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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (24 page)

BOOK: Yo, la peor
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En casa del conde de Sánchez había tocado tierra y sólo las conversaciones de Juana Inés prolongaban los placeres del espíritu. Esperaba con ansias el día de la semana en que ella y Antonio la encontraran en el locutorio, para que mientras ella se enteraba de las noticias del mundo, empezando por el destino de quienes habían sido damas de la virreina, como Bernarda que había casado y esperaba su primera criatura, y estaba rozagante y risueña —añadía la virreina—, o la boda de su hija que estaba próxima a ocurrir, ellos se llevaban noticias de lecturas recientes de la monja. No todo era miel sobre hojuelas con sor Juana. A Leonor le costó trabajo entender que Juana Inés escribiera alabanzas para otros; no comprendió aquellos sonetos escritos a la muerte del duque de Vergara. La encelaron terriblemente.

—¡Pero ni siquiera lo conociste, Juana Inés! —la increpó.

Le resultaba difícil añadir el
sor,
o el
hermana.
Para ella era casi una hija y aunque le costó tiempo acostumbrarse a verla con aquel hábito blanco, y el escapulario negro sobre el pecho, la cabeza cubierta donde ahora resaltaban las facciones que antes, en los arreglos de Palacio, se diluían, comenzaba a aceptar que Juana Inés, disimulada con el resto de las de su orden, homologada con sus hermanas, era una voz. Una inteligencia exhibida en palabras. Que las formas de su cuerpo y la coquetería de su rostro ya no deleitaban los ojos ajenos como lo hacían en Palacio. Alguna vez, cuando salieron después de ver la obra de teatro que Juana Inés había escrito y las hermanas representado, cuando merendaron aquellas gallinitas portuguesas y los antes de piñón y nuez tan propios del convento, y salieron ya tarde y cansados, la virreina preguntó a su marido si un hombre podría enamorarse de una monja. No se refería a un hombre de la iglesia, que de eso se sabía de sobra sucedía como ocurrió a sor Antonia de San José, condenada a pasar el resto de su vida en la celda del monasterio cuando se descubrió su embarazo y ella confesó los encuentros carnales con el fraile Velásquez. Se refería a un hombre como él.

—¿Estás pensando en Cristóbal? —adelantó Antonio Sebastián de Toledo.

Sí, Leonor pensaba en él, tan abrumado cuando supo que la chica insistía en el convento, que las carmelitas descalzas no habían sido suficiente lección, que volvía al encierro como elección de vida. Lo habló con ella descorazonado, antes de que Juana Inés tomara el velo, buscando en la virreina una complicidad, un hilo de esperanza. Había muchas chicas que no llegaban a profesar y preferían la compañía de un hombre a la de Cristo. Pero Leonor había sido tajante.

—Juana Inés no es para casarse más que con los libros.

Ella lo había entendido: aunque la chica escudara su vocación religiosa en los meses anteriores a la decisión de ingresar a San Jerónimo, estaba defendiendo sus horas de estudio, su tiempo con la palabra. Y Cristóbal debía saberlo. Él no le permitiría la libertad que el convento, paradójicamente, le prodigaba ahora. Comparaba la vida de Juana Inés con la de su hija, educada para comprender el latín, para leer a los poetas clásicos y a los recién publicados en España como Góngora y Quevedo, pero su vida giraba alrededor de su oficio de próxima esposa. Estaba pendiente de su arreglo, de las atenciones que debía tenerle al futuro marido, de los festejos a los que asistían, de las cofradías a las que ayudaban. Por eso preguntaba aquello a Antonio, porque era hombre y porque era inteligente.

—Tendría que ser capaz de exaltarse con la inteligencia. Tendría que privilegiar el oído a la vista —contestó Antonio después de un tramo del recorrido—. No sé si tanta pureza se lleve con el deseo. El hábito impone, Leonor.

—O provoca —contestó ella pensando en la manera en que Cristóbal podría mirarla. Sin duda, no con aquel candor ni con aquel arrebatado asombro. Tal vez el atuendo de la jerónima hiriera sus pupilas. Le gustaría saberlo, confirmar que la elocuencia de una mujer seduce más allá de su cuerpo, de sus facciones y del adorno del mismo. Juana Inés, con aquel rostro limpio, enmarcado por la toca, ponía a prueba a todas las mujeres. Su inteligencia brillaba por encima de cualquier otra cosa y en esa esfera estaba su poder. En el hogar hubiera sido imposible ejercerlo. Respiró aliviada, sobre todo al recordar cómo Cristóbal se había retraído en aquella contienda de saberes a que fue sometida Juana Inés; había sido una decisión sabia.

No habían salido de esa morada pasajera cuando Leonor cayó enferma. Resintió, más que la vista de la plaza perdida, la imposibilidad de pasear, de visitar a Juana Inés, a su hija. El encierro la sofocaba. No solía enfermarse pero una debilidad muy grande la tenía en cama. Virgilia rompió el tedio y la fatiga de esa mañana cuando entró en la habitación con una carta para ella. Primero se sorprendió de que la noticia de su mal hubiese llegado tan rápido a oídos de la reina Mariana y que ya mostrara su acostumbrada delicadeza con una misiva; pero era de Juana Inés. Hasta ahora lo epistolar no había sido modo de comunicarse; habían estado tan a la mano la una de la otra.

Y Leonor leyó. Y Leonor se volvió Laura. En aquellos sonetos escritos con perfección retórica, con rima y ritmos exactos, Juana Inés la había llamado Laura, y mientras ella se transmutaba en personaje, símbolo y mito, la cortesana, monja, hija postiza, se volvía poeta. Y para el bien de Laura ella, la poeta que le dirigía tan notables sonetos, se enfermaba. Pensó cuan egoísta había sido encelándose con aquellos poemas que le dedicó al duque de Vergara, que llegó en noviembre y murió el día de la Concepción, después de una semana de reinado. Entonces dudó de la sinceridad de sus palabras; pero ahora ante las que ella recibía rubricadas con la propia enfermedad de la monja estaba conmovida. Se sentía pecar de envidia, y dudaba si aquel monstruoso sentimiento había enfermado a Juana Inés.

Llamó a Virgilia con la campana de su habitación: necesitaba que buscaran al padre Antonio Núñez de Miranda. Seguía siendo su confesor y la muchacha temió lo peor.

—No se muera, señora.

Leonor le dijo que no pensaba hacerlo, pero que necesitaba los favores del padre, un vínculo seguro entre el convento y ella.

El velo negro

Refugio contempló el paso ceremonioso de Juana Inés conforme avanzaba por el pasillo. Notó los ojos de la joven posándose en los suyos por unos instantes; parecían confirmar su compañía en el camino de la vida. Parecían incluso intentar una explicación para la maestra, asombrada aún por la decisión irrevocable de tomar el velo, de dejar el noviciado para entrar al claustro. Observó el pelo negro de la chica y sus cejas finas y oscuras. Sería la última vez que pudiera contemplar aquella mata marrón anudada con flores y piedras que dramatizaba su despedida del mundo para matrimoniarse con Dios. Refugio intentaba recordar su propia ceremonia nupcial hacía muchos años, pero la doble viudez la asaltaba y en lugar de su legítimo esposo aparecía el más reciente, con quien se había amancebado y conocido un trozo de felicidad: Hermilo. Por eso se concentró en la ceremonia que la había traído de nuevo a la ciudad, a la que dio la espalda desde que encontraron el cuerpo inflado de su amado en la acequia. Por eso, ella misma se enclaustró en la rutina de sus clases de la escuela Amiga otra vez, y en la organización de las fiestas de la parroquia de San Miguel, en Amecameca. Ocuparse la había alejado de pensar; si no pensaba se olvidaba de ella misma, olvidada de ella misma el servicio a los demás la salvaba y la compensaba.

Escuchar la resonancia del órgano con el
Canticuscantorum
le avispaba el corazón entumecido y al acompañar a Juana Inés en sus decisiones de vida, inevitablemente pensaba en las propias. Seguían a la novicia su madre y su tía María, sus hermanas Josefa y María, austeras todas menos María Mata, que conocía el mundo sofisticado de la ciudad. Alrededor de Refugio damas y caballeros lucían galas y joyas, brocados, encajes y tafetas. Los marqueses de Mancera atestiguaban el momento. Podía contemplar la compostura de sus espaldas, el mantón de la virreina y la mantilla que le cubría la cabeza; la gola del virrey y el espesor de su nuca. El lujo contrastaba con la capa blanca y la estola sin adornos del padre Núñez. Lo miró disimulando su desprecio mientras el fraile asperjaba con agua bendita a la novia y a lo que parecía el hábito que estrenaría la monja, doblado sobre una bandeja de plata en la mesa contigua. Así como atizaba con el rocío divino a la joven y a su futura vestimenta, así había atizado la decisión de Juana Inés; de ello estaba segura Refugio pues, a pesar de los argumentos de la joven, la idea no la convencía del todo. Todos esos curas, ya lo había padecido en Apan, querían deshacerse de las mujeres solas. Así sueltas eran el demonio y la tentación. O vivían con hombre o más valía que sirvieran a Dios, que si no la lujuria andaba suelta. Cuántas veces había pedido el párroco de San Miguel a Refugio que considerara como viuda entrar a las casas de recogimiento, al convento. Cuando volvió a Amecameca, sola y abatida no había insistido. Así, cansada y sin hombre por segunda vez, no había razón para costear su alimento en la iglesia; que sirviera como maestra. Que su vida libre la dejara en manos de la instrucción. ¿Acaso ella, Refugio Salazar, era libre por no estar en el claustro? ¿Acaso se podía ser libre enclaustrada?

Esto era un desposorio, una ceremonia del amor al que se esclavizaría Juana Inés. Ella nunca había sido más libre con sus sentimientos que cuando fue de Hermilo; si ésa era la esclavitud, bienvenida. Pero Refugio no podía pensar en el amor, cuando lo que atestiguaba era la renuncia al mundo de una mujer dueña de las palabras, con ingenio y humor, de una sedienta de las noticias del orbe. Que no renuncie a su devoción por el saber, se dijo a sí misma, cerrando los ojos. Aunque sabía que su petición era egoísta, que pensando en la pasión de Juana Inés y en su deseo de mostrar al mundo sus capacidades intelectuales y su altura con los hombres que gobernaban todas las esferas de la vida, en realidad estaba deseando no perderse de las glorias de su antigua alumna. Seguirla escuchando, leyendo.

El séquito de monjas que apareció y rodeó a Juana Inés para desprenderla de las mujeres Ramírez de Santillana y de las Ramírez de Asbaje, la sacó de sus cavilaciones. Observó otra vez el pelo suelto como un río azabache. Posando los ojos en él, lo retenía en su memoria, como si la fuerza de sus ojos evocara las trenzas niñas de Juana aprendiendo el abecedario y la defendiera de su muerte. Los cirios encendidos de las jerónimas ocultaban la nitidez de la silueta de Juana Inés, que dejándose conducir por ellas a la parte baja del coro, y sin volver la vista al mundo que dejaba atrás, desapareció detrás de la celosía dejando su juventud mundana en el pasillo. Refugio sintió un latigazo en el corazón. Nunca había presenciado una ceremonia de toma del velo y no imaginaba que le tocaría atestiguar la de su más distinguida alumna y persona. Con el pasillo rebosante de flores, frente a aquel altar y entre las músicas que entonaban las voces femeninas sintió el vacío de la muerte. Sin Juana Inés, su interés por el mundo decaía. Quería seguirse deslumbrando con sus pasos, logros y hazañas. Necesitaba la sorpresa de su talento y de su habilidad para moverse en el mundo. Y debía comprender que ésta era una prueba más de su astucia para colocarse y conseguir lo que como mujer bastarda y pobre le era posible. Debía confiar en la sagacidad de la novicia, para no morir con la muerte que allí se escenificaba. Juana Inés, vestida de blanco, con el escapulario negro, con la toca apretando su frente y escondiendo las orejas, salía de aquel coro bajo mudada en la que sería para el resto de su vida.

A Refugio le hubiera gustado estar allá abajo tras la celosía que impedía saber a los concurrentes lo que sucedía y retener los últimos instantes de la Juana Inés cortesana y pueblerina, de la criolla inteligente y atenta al mundo, despojada con las monjas de su atavío de calle. Le hubiera gustado tirar del lazo en la cintura y coger aquella falda de raso gris para guardarla en su bargueño como vestigio del mundo que vieron los ojos de Juana. Incluso le hubiera gustado contemplar aquel cuerpo joven que se despedía de las miradas y las caricias y se cubría disimulando sus formas para no tentar a ningún hombre porque ella ya tenía el suyo y sería para él, virginal y pura, por
secula seculorum.
Pero no le era dado como súbdita del reino, como viuda y pecadora, estar en la intimidad de la mudanza de Juana Inés; no podría precisar el momento en que la abadesa le colocara las nuevas prendas que la monja sólo trocaría en los momentos del baño, la enfermedad y tal vez el sueño. Cuando emergió del coro bajo, la música se elevó y los concurrentes detuvieron sus respiraciones. Refugio podía distinguir en el silencio el asombro de la virreina que había querido encontrarle un marido digno y le había procurado las formas y el lenguaje de la corte, y el agradecimiento de las mujeres de la familia que la miraban sonrientes, piadosas, seguras de que alguien salvaría sus almas, que alguien les conseguiría su pedazo de cielo y que el nombre de la familia se elevaba por encima del destino de bastardas, huérfanas o pobres que les había tocado a las hijas de Isabel Ramírez. La propia María Mata, bien casada, sonrió complacida del buen curso de sus acciones desinteresadas cuando tomó a la niña en casa para criarla y luego la depositó en Palacio para dar una oportunidad a su destino. Uno de los más complacidos, sin duda, era el capitán Velásquez de la Cadena, que había dado la dote para que la joven fuera aceptada en el convento. Por eso tenía lugar preferencial junto a los virreyes y por eso se atrevió, cuando Juana Inés entró al coro bajo, a ofrecer su mano a Isabel Ramírez, para que como madre de la novicia lo acompañara al frente de aquella ceremonia.

Un cuarto de hora, no más, había durado aquella espera, donde las palabras del epitalamio sonaban repetidas, huecas al principio para llenarse de sentido poco a poco.

Ven del Líbano, esposamía... Sal de las peligradas madriguerasy de las peñascosas grutas de los Pardos.Amorosa vocación y nupcial convite del Esposoa su virginal Esposa.

Era la boda de Juana Inés a la que asistían, una boda de luto porque cuando la chica salió con aquel velo negro cubriéndole la cara, Refugio pensó en el duelo al que también asistía. Afuera de los muros del claustro quedaba sepultada la Juana Inés de los volcanes de Panoayan, de las tertulias en la biblioteca del abuelo, de los saraos de Palacio, de las lecciones del bachiller Oliva, de los bailes con Bernarda, de los anhelos universitarios. Y entre el arrobo de las caras dulcificadas y asombradas la monja, despojada de la gallardía con que había entrado al templo, se tiraba en el pasillo, a los pies del jesuita confesor, la cara al suelo, los brazos abiertos en cruz. Refugio se llevó las manos a la boca y contuvo un espasmo de dolor. Juana Inés moría.

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