Authors: Monica Lavin
—Juana Inés se casará con Dios y su inteligencia encontrará tierra fértil para brindarnos sus dones.
Cristóbal miró al padre y, fingiendo no escucharlo, ofreció su brazo a la virreina. Pareció comprender que su intención era cobijarse en el silencio del templo y la acercó a la puerta.
—Tal vez se arrepienta —le susurró a Leonor al oído y se alejó.
Leonor aprovechó la conmoción callejera, los aspavientos de las muchachas y los murmullos de la gente para darse la vuelta y perderse en los corredores de la iglesia y repasar lo que había ocurrido con la joven.
—¿No estás a gusto con nosotros?
—Cómo no iba a estarlo.
—¿Por qué te vas?
—¿Qué futuro puedo tener yo?
Quería entrar a la universidad, pensó Leonor, se lo dijo con insistencia, quería ser una estudiosa; era todo lo que le importaba.
—Aquí puedes estudiar; conseguiremos de España todos los libros que quieras.
—Virreina, usted sabe que las muchachas acaban casándose con un hombre de su condición.
—No será problema, Juana Inés.
—Los hombres exigen más que Dios.
Las palabras de Juana Inés le punzaban en los oídos. Renunciar a la vida de las calles, a la música del Palacio, a las conversaciones, al balcón que miraba a la plaza, a los paseos a los huertos de San Ángel, a los galanteos de un caballero, a las comedias en el Coliseo, a las peleas de gallos, a los saraos y a los bailes, a los banquetes de Palacio, a las noticias de España, a los olores del mercado y a los sabores que apreciaba. Ella, Leonor Carreto, ¿acaso había hecho una renuncia tal? Tal vez, cuando se vio virreina supo que renunciaría a quedarse en su país, que renunciaría a la intimidad y a la rebeldía que alguna vez la acompañó, que lo suyo sería complacer y sonreír, cuidar el poder de su marido, ejerciendo el suyo propio. Que renunciaría a la posibilidad de decir
no,
que tendría que asistir a los convivios de los ricos novohispanos, de los incultos y pretenciosos, que tendría que tragar mucha porquería. Ignoraba que la compensaría esa dulzura en el habla de la colonia, esa facilidad para ser atendida, los sabores del mamey y el zapote, los canales y los lagos de la antigua ciudad, ver cosas que no había imaginado como esos templos en ruinas, esas pirámides que habían sido de otros dioses, conocer a Juana Inés que amalgamaba las dos Españas.
Ya los pensamientos se le iban por otros lados consolándola del momento justo en que Juana Inés se alejó solitaria por un pasillo del convento, mirando hacia atrás de cuando en cuando, y ella allí, impotente, incapaz de confesar su dolor, al lado de la madre superiora y del padre Núñez. Los dos satisfechos, alabando la decisión de la joven, el botín que entraba a clausura, y ella abominando ese momento.
Cuando volvió a Palacio, sin haber cruzado palabra con nadie, se refugió en su recámara. Allí, sobre el diván, estaban los vestidos de Juana Inés: el de terciopelo vino, el verde menta, la capa marrón, el de flores marino, la blusa de seda color perla. A la vista de ellos no pudo contenerse: hincada entre sus telas lloró la ausencia de su preferida.
No iba a poder ser dentro del Palacio. En cuanto sintiera los primeros espasmos, ese apretar del vientre contra su voluntad, debía llegar lo más pronto posible con Teodora. Sólo la esclava que la atendía lo sabía, y una de las cocineras indias, porque fue Virgilia quien un día le preguntó qué pasaba, que ya no le pedía los paños para el sangrado. La negra era la encargada de lavar los paños sucios y tenerlos limpios, hervidos y asoleados, para las muchachas, pues si no era una, era la otra la que sangraba. Al preguntar, Virgilia había provocado el llanto de Bernarda aquella tarde en que acomodaba la ropa limpia en los cajones del armario y colgaba el vestido que recién se había quitado. Cómo no confesarle a otra mujer como ella, aunque negra y sujeta al servicio de por vida, aunque servidumbre y amancebada con los hombres a su capricho (eso se decía de las de su condición, aunque a Bernarda no le constaba), que temía estar embarazada.
—Es verdad, Virgilia, éste es el segundo mes que no sangro.
La negra siguió colocando las prendas de algodón y de lino en aquella cajonera olorosa a naranja, pues la virreina había mandado hacer los bargueños y los roperos a Olinalá para que las ropas siempre estuvieran fragantes como aquel enjambre de jóvenes que ella pastoreaba mientras encontraban al marido que disfrutaría esa educación palaciega.
—Voy a tener un hijo —insistió Bernarda, llamando la atención de la esclava.
La muchacha, un poco mayor que Bernarda, se sentó en la cama, como si aquella confesión le diera permiso de hacerlo.
—No tienes que tener el hijo —le dijo rotunda.
—No lo quiero tener, Virgilia. Imagina mi vida; ¿quién se casará conmigo si se hace público que mi virtud ha sido percudida?
—¿Y el señor? —preguntó Virgilia—, ¿acaso lo sabe?
Había una velada ira en la pregunta de la negra. Tomó la mano de Bernarda, que era rosada y contrastaba con su piel oscura. Bernarda sintió consuelo entre las manos largas y huesudas de Virgilia.
—Las que se han quedado preñadas han ido con Teodora; ella sabe cómo hacer perder a los niños.
Bernarda, asustada, miró al techo. En su camisón rosado parecía una niña sin salida.
—¿Y qué pasa? ¿Sale mucha sangre? ¿No me puedo morir?
—Sólo las que se tardan mueren, a las que les ha crecido el vientre.
Virgilia no había ido nunca, le contó, pero lo sabía porque varias de las que trabajaban en Palacio habían acudido con Teodora y contaban cómo unas señoras de casas ricas iban para perder hijos o para que nacieran y ella se los desapareciera. Bernarda se persignó.
—¡Dios mío!
Virgilia dijo unas palabras en el idioma de sus abuelos.
—Juan Mata no lo debe saber —respondió Bernarda, como si una ola de certeza la hubiera invadido de pronto—. Ni nadie más.
Virgilia dijo que era una de las cocineras quien sabía llevar con Teodora. Y además la cocinera le daría los preparados para que todo ocurriera. Virgilia había visto cómo sucedía eso porque una de las indias que ayudaba en la cocina esperaba hijo de uno de los señores que iban a Palacio. Bernarda se sintió aludida como si ella y la india en la cocina estuvieran en las mismas condiciones. Pero ella había permitido y querido y deseado los ardores de Juan Mata. Él era quien impedía que ese líquido de los hombres se quedara en su entraña. Siempre le dejaba el vientre embarrado pero eso no se lo iba a contar a Virgilia. Bastante era decirle que estaba preñada. Bernarda, ingenua, le reclamaba a Juan cuando se retiraba, porque cuando él perdía la cabeza y era un animal poseído, era el momento más dichoso para ella: la prueba de que su cuerpo tenía ese poder sobre el otro. Juan Mata era entonces casi suyo porque un momento de lucidez lo hacía retirarse del cuerpo de la muchacha y verterse fuera. Pero hacía poco ella había insistido en que sus días acababan de pasar y él no tuvo voluntad de desprenderse. Se dejó vaciar todo placer dentro de ella que después de un rato, cuando Juan dormía desmadejado en la almohada, sintió ese hilo espeso mojar su entrepierna. Sonrió. Y ahora no podía ni siquiera recordar el placer, no podía imaginar a Juan tocándola con esa minucia de hombre que conoce el cuerpo de las hembras. Le dieron ganas de volver el estómago; Virgilia le acercó la bacinica.
A los pocos días, cuando almorzaba con las demás muchachas en el comedor cercano a la cocina, dijo que le dolía el estómago y ordenó a Virgilia que le trajera un té para esos males. Así lo habían convenido la noche anterior Virgilia y ella antes de la reunión de Palacio. Esa noche Bernarda tuvo que disuadir a Juan de sus devaneos. Pidió a la virreina encarecidamente que dejara a su hija permanecer más tiempo despierta para que ella pudiera enseñarle canto y baile. Bernarda cantó, bailó con la chica para que aprendiera los pasos y cuando Juan se le acercaba, visiblemente encendido por el vino ingerido, ella le susurró que era un encargo de la virreina, que le había pedido expresamente ocuparse de la pequeña en el salón; la niña tenía que empezar a comportarse en ese espacio.
—Pues no se te vaya ir la mano —le dijo Juan, ofendido por el desaire—. No me la vaya yo a llevar a un rincón.
Bernarda miró la cara angelical de la criatura y sintió una ira desmedida. Quiso golpear el rostro del señor Mata que alcanzó a tomarle la mano.
—¿Por qué tan alterada, si te encantan mis juegos?
Aquello era una advertencia; Bernarda no debía perder la cabeza. Por ningún motivo quería que Mata se enterara de que ella esperaba un hijo de él. Suponía su reacción. Juan Mata no iba a perder su lugar de criollo, esposo, padre, amigo de los virreyes y desvirgador de jovencitas. Si no era ella habría otra. No le había cruzado semejante idea por la cabeza hasta ese instante en que descubrió lujuria en la mirada que Juan dirigió a la criatura.
—No lo harías —dijo—; te costaría la vida meterte con la hija de los Mancera.
Y Juan dio un paso retador hacia la adolescente.
—Bernarda, ¿por qué no tocas el piano para que la chica practique los pasos de baile con un hombre? Nunca es lo mismo que con la maestra —la miró taladrándola.
La joven pareció notar la incomodidad de Bernarda y dijo:
—No, gracias, caballero.
Hizo una reverencia, como le habían enseñado, y se retiró seguramente buscando la protección de su madre.
—La virreina me reñirá —se defendió Bernarda mientras él se acercaba decidido, empujando su cuerpo tibio, oloroso a fermento, contra ella. Después la tomó de la mano y la condujo por el pasillo que él bien conocía hasta la puerta de su cuarto.
—Hoy no —dijo Bernarda—; no me siento bien.
Pero ya la voz se le cortaba y Juan la cargaba como a una criatura y la tumbaba en la cama subiéndole los faldones y esperando la risa de ella y no el llanto que brotó desesperado.
Mientras él desataba los cordones de los botines, Bernarda le confesó:
—Espero un hijo tuyo.
Juan se detuvo en seco, después se puso de pie y se recargó en la luna del ropero; desde allí, incrédulo, la vio. A Bernarda le pareció que las palabras lo habían alertado y fascinado; la miraba con cierta ternura, pero en seguida se recompuso.
—¿Un hijo mío? ¿Y cómo lo sabes?
—¿No esperarás a ver su rostro para comprobar de quién es, verdad? —agredida, Bernarda lo miró como si ella estuviera en la habitación de su casa y él fuera la pintura que colgaba en la pared frente a su cama: aquella del cazador que ella había suplicado dejaran en su cuarto. Le fascinaba la postura altiva y elegante del hombre que llevaba una ristra de patos muertos. Le fascinaban las plumas verde iridiscente de las aves.
—No, desde luego que no.
—Me desharé de él.
Y Juan recobró al señor Mata que lo abandonaba por momentos y le dijo como si fuera su padre:
—Descansa, debes estar fuerte —al tiempo que se encaminaba hacia la puerta.
Bernarda lo increpó:
—Será en estos días. ¿Volverás a mí?
Juan no la miró, abrió la puerta y salió.
Mientras bebía el preparado de hierbas que tenía que ingerir y Virgilia le rellenaba la taza diciendo que tomar más la haría sentirse mejor, Bernarda se concentraba en el verde de las plumas de los patos del cuadro.
—Hay una pintura en casa de mis padres —le dijo a Virgilia.
Tal vez la soledad que le había caído como una noche de tormenta la obligaba a esas palabras. Su casa estaba tan lejos y el cazador pertenecía a una mentira que colgaba de la pared. Sin embargo, esas plumas casi podían acariciarse, eran aceitosas y vivas, y los pájaros debían estar aún tibios con la muerte recién estrenada. Virgilia la acompañó a la habitación de Palacio. Debían decir a todas, y a la virreina si preguntaba por ella, que estaba mal del estómago.
Mientras cruzaban la biblioteca y la capilla que a lo lejos refulgía iluminada por las velas, Bernarda pensó en Juana Inés. No le podría haber contado lo que padecía. ¿Estaría bien en el convento? Había algo en la luz parpadeante en el altar de la capilla a lo lejos que le permitía reconocer que su soledad y la de Juana Inés eran la misma. No tenían a quién acudir. Rodeadas de gente, cada una padecía su abandono. Pero tal vez Dios y la fe que se respiraba en el convento le brindaran la calidez que necesitaba. Ella, en cambio, tenía un cuadro de cacería en la cabeza. No podía pensar en Dios ni en los ángeles. Seguramente le esperaba el infierno por lo que iba a cometer, por desprenderse de una criatura; pero no tenía más vida que la que le habían diseñado sus padres, no pensaba ser monja como Juana Inés, necesitaba la protección de un hombre.
El brebaje le había producido náuseas. Virgilia le dijo que así empezaban las reacciones; lo mismo le había pasado a la india joven. Que no se preocupara, que un cochero, pariente de la cocinera, aguardaba, y que no olvidara las joyas con que debía pagar. Mientras se tumbaba asqueada sobre su cama y sentía que todo le daba vueltas, ordenó a Virgilia abrir el cofre con la llavecita que se quitó del cuello, y con la voz un tanto apagada destinó el collar de perlas para la abortera, los zarcillos de granate para la cocinera, el anillo de oro para el cochero y para ella el brazalete de zafiros. Pero Virgilia se negó a aceptar nada; dijo que ella no lo hacía por cobrar, lo hacía por la vida de Bernarda, porque ese señor no respondía, como pasaba siempre con los adinerados. Que lo hacía porque las mujeres somos tontas en permitir que nuestro destino sea dictado por ellos y que lo hacía porque si las mujeres no ayudaban a las mujeres, quién lo iba a hacer.
—¿El padrecito Núñez? —concluyó sarcástica.
Salieron por la tarde, declinando la invitación de la virreina a ir al teatro; arguyeron que darían un paseo para que Bernarda se sintiera mejor y que Virgilia la acompañaría en todo momento. Cuando entraron a la casa de techo de paja, en la orilla del canal, Bernarda se cubrió el rostro con el mantón. Después de recostarse sobre un petate en el suelo embriagada por los olores de copal y la luz ambarina de las velas, tomó la mano de Virgilia, que seguía a su lado, y alcanzó a decirle:
—Si algo me pasa, no le cuentes nunca a Juana Inés la causa.
En ese momento su propia tristeza evocó la de Juana Inés el día que le contó, antes que a la virreina, que se iría con las carmelitas. Había tocado en su habitación muy de mañana, antes de que las llamaran para tomar el chocolate con bizcochos. La vio muy pálida frente al espejo, anudando su pelo en una trenza. Lo hacía con extraña diligencia y cuando vio a Bernarda le dijo que pasara.