el hombre estaba cargado de reales, que su bastardía ofendía a su familia materna. Todo es posible.

—Entonces todos son culpables —agregó María, consternada.

Juan volvió a su estado taciturno y María miró las lenguas de fuego que le bailaban en el iris. Las imaginó muslos de mujer y no comprendía por qué había cesado el baile que tantas noches retenía a su marido. "Negocios, mujer, negocios. Si no aceitamos la relación con los virreyes se nos caen los clientes", era siempre su razón para ausentarse. No podía dejar que se le cayeran los clientes: el Palacio, además de a expendios y familias principales, regalaba también diez cajas, año con año, para el cumpleaños de su excelencia. Al arzobispo le vendía vino y procuraba que los obispados acudieran con él para sus provisiones. Con algunos conventos pactaba la compra de vino para que pudieran atender las visitas reales y de los altos eclesiásticos. Y todo ello se arreglaba en las tertulias con los virreyes y los principales. Las razones de su estancia en Palacio tenían sustento; por eso, aunque María se alegraba de su presencia en casa, le preocupaba el devenir del negocio. Sabía que en Palacio no sólo le bailaban los muslos de alguna mujer, sino que se azuzaba el fuego para insistir en la prohibición de que se produjera vino en la Nueva España. Para ello era necesario alabar la tradición vinícola de España.

Esa noche María se había arreglado con más esmero, pues había notado que tras la cena y el sosiego en el fuego, su marido iniciaba toqueteos en la habitación. Algo olvidado en la cabeza de María, pero no en el cuerpo, que para su sorpresa respondía estremecido, temeroso y deseante. Comprendía su involuntaria victoria; su marido había vuelto a saciar su sed de cuerpo con ella, su legítima esposa. En eso no había pecado; al contrario, María sentía que permitiéndole delicadezas y brusquedades le otorgaba el perdón; que el perdón era total cuando forzaba su miembro en las humedades de su entrepierna. Y que los gemidos de María, doloridos y gozosos, eran la absolución total. Juan Mata había vuelto a ser suyo, a ser el hombre de su casa y de su cuerpo, y ello la había dulcificado. Por eso no se alarmó cuando se escuchó la aldaba de casa; pensó si no serían los muchachos vueltos de la taberna. Juan pareció salir de su ensimismamiento y torció el cuello intentando descifrar el zaguán de casa a donde ya se dirigía el caballerango.

Los minutos se hicieron duros y el crujir de la leña estruendoso. El caballerango pidió al señor que saliera y María sintió el látigo del miedo. Al rato volvió Juan, la cara recompuesta; María adivinó la mentira tras sus palabras.

—Se ha puesto enferma Juana Inés, me llaman en Palacio.

María lo acorraló. La victoria no se le desvanecería tan rápido.

—Entonces debo acompañarte, es la hija de mi hermana.

—No, mujer, es muy tarde.

Lo vio enfundarse en la capa oscura y apearse al caballo.

Alcanzó a asomarse por la ventana y lo vio perderse en la oscuridad de la calle. Lo que fuera que lo había alejado ahora lo convocaba. Sintió rabia y se echó a andar por la calle. Los perros le ladraron, unos hombres la miraron. No era habitual ver a una mujer decente andando sola por la noche. Llegó a la Plaza Mayor y allí se detuvo, asombrada de sus propios pasos, del frío que le calaba en el cuerpo, de su desmesura y del grupo de borrachos. Miró a Palacio, intentando descifrar cuál era la ventana donde su marido se perdía en un cuerpo joven. Tocaría a la puerta, pediría por su sobrina, diría que sabía que estaba enferma. Pero se quedó quieta mirando a las ventanas que disimulaban la traición de Juan. No mostraría su indignidad. Si había vuelto Juan una vez, ya lo haría de nuevo; esas muchachas eran siempre amores pasajeros. Todas en Palacio se casaban. Si allí había ido a dar Juana Inés era para encontrar marido que le diera honra y protección; si Juan Mata perdía el tiempo con alguien sólo era eso. Ella siempre sería la tierra firme, un lugar donde volver y estaba dispuesta —pensó al darse media vuelta y caminar a casa— a perdonarlo como lo había hecho cuando se volcaba íntegro, santo, olvidado de sí mismo y lacio en su recinto de mujer. Ella era el templo y ya se encargaría de redimirlo en las dulzuras de su sexo fiel.

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