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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (22 page)

BOOK: Yo, la peor
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Vuelvo a mi antiguo domicilio en Amecameca. Vuelvo de negro. Vuelvo viuda por segunda vez y sin propósito. Saber de ti me dará alegría, sor Juana.

La despedida

Bernarda se echó el manto de lana a los hombros y avanzó por el pasillo. Se sentía recuperada; de otro modo no lo hubiera hecho venir. No para meterlo a su cama, no después de lo sucedido. Llevaba el candelabro en la mano para evitar tropezar con los muebles, para no despertar a nadie. Se deslizó de prisa y con sigilo. Aún era de madrugada. Le pidió a Virgilia que le contara lo sucedido después de que el copal y aquellas hierbas de gusto amargo bebidas por la mañana hicieran su efecto, cuando se quedó tendida en el suelo, sobre el petate de la partera, con la voluntad confundida y el temor amainado. Sería la voz de la mujer... "Ven acá, negro espiritado, ve a sacar la criatura. Ven acá tú diosa Quato y tú diosa Caxoch." Y la mujer desdentada y enjuta, engrandecida allí de rodillas con aquel manojo que subía y bajaba entre los humos arremolinados en la habitación, que escondían el rostro oscuro de Virgilia aterida de miedo. Seguramente disimulaba el temor de ser castigada y miraba asombrada a Bernarda Linares con los rizos rubios desperdigados sobre el tejido de paja de esa cama pasajera donde dejaría el fruto de su vientre bendito. "Ave María Purísima", pensó Bernarda y quiso persignarse porque sintió la punzada del pecado o lo que ella llamó así por no saber qué era el metal curvado que entraba a su entraña; imaginó su cuerpo como la vasija que sostenía la bruja, y lo que en ella había adentro, como al niño que salía de ella. Un renacuajo sin ojos, se convenció. Y le dio miedo y tristeza pero las palabras de la vieja la calmaron porque eran desconocidas y repetitivas y su cabeza estaba pesada de olores: "Ven acá, tú que tienes los cabellos de humo y como la neblina, y tú mi madre, la de las naguas preciosas, y tú la mujer blanca. Acudid dioses del amor". Y sentía aquellas gotas con que la mujer la salpicaba, pues metía el manojo en algún líquido y éste caía fresco e incierto en su cara, sobre su cuerpo desnudo de los ropajes de Palacio, menos de aquella túnica de manta que le había ayudado a colocarse Virgilia después de que dobló su ropa sobre un baúl de madera y entregó la joya a la mujer. Bernarda había previsto que Virgilia debía cargarla por encontrarse turbada. El pasillo por donde desapareció Juan Mata y ahora volvía Bernarda era largo y el pelo de la muchacha estaba enredado por los juegos amorosos sobre la almohada de su cama de Palacio; el cuerpo le olía a hombre y el humo se había disipado porque le había dicho clarito que no se verían más, que su vida ya estaba sellada y que sólo su cuerpo podía ser de él esa noche; sólo su cuerpo, pues su corazón lo tenía el Príncipe de las Tinieblas, ayudado por las diosas Quato y Caxoch, que al quitarle al niño del cuerpo la bruja también le había quitado el mal de amores. Así lo había pedido Bernarda, aunque pagara doble y le diera el brazalete que no aceptó Virgilia, porque la partera no invocaba al de las tinieblas más que en momentos muy preciosos y especiales, porque ella quedaba toda cargada de semejante esfuerzo y su cuerpo enjuto se agrietaba más y no podía atender partos ni cuidar mujeres preñadas en los días que seguían, y debía comer atoles muy endulzados con el piloncillo. Todo eso le dijo para que supiera la razón del precio que no era abuso sino justicia. Virgilia le contó que cuando ella ya tenía la cabeza muy hundida en otro mundo, la partera llamó al Príncipe de los Encantos para que la hiciera olvidar los amores ilícitos diciendo: "Que hemos de echar fuera esta enfermedad de amores luego al punto", y que cuando incorporaron su espalda sosteniéndola porque estaba desguanzada y sus rodillas se juntaron a su pecho de entre sus piernas salió un líquido oscuro, y luego ella se quejó con un gemido como de cólico. Mientras la partera le mantenía las rodillas separadas y colocaba una jícara frente a Bernarda algo con más peso cayó sobre el líquido que se había recogido y la partera dijo: "Ya está", y Virgilia contestó: "Quiero verlo". Todo esto lo contaba Virgilia con precisión porque el sueño de Bernarda la llenaba de la posibilidad de ser minuciosa y exagerada. "Llévatelo, no se puede quedar aquí un pedazo de vida pedido a las diosas." Y le dio un tarro que lavó con un trapo para que pusiera aquel pedazo menudito de carne que le daba curiosidad a Virgilia y que Bernarda suplicó que tirara cuando ella le mostró la vasija muchas horas después, en Palacio.

—¿Y si lo necesitara para que el señor Juan viera lo que ha sufrido? ¿Para alejarlo o retenerlo?

Bernarda no tuvo entonces fuerzas para insistir en que se deshiciera de él; pidió que lo escondiera y que no se lo enseñara nunca. Y entonces empezaron los días de debilidad y de tristeza, de fiebres que la virreina no comprendió, o si lo hizo quiso no saber más pues la niña estaba bajo su cargo. La mandó a casa a convalecer.

—Que me asista Virgilia —suplicó Bernarda, que sentía pesado su secreto en soledad.

¿Cuántas semanas habían pasado desde que se recluyó débil y ojerosa en su cuarto de niña de la calle de Cuchilleros? Virgilia se encargó de que los baños la ayudaran; preparaba una gran tinaja y le ponía aceites y hierbas que conseguía en el mercado y mencionaba al Príncipe de los Encantos, y luego se persignaba y mezclaba una lengua extraña con los rezos que la virreina obligaba a realizar en la capilla de Palacio. Y ya que estaba aseada y más relajada, su madre se sentaba junto a ella a ratos y le enseñaba el bolillo que a ella le aburría pero que le daba la sensación de ser una niña fuera de los peligros del mundo. Un día recuperó la risa y su madre le llevó a la habitación el vestido que le había mandado a hacer, color cereza con bordados dorados. Bernarda resistió el mareo cuando se levantó de la cama y se lo puso, deseosa de recuperar el gusto por su cuerpo. Y mientras Virgilia le ataba los cintos a la espalda y enfundaba sus hombros desnudos en los adornos de organdí, se acordó de Juan y los placeres de la cama le parecieron un territorio lejano, de otro mundo. Aquélla era una Bernarda que desconocía.

Tres días después había invitados a cenar en el comedor de la familia Linares, y allí estuvo por primera vez Bernarda, más delgada, pálida por la ausencia de sol, pero luciendo la hermosura que cautivó a Sebastián Calero, compañero de su hermano en la universidad, ahora funcionario de justicia en la alcaldía. Y Bernarda lo notó, como notó sus ojos frescos y la piel tersa de las manos que asomaban por la vestimenta oscura y ceñida. Y pensó que el mundo que había tenido el tamaño de un solo hombre se ensanchaba con la sonrisa de aquel joven que la miraba dulcemente. No recordaba una emoción semejante.

Esperaba que Virgilia no apareciera en el pasillo, tan atenta siempre a sus pasos, tan fiel y esmerada, aunque le ocultara que había robado el brebaje de la partera hasta que la cocinera vino alarmada a su habitación, cosa que nunca sucedía, y le dijo que si se le debían monedas a la partera porque estaba allá afuera, y que ya había venido otras veces mientras ella convalecía con sus padres. Entonces Virgilia, una vez que la cocinera se fue, le dijo que guardó ese menjurje de hierbas por si alguna vez ella necesitaba ayudar a alguien o a ella misma que se enredaba muy fácil con los mozos en los bailes, que se apretaba contra ellos muy fuerte y le gustaba tanto que se dejaba todo como poseída por un frenesí. Hubo que devolverle la pócima a la partera y darle unas monedas para que la virreina no se enterara y Virgilia lo hizo y fue maldecida y del susto estuvo en cama tres días, casi gris en su negrura. Bernarda había vuelto a Palacio porque pensó que saldría de ahí cuando su compromiso estuviera a punto para que los virreyes fueran sus padrinos y porque Juana Inés había vuelto y quería compartir su alegría. Sabía que Juan Mata no merodeaba los salones de Palacio desde que supo de su preñez y eso le daba tranquilidad: por primera vez el territorio era suyo. Divisó al fondo la puerta que conducía al balcón de la virreina, el de la esquina, donde la plaza y la catedral se miraban, donde los puestos parecían cuadrados diminutos y uno podía adivinar mercaderías y ver a los clérigos y a las monjas, a los caballeros y a los indios, a las mujeres de arreglo y a las de la capa roja, a los negros de arreglo colorido, a los niños, a los caballos, a los estandartes, a los curas y a las monjas. Cuando regresó a Palacio y Virgilia mandó a los lacayos llevar el baúl con ropa de la señorita a su habitación, supieron que Juana Inés la ocupaba. Bernarda se desconcertó pero la virreina, que la esperaba en su habitación, le dio la bienvenida y manifestó el gusto por su mejoría, que a todas luces superaba la hermosura que antes tenía.

—¿Tal vez algún amor? —se atrevió a decir la virreina, que seguramente estaba enterada de noticias, y Bernarda corrió a su regazo y le contó de su compromiso con Sebastián Calero y de que saldría de Palacio cuando fueran sus bodas para que ella, la propia virreina, fuese la madrina. Y se casaría en catedral ni más ni menos y quería aprender cómo ser una esposa ejemplar. La virreina le acariciaba el pelo y sonreía.

—Le serás fiel a tu marido; con eso es suficiente para que el matrimonio vaya derecho. Y aguantarás sus infidelidades —añadió irónica—. La esposa serás tú, creo que ya lo sabes. Has aprendido en Palacio.

La virreina llamó a Juana Inés para que las tres tuvieran un rato a solas; le explicó a Bernarda:

—Con esto de que ahora han vuelto y tengo dos chicas enamoradas en Palacio... tendrán que compartir habitación. Seguro tienen cosas que contarse —dijo cuando Juana Inés estuvo allí y dio besos a Bernarda y se disculpó por ocupar su habitación.

Los días que siguieron Bernarda quiso saber todo de Cristóbal, pero Juana Inés se mantuvo reservada. Quería estar con ella durante el día y que le leyera versos que explicaran su amor por Sebastián, pero la chica pasaba ratos muy largos con el padre Antonio. Y si de alguien huía Bernarda era del confesor; lo esquivaba, le daba miedo que adivinara su falta. Ahora que estaba cerca del cielo no quería que nada la condenara al infierno.

Bernarda abrió la puerta que conducía al balcón. Vio la silueta de Juan Mata cruzar la plaza a caballo. Mirarlo de espaldas le confirmó que salía de su vida. Esa mañana Virgilia tuvo la idea de que había que mandarle a Juan Mata el pedazo de carne que ella guardaba, un recordatorio de su cobardía. Bernarda había accedido; ahora que su futuro prometía ser luminoso quería ver sus ojos descoyuntados, su temor por la amenaza doméstica.

—Que sea en la noche —le dijo a Virgilia—, cuando nadie reciba visitas para que tenga que dar una explicación.

Como ella, que había tenido que dar otras, que no la verdadera, para dar razones de su malestar, de su debilidad, de su desazón. Pero conforme el día fue caldeando y su ánimo vengativo —que ya había sido atajado por el bienestar que le producían las visitas de Sebastián, sus cartas, sus atenciones con los virreyes, los obsequios que le mandaba— perdió todo vigor, decidió que una manera de herirlo era llevarlo a las bondades de su cuerpo y decirle que ésa era la última probada que tendría de ella. También, era verdad, necesitaba comprobar que aún azuzaba su deseo, que era capaz de dar placer. Sería el último gozo con su amante. La vida comenzaba.

Mandó una nota con un cochero y no a Virgilia, pues desconfiaba de que su ira ganara la partida y en vez de nota entregara el recipiente con el abortado. Cuando se abandonaron al antiguo retozo en la habitación, el cuerpo de Bernarda andaba para un lado y su cabeza por otro.

El placer fue distinto, sobre todo porque mientras Juan se vestía le dijo que se casaba muy pronto y que ésa era la última vez que estaría con él. Mata parecía atontado por las exigencias del sexo; todo había sido demasiado rápido. Bernarda notó su sorpresa.

—No es una reconciliación —dijo ella, fingiendo una victoria.

Bernarda se plantó de cuerpo entero en la galería y notó otra presencia: quien compartía ese mismo espacio era la virreina.

—Su excelencia —se disculpó Bernarda.

Las dos miraron la silueta de Juan Mata perderse por la esquina de una calle.

—¿Viniste a despedirte? —preguntó sagaz la virreina.

Bernarda agachó la cabeza.

—Yo también vine a despedirme de la claridad del día. Ésta es la última mañana que Juana Inés estará en Palacio.

Antes de dormir, Bernarda despertó a Virgilia para que fuera a la acequia. Pidió que llevara la vasija con la carne de su carne al alba y le ordenó que la lanzara sin mirar una sola vez aquello que volaba y se hundía oscuro y lejano en el agua de la ciudad. Había que prepararse para la partida de Juana Inés. La virreina había pedido que la acompañara a las puertas de las jerónimas para entregar a su preferida.

Parte III

El sosiego de los libros

Los lobos

Enero 17 de 1695

Convento de San Jerónimo

Venerada María Luisa, imprescindible amiga:

Abandoné las líneas que ahora al punto retomo, no por desinterés —que no hay día en que mis oraciones y pensamientos no te incluyan—, sino por abatimiento del alma. Por mera indignación que no puede sobrevivir sin el aliento de la escritura. Me complace tanto que estemos a punto de concluir nuestra empresa. Que las licencias y censuras hayan sido escritas igual que las respuestas de las monjas portuguesas. Mucho darían mis ojos porque pudiera yo ver y oír esas inteligencias agudas, esas inquietudes creadoras, que pudiéramos habitar La Casa del Placer. Tú en el centro como reina, como madrina de un encuentro que se dará en el impreso para dejar testimonio de los ires y venires de la palabra y su propósito. Me regocijo suponiendo la sorpresa de los lobos cuando reciban de ultramar
Los enigmas de La Casa del Placer
y se den cuenta que mi fingimiento fue absoluto, que fueron ellos las ovejas engañadas y yo la loba sagaz que —sabiendo que Dios la mira y la comprende— no ha renunciado a la palabra ni al deseo de conocimiento, al fin y al cabo el más preciado don que puso el Altísimo en mis manos. Ya lo decía la magnánima Filotea, que usara yo los dones para empresas sensatas, que no para hablar de asuntos que competen a los altos señores de la Iglesia. ¿O sea que hay temas que no son para nosotras las mujeres ni aun cuando religiosas y en clausura hemos renunciado al mundo y su bullicio? ¿O sea que nosotras, en virtud de un cuerpo que se distingue del de varón, no debemos acariciar ciertas palabras, dudar, pensar, indagar? Si nos es dado experimentar en la cocina y ver
que un huevo se fríe y une en la manteca y aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar,
¿por qué no es posible indagar los terrenos de lo sagrado, donde ellos por permiso de su anatomía sí lo pueden hacer? Quiera Dios y la inteligencia de las mujeres que su encierro sea por voluntad y la extensión de su mirada también derive de sus propias decisiones. ¿A quién ofende leer? ¿A quién el asombro y el debate de las ideas? Si muda me quisieron pensar y les concedí el espejismo, verán que fue un
engaño colorido.
Saboreo, como el chocolate que tanto te gustaba beber en el convento, el día en que sus ojos atónitos se enloden de ira, la oveja descarriada, ¿cuándo sucedió esto? Y que se vean impedidos, dadas las plumas autorizadas que preceden a la publicación, la estatura de las monjas lusitanas que escriben en reciprocidad, y la protección que tú nos das en el reino, de protestar.

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