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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (21 page)

BOOK: Yo, la peor
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Había dejado el portón abierto. Entró a casa y lo cerró tras de sí. En la cocina dio un sorbo al pulque de avena y sintió el calor que la recorría. Confortada, se retiró a su habitación.

El galeote y las chalupas

Leonor presenciaba a distancia aquella gesta de inteligencias. Cuando Antonio lo propuso, ella quiso oponerse; le parecía demasiado exponer a la chiquilla. Aunque Juana Inés tenía veintiún años y era versada en conocimientos, temía que no estuviera a la altura de los catedráticos y bachilleres que dispararían las preguntas. Por otro lado, entendía el deseo de su marido. Desde la muerte de Felipe IV estaba abrumado, las pugnas entre la viuda Mariana de Austria y el hijo bastardo Juan de Asturias tenían al imperio en vilo. Y de las colonias se abusaba. En lugar de pagar la limpieza de las acequias de la ciudad, asunto que era tan urgente como acabar la catedral, era preciso recabar dinero para destinarlo a la colonia en Filipinas, para la flota de Barlovento y para financiar la campaña de la reina enfebrecida de amor por Eduardo Valenzuela, su primer ministro. Leonor padecía los insomnios de Antonio, pues no sólo se ponía de pie y a andar de lado a lado de la habitación, sino que peroraba sobre la renuncia a su cargo.

—No más virrey de la Nueva España. Me están tomando el pelo. Nada se queda en este reino. Ya no queremos más esclavos y la concesión del tráfico de negros se hace exclusiva para España y nosotros tenemos que pagar la vela del entierro, soportar el costo social de incorporar individuos lejanos, con otro idioma y otras costumbres, muchas veces sediciosos.

Luego resultaba que una de esas palabras era en la que se atoraba el virrey y toqueteándose los bigotes la repetía hasta arrullar a Leonor: "sedicioso, sedicioso..." Por eso había consentido en dar rienda suelta a su capricho; le había advertido que Juana Inés no era una mascota y que debían evitar a toda costa que surgieran sus deseos de volverse religiosa. También lo había hecho por ver que dedicara más horas a la lectura que a las charlas con el padre Núñez.

Desde pertinente distancia Leonor había escuchado —qué decir
escuchado,
si más bien su angustia la había vuelto sorda y sólo pendiente de los gestos de ellos y de ella—, visto la postura altiva y elegante de Juana Inés, su manera serena de ofrecer una respuesta, sus manos engarzadas sobre la tela verde olivo de su vestido. Todo ello le había dado una creciente serenidad, como si los aciertos que suponía en las respuestas de las chicas, por la manera en que los caballeros asentían con un movimiento de cabeza, le confirmaran que salía victoriosa de aquel desafío. Aquellos hombres de gola y traje oscuro de pronto cuchicheaban buscando la pregunta que ella no pudiera acertar a responder en materia de ciencias o de historia, de música o de álgebra; parecían rejoneadores en busca del lomo desprotegido del toro, del punto de su espesa piel, dónde encajar la banderilla y hacer brotar el borbotón rojo de la flaqueza. Pero ella, toda luces, haciendo alarde de memoria y de vasto conocimiento, de sus lecturas y del latín que el bachiller Olivas le había enseñado, daba las respuestas que la iban dejando incólume mientras ellos se esforzaban por hallar nuevas complicaciones y se fatigaban sin poder derrumbarla, ni amedrentarla. Y la virreina, que por distraerse daba tragos al ponche de frutas, miraba con disimulo las reacciones de Cristóbal Pocilio, que atendía la contienda con otros de sus amigos. Y perturbó a la marquesa que en lugar de observar júbilo en su rostro, una mueca de incomodidad se fue instalando, poseyendo su galanura, hasta desfigurarlo y verlo salir por piernas hacia el salón contiguo. Tuvo deseos de acercársele y saber qué era lo que le ocurría, pero ella no era una casamentera por muy cercano que lo hubiese sentido en aquel día de desasosiego en el templo del Pilar. Fue el virrey el que dio por terminada la prueba y declaró triunfante a la joven Juana Inés por su talento y capacidad de almacenar de la favorita de la virreina. En aquellos muros, ahora lo sabrían los doctos, los curiosos, vivía una
rara avis,
una mujer que tenía la voracidad de conocer de un hombre, la elocuencia de conversación de un diestro orador y la serena apostura de un predicador. Más aún, la asistían la belleza y la elegancia; todo ello era honor de Palacio. Entonces Leonor había mirado a Juana Inés mientras el coro de hombres se acercaba felicitándola y prometiendo conversaciones futuras, noticias de sus propias averiguaciones y lecturas. La chica tenía un gesto de entusiasmo que le daba la certeza de ser el centro de las miradas, el objeto de interés y adoración. A Leonor le desconcertó ver el desasosiego que la victoria de Juana Inés produjo en Cristóbal Pocilio, y notó ciertamente que la chica intentaba descubrirlo por encima de los hombros de los bachilleres y sabios de la Nueva España. Leonor supuso que siendo un hombre sensible y habiendo muerto su prometida de una enfermedad súbita cuando estaba a punto de casarse, Juana Inés ofrecía un bálsamo y una ilusión de futuro. Era poco mayor que ella, y lo habían acordado Antonio y ella: pagarían la dote de la chica para que pudiera bien casarse y seguirles prodigando el placer de su inteligencia y su talento. Miró a su marido que se relamía los labios, victorioso. Le preocupaba el porvenir de Juana Inés. La chica tenía que casarse, porque Antonio y ella no serían gobernantes eternos, porque volverían a España un día, porque alguien debía proteger a esa criatura, regar su inteligencia, animar su camino a la poesía, como ella lo había hecho entusiasmada por los versos que le había mostrado... Y Juana Inés no desfilaría en ninguna cofradía de huérfanas.

Quiso ir hacia Juana Inés y felicitarla, pero la chica había dirigido sus pasos a la sala donde estaba Cristóbal hacía unos minutos y esperó deseosa de que el compromiso avanzara, de que las tertulias anteriores entre baile y canto produjeran olas promisorias. Todo ello antes de que Antonio soltara las riendas de un reino incierto, empobrecido por las demandas de la corte.

Intentó sofocar su curiosidad bebiendo más de aquel ponche hecho de guayabas y azares. Al rato vio a Juana Inés cruzar el vestíbulo y sin siquiera mirarla a ella o al resto de los comensales, dirigirse hacia el clavecín y apoyarse al lado del músico para perderse entre una melodía. Leonor notó que necesitaba consuelo.

Esa noche, cuando su marido, presumiendo la victoria de la chica, dijo que había sido como si cuarenta chalupas atacaran a un galeote, mientras se desprendía de su pesado traje y se tumbaba a su lado, Leonor lamentó aquella idea. Sí, Juana Inés había demostrado que sabía mucho y que era sagaz y hábil para responder, tanto así que Cristóbal Pocilio sintió temor. Como si la criatura no fuera de este mundo.

Tal vez Juana Inés tenía razón: no estaba hecha para el matrimonio.

Dos veces viuda

Cuando Refugio Salazar supo de la decisión de Juana Inés tuvo la certeza de que era definitiva. Conocía el carácter de la muchacha y si después de haber estado con las carmelitas por unos meses, asfixiada por el rigor de la orden, reincidía en su voluntad de volverse monja, no había vuelta de hoja. Su destino estaba diseñado. Como el de ella misma, pensó Refugio, que reiteraba en su carta que iría para la ceremonia del velo.

Ten la certeza de que tú no serás una viuda, y menos viuda dos veces. ¿Qué condena era aquella? Casarse una vez, amancebarse de nuevo con un hombre fino, delicado, abandonarlo todo por él y quedarse suspendida en el aire vegetal de una hacienda sin herederos. Se había desentendido de los reproches de la familia Salazar, que juzgaba su banalidad ofensiva para una familia española, deleznable en una criolla. Los Salazar hubieran perdonado el amancebamiento que era asunto común en otras mujeres como algunas de las Ramírez de Santillana, pero ser la mujer de un mestizo de sangre mulata, porque bastaba ver esos labios, era cierto, para saberlo con sangre negra, hijo de la pasión, de la clandestinidad, del oprobio de la pureza española, era inadmisible. Y aunque no habían testimoniado los rasgos físicos que eran evidencia del origen, sabían muy bien por el sobrino de su padre, avecinado en la capital, quién era Hermilo Cabrera. El dueño de la hacienda pulquera Aguamiel. Y a ella le había importado un bledo, porque cuando se encuentra un corazón donde se puede depositar el propio, nada más importa. Un corazón de ley, crecido en el desdén, ennoblecido por la adversidad. Así que Juana Inés haces bien, muchacha; perseguirás tu sueño, el estudio sin que la sociedad te infame y te reclame cordura y virtud de mujer y esposa, sin que tengas que vivir de luto y creyéndolo pasajero te inflames de vida, de carne, de primavera y comprendas que te espera el luto de nuevo. Vestir de negro y negar tu cuerpo. En eso nos pareceremos, niña mía. Pero tú casarás con Dios que es eterno y no sufrirás la pérdida del varón, no conocerás la ausencia del calor en la cama, el torso en el que ya no te puedes recargar, el lugar que ya no estará en la mesa. Antes ocurrirá tu muerte que la del esposo. Perdona el desliz de mis recuerdos y lo prosaicos que puedan resultar, pero mientras escribo estas líneas pienso en los ajos que Hermilo mordía en crudo o prensados en medio del pan. Me daba horror al principio; pensaba en su aliento cargado, pero seguramente el placer con el que los engullía, blancos o morados, los perfumaba en su vientre. Un olor agradable lo distinguía. Me gustaba su olor después de comer ajos. Era notorio el vacío de su olor cuando no estaba en casa. Quédate, Refugio, los caminos son peligrosos, insistía cuando yo quería acompañarlo a la ciudad. Y mira que lo sabía. ¿Por qué no me mataron a mí, Juana, en lugar de a este hombre bueno y leal? ¿Por robarle el dinero de la venta del pulque? ¿Fue la familia de su madre? Pienso en tu abuela Beatriz a quien dejaste de ver cuando saliste de Panoayan; se fue haciendo pequeña, como una pasa, secándose después de que don Pedro murió. Necesitaba su virilidad, su mano, su voz, su calor. Era un apéndice. Y ni los hijos ni los nietos fueron motivo suficiente para permanecer mucho tiempo. Por eso, querida mía, felicito tu elección. Pero mi felicitación no te exime de una exigencia de mi parte, algo que le debes a tu maestra, esta viuda por partida doble, que se solazará en tus pasos, más ahora que la vida no tiene más sentido que la reclusión en las finezas de los libros, en el deber con Dios, tan desatendido estos años en la hacienda. Escribe, muchacha, escribe. Si has negado la vida del matrimonio para casarte con el altísimo, que sea en provecho de tu notable talento. Que la clausura no te cercene de las inteligencias del mundo. Te secarías como tu abuela porque —tú y yo lo sabemos— tu alimento es el latir de las ideas, el pulso de las palabras, la mudanza de los conocimientos, el asombro, la anchura del mundo. Paradójica decisión la que has tomado, que en encerrarte contemplas la posibilidad de ver el mundo con más claridad que si permanecieras en las calles de la ciudad atada a tu condición de criolla sin padre. Yo sé cuánto te pesa, pero de qué te serviría un padre si fuera como el mío. Rico, es verdad; poderoso, también, pero impedido para comprender los deseos de su hija. Atento sólo a lo que su posición demanda. Ciego a la poesía, sordo al sufrimiento de su esposa, mi madre, dispuesta a darle hijos y comida, y esperar sus caprichos, sus órdenes, su palabra, porque en casa de mis padres, la de Gimeno Salazar es la palabra que ha marcado nuestros destinos. En toda casa española y criolla es la palabra de los hombres, la voluntad de sus bolsillos y sus orígenes la que decide el devenir de las mujeres. Si me casé con mi primer marido fue porque era un funcionario que convenía a los intereses de mi padre. No hubo oportunidad de contravenirlo. Ni siquiera lo pensé. Así era y el difunto era un hombre agradable. En cambio, tú con una vida más castigada y azarosa, has sido más afortunada. ¿No lo piensas así? Muestras tu inteligencia en los pasos que has dado, ya que siendo una criolla sin dote, una criolla que lleva el apellido de su abuelo, que desconoce el destino de su padre, que reconoce la distancia del padrastro, la indiferencia de la madre, toma por esposo al más constante de los hombres. Al inmortal y certero, al más digno y sabio, al más sensible e inalcanzable. Sin saberlo, sin estar segura de que así lo deseabas, has sido libre. Libre y afortunada. Si se necesitaron los tres mil reales para la dote, hubo padrino que los aportara creyendo en tu talento y en la nobleza de su causa. Otra vez un hombre, Juana Inés, resolviendo nuestros destinos: el capitán Pedro Velásquez de la Cadena. Por eso no lamento tu encierro, tu rechazo a quienes te han pretendido, tu cambio de morada: del palacio al convento. Estoy segura de que en tu desposorio con Dios encontrarás la paz para que, en tu lejanía de las procacidades del mundo, los libros sean tu consuelo, tus ojos. Hoy te envidio, Juana Inés, pero hace unos días no pensaba lo mismo. Cuando supe que habías entrado con las Jerónimas sentí la desilusión de tu destino, o el dolor de no tenerte al alcance, de no caminar contigo por el mercado y las calles de tu ciudad por adopción. De no poder mirar tu rostro fresco, tu pelo atado, los colores de tus atavíos cortesanos, de no verte bailar y reír, y debatir y ganar la pelea a los eruditos de Palacio. Todo ello me cuentan porque las noticias salen por las ventanas del edificio virreinal como si estuviera hecho de carrizo y no de piedra, como si los aconteceres puertas adentro fueran vapores del pensamiento. Hermilo me traía noticias frescas de ti; las recogía en las tabernas, en los expendios de libros, en la universidad donde gustaba de usar la biblioteca y conversar con el bibliotecario que era su único amigo. Fue el bibliotecario quien vino hasta acá para avisarme que lo encontraron flotando en la acequia, hinchado como los cerdos que se ahogan, dos días a la deriva y yo pensando que los negocios lo retenían. Ya no lo quise ver. A mi primer marido le vi la cara descompuesta por la viruela y el olor pútrido de un cuerpo enfermo se me quedó cincelado como el calimbo de las bestias. A Hermilo lo quiero recordar como lo miré la última mañana mientras bebíamos el chocolate en el alero del portón. Sus manos toscas, su pelo rizado, sus ojos grandes. Una mezcla feliz de las sangres, más interesante que nuestras facciones repelladas en huesos, más carne que calavera. Pero qué digo, eso comienza a ser Hermilo: una calavera. No te abrumo más, Juana Inés, con los pensamientos oscuros que me asaltan. Agradezco que me hayas comunicado esta nueva pues de otra manera quién me lo iba a decir a tiempo. Pide por mí a santa Paula, patrona de las viudas; pregúntale cómo se sobrevive a la ausencia de marido. De qué está hecha la vida después de dos hombres ausentes. ¿Serán el sacrificio y la santidad la única salvación posible?

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