Authors: Monica Lavin
Las mujeres bajaron de la carroza cuando Refugio lo descubrió embozado en una capa junto al portón de la casa de los Mata. María se tomó del brazo de la maestra, temerosa de que fuese un bandolero. Aunque Refugio sabía que otros temores la asaltaban. Allí, bajo la luz del farol, la miró vieja y descompuesta mientras la tranquilizaba.
—Es Hermilo Cabrera.
María arremetió contra el hombre que se acercó solícito a saludarlas.
—Usted tenía que ir a Palacio —lo reprendió.
Y Refugio, que había olvidado la decepción de no verlo llegar, al encontrarlo ahora esperándola, también se unió.
—Nos tuvo preocupadas.
—Ya le explicaré, si me lo permite —se acomidió, y María tocó al portón para que la chica le abriera.
—No son horas —reprendió a Refugio cuando notó que estaba decidida a escuchar al hombre.
Pero ella no hizo caso; cuando María Mata desapareció por el portón, cansada y abatida, Refugio sintió que sus treinta y cinco años la hacían ligera como la capa de Hermilo, que él tuvo a bien quitarse para protegerla del frío de la ciudad. Y así, tomada del brazo del hombre y sin pedir más explicación, echaron a andar por la calle; iban despacio por donde aún las antorchas estaban encendidas. Se subirían a una canoa como propuso Hermilo y Refugio aceptó. La canoa era un espacio reducido para estar muy juntos y fuera del peligro de bandoleros en la ciudad. Hermilo le dio la mano para que subiera y ordenó al remero que los llevara a Santa Anita; "de ida y vuelta", aclaró. El indio no emitió respuesta ni gesto alguno. Tal vez aquellos paseos nocturnos eran algo común, pensó Refugio y se acomodó al lado de Hermilo. Su corpulencia la resguardaba del viento que se desprendía del agua. Un agua quieta apenas disturbada por el sonido de los remos y las embarcaciones que sobre ella se deslizaban, que aunque eran menos que durante las horas de luz, no cesaban. Desde el canal observó la línea oscura de la catedral y la torre de San Francisco que sobresalían por encima de casas y edificios. Se imaginó —y así se lo hizo saber a Hermilo— cómo pudo haber sido el contorno de la ciudad de los indios.
—Severa y rectangular —dijo Hermilo, que imaginó las enormes pirámides como vigías de la noche.
—Esos templos debieron parecerse a los volcanes —agregó Refugio.
Hermilo aclaró que esperaba no haberla ofendido no yendo a Palacio, que lo lamentaba por ella, por su arreglo. "Se veía muy hermosa", añadió. Refugio sintió el brazo del hombre muy pegado al de ella y se atrevió a decirle que más que preocupación era deseo de verlo. De estar con él. Entonces el hombre tomó su mano y contó su historia. Había algo dulce y apacible en las maneras de Hermilo que daban paz y seguridad a Refugio, algo que no había sentido desde muy niña y que apenas recordaba haber vivido junto a su marido: un hombre flemático y caprichoso. Apasionado, sí; pero nada suave en su trato. Un criollo testarudo, más parecido a su padre en el genio y las demandas.
—Mi padre fue negro y mi madre española. Un asunto delicado —subrayó—. Mi madre me dio al colegio del Niño Jesús pero me visitaba los domingos. Iba vestida de oscuro y con la cara cubierta para que nadie la reconociera. Como había otras españolas y criollas en la misma situación, cosa que yo no advertí entonces, la visita se realizaba en un cuarto pequeño, aislados del resto de los niños que vivían conmigo. Cuando partían las visitas y a los niños nos llevaban al comedor, todos íbamos mudos, como si ellas, las tías, abuelas, madres o quienquiera que allí fuese, se hubiese llevado nuestra voz. Nuestras bocas se iban prendidas a la falda, porque el alimento no nos entraba. Nos tenían que obligar los hermanos; nos decían que Dios se ofendería si abandonábamos el alimento. Y comíamos a fuerza aquella sopa de avena, que nos pasaba como tezontle por el gaznate. Yo siempre quedaba asombrado por la belleza de mi madre, sus ojos oliva, su cara ovalada y fina, sus manos delgadas y blancas. Cuando tomaba las mías entre las suyas, su blancura era más notoria. Con ese gesto sonreía. Ella miraba a mi padre en el grosor de mis dedos y de mis labios, y le estaba doliendo, no sólo el hijo sino el amante. "Llévame contigo", le pedía. "Lo haré, lo haré", decía de prisa, llorosa. Por qué no podíamos entender ninguno de los que allí nos quedábamos que habiendo esa dulzura afuera nosotros no gozáramos de ella, que habiendo madre y casa no tuviésemos ese techo personal. Y teníamos suerte porque había quienes no recibían cariño alguno, quienes desconocían sus lazos con el mundo de afuera: caras de indios muchas de ellas, pieles oscuras con ojos claros, pelos rizados y torsos gruesos. Yo tenía una madre de nombre Genoveva que me visitó todos los domingos mientras crecí y se ocupó de que entrara al seminario para mi bien, pero yo quise ser bachiller y ella convenció a sus conocidos siempre y cuando nadie supiera que yo era su hijo. Y se ocupó de mi renta, y de mis estudios y de mi vestido; y un día, ya habiendo dejado el colegio del Niño Jesús, cuando nos encontrábamos en la puerta de la catedral que ella consideraba el sitio prudente para hablar y ser vistos sin causar sospechas, pues ella había dicho a los virreyes y a la corte que hacía caridades pagando la educación de un joven brillante, le pregunté por él, mi padre. "¿Vive?" Ella no lo sabía. "¿Su nombre?" Tampoco lo sabía, me dijo o me engañó o sólo llamó amor y querido en una noche de pasión. Cuando ella murió y me avisaron en la facultad que era preciso ir al notario porque había muerto Genoveva Arnaiz y se procedería a leer su testamento, supe que mi padre también era Matías, y que a él, si es que vivía, le dejaba parte de sus bienes. Allí, en el testamento, confesaba ser mi madre y señalaba a mi padre. El notario y los testigos, que eran su prima con su marido, se sonrojaron y me miraron, no con cariño, ni con asombro, sino con desprecio. Yo era una mancha que Genoveva y su pasión temprana con el capataz de la hacienda les había legado. Hermilo Cabrera, hijo ilegítimo del esclavo Matías Cabrera, capataz de la hacienda ovejera de Domingo y Genoveva Arnaiz.
Hermilo tomó la mano de Refugio y la colocó entre la suya y comparó el color de la piel.
—Soy hijo de negro, ¿ves? Y desde entonces mi parentela Arnaiz me tiene alejado de la capital. Atiendo un negocio pulquero en Apan; me dieron ocupación y distancia para que no los avergonzara, para que no fuera por allí ostentando hijos mitad negro y mitad español, como pensaron que ocurriría, porque no querían saber cómo aquel hombre de confianza de don Domingo se metió bajo las faldas de la niña de la casa y cómo ella consintió que esas manos oscuras le ultrajaran el cuerpo y le hicieran un hijo del demonio, porque esos negros no rezaban al mismo dios y se les ponían los ojos muy rojos con la ira. Todo eso pensaban los Arnaiz, que saliendo de la notaría me pidieron discreción; absoluta discreción para con los favores de mi madre, subrayaron la demanda. Comprendí que mi madre había sabido de la muerte de Matías Cabrera; si no, no se hubiera arriesgado a clarificar mi origen en el testamento, no hubiera querido que lo mataran a latigazos, a trabajos forzados, porque endeudado ya estaba, como lo estaban todos allí en el rancho. Domingo les daba medicinas, alimento; les prestaba su propia capilla para rezar. Le debían la vida y la de sus hijos. Luego lo supe, cuando no resistí conocer la hacienda Golondrinas donde trabajó mi padre. Nada más entré a las casas de los trabajadores, a aquellas chozas de palo, algunas mujeres se dijeron cosas entre sí que yo no entendía y pedí hablar con el más viejo. Era una mujer. Nada más me vio lo supo: "Eres el hijo de Matías". Tengo sus mismos ojos, y sus manos y sus labios; de mi madre, la nariz y los pómulos; de los dos un color revuelto. De mi madre, tal vez el carácter; de mi padre la melancolía. Todo eso me lo dijo la vieja; me contó cómo se volvió loco de tristeza cuando se llevaron a la señorita para la capital nada más nací yo, cómo agarraron a todos los negros y los amarraron a las paredes y los dejaron en las noches de frío y bajo el sol cuando vieron que el niño era oscuro como la piedra de los volcanes. Pero Matías confesó que él era el padre para que no pagaran todos, principalmente los más viejos, que ya se morían de frío por la noche y no paraban de toser. Y Genoveva pidió clemencia para Matías; pidió que lo dejaran ir, que lo vendieran, que no le hicieran nada. La condición fue que nunca más lo viera, y Matías volvía a escondidas a las Golondrinas en las noches sin luna para preguntar por la señorita Genoveva que estaba en la capital, y también por su hijo. La vieja dijo que se murió borracho y helado en una de esas noches que se acercaba a la hacienda. También dijo que a lo mejor lo mataron los indios untados de dinero, los gañanes que trabajaban con Domingo Arnaiz, mi abuelo. De él eran las haciendas que administro; mi madre fue la única hija y los llenó de vergüenza. No quiero estar donde ellos.
Refugio llevó la mano oscura de Hermilo a su boca y la besó.
—Cuánto sufrimiento —pensó—. Cuánto en nombre del amor. Pero se quisieron —dijo.
Hermilo no contestó, miró el agua al frente y Refugio contempló su semblante que ahora, a la luz de la historia de su origen, le pareció más poderoso, cargado de una extraña pasión que lo había condenado a la tranquilidad y al rechazo. Cuando Hermilo pasó su brazo fuerte por la espalda, rodeándola, defendiéndola de todo aquello que la pudiera lastimar, ella deseó quedarse a su lado.
—¿Conoces Apan? —le preguntó más como una propuesta que como una curiosidad.
Refugio sonrió. No tenía nada que perder; en cambio podría pasar las noches del resto de su vida amaneciendo junto al cuerpo de ese hombre. Cerró los ojos y se acodó en el cuello de Hermilo; el aula de la escuela Amiga se empequeñecía, las campanadas de San Miguel en Amecameca sonaban muy lejanas, sus pasos se hacían más livianos; la suspendían en el aire. Que Dios la perdonara, pero si Hermilo volvía a preguntar, ella se iría con él.
Bernarda Linares había dedicado ese jueves de tertulia a prepararse especialmente para la noche: se dio un baño en la tina caliente que tenía en su habitación, pidió a la negra Virgilia que salpicara el agua con magnolias cuyo aroma embriagante no sólo le gustaba, sino que se le metía por la piel. Se volvía ella pétalos de carne lechosa y perfumada que después Juan Mata acariciaba y probaba con su lengua experta. Luego de relajarse en el agua tibia, tuvo cuidado de untarse el cuerpo con aceite de almendras, de ponerse unas gotas de limón en el pelo que Virgilia desenredó pausadamente; aquellos rizos eran difíciles de controlar pero la mujer sabía domarlos. Colocaba la diadema de carey para que el pelo no cayera en la cara y luego retenía las puntas de la cabellera en un atado que dejaba ver lo esponjado de su melena rubia. Se frotó los dientes con bicarbonato frente a la palangana para asegurarse de su blancura diamantina. Hizo gárgaras con el agua de hojas de menta para que la voz se le transparentara al cantar, lo que ocurría antes de los escarceos amorosos con su hombre. Todo eso para nada aquella noche, para que Juan Mata apenas pasara rozándola y fingiera que no tenía esa cercanía con ella. El hombre había permanecido cerca del virrey y de algunos principales, mientras que la virreina se paseaba acompañada muy de cerca de Juana Inés, la sobrina. Todo era culpa de la estorbosa sobrina, de esa remilgosa que se hacía la sabihonda y que en todo momento tenía palabras inteligentes y agudas para responder a las dudas y a los comentarios de los virreyes.
Menos mal que ella se había negado a compartir su habitación cuando la virreina le dijo que habría una chica nueva y que seguramente le produciría a ella, Bernarda, una enorme alegría saber que esa chica era familiar de Juan Mata, con quien tanto trato tenía. Lo dijo con esa especial y atenta manera de hablar, sin herirla pero haciéndole saber que suponía que las enseñanzas del señor Mata iban más allá del baile, la conversación y los temas de la política del reino.
"¿Cuál alegría?", pensó Bernarda con la cara hundida en la almohada, con los rizos desperdigados y fuera de control, mientras escuchaba la música que venía del salón, esa música que siempre la regocijaba tanto y que ahora le parecía un insulto. Tenía ganas de volver a casa donde ella era una hija consentida por su padre y por su madre, y por sus hermanos. Cuando le preguntaron si quería entrar al convento a educarse con las madres o a la corte no lo dudó un segundo. Le gustaba la risa, el desenfreno, todo lo que la música y el vestir provocaban. Los rezos no eran para ella; cuando se confesaba decía mentiras. No había imaginado que a pesar de estar entre virreyes y lujos tendría que lidiar con las obligaciones religiosas, con aquel padre que olía mal y que usaba ropas raídas, y que se acercaba a las chicas a la hora de la merienda y con el chocolate ribeteando sus dientes gastados les hablaba de la pureza, de la necesidad de hacer votos de castidad, pues eran muy jóvenes aún para decidirse por esposarse con Cristo o con un hombre de la tierra; pero en cualquier caso, la devoción, la obediencia, la bondad eran las que debían ensayar desde ahora, y no permitir que Satanás ocupara sus cuerpos llevándolas, con esas poderosas maneras del ángel caído, hacia el placer que desemboca en el abismo. "Hacerse respetar, no mirarse el cuerpo desnudo", decía cerrando los ojos; "a vuestra edad es una joya de blandura, una dulzura al tacto, un bálsamo a la vista". No mirarlo para no cargarse de vanidad y arrogancia por sus formas redondas, jugosas, convocadoras de las pasiones de los hombres. Y mucho menos tocarlo; ellas que estaban en Palacio podrían pedir a las mucamas que se encargaran de su aseo para que no tuvieran que pasarse las manos por esas partes ocultas cuyo secreto la vida aún no les había descubierto. Esas partes ocultas pertenecían a Dios, eran jardín del Señor y él era el único que podía permitir que se las ofrecieran en santo matrimonio al hombre que prodigara sus cosechas para que los hijos de Dios en la tierra se multiplicaran adorándolo y esparciendo su amor por todos los confines del planeta. Estar en ese palacio y en esa tierra híbrida de dioses derrocados, de costumbres paganas, de dioses hígado, de dioses muerte, de dioses viento, ofrecía peligros que las mujeres del reino al otro lado del mar no tenían que sortear, pero aquí corrían los conjuros y las supersticiones, las pócimas mágicas. Por ello debían cerrar sus oídos a lo que decían las indias, o las negras, y no hacer caso de la palabra de los hombres, a menos que esos hombres tuvieran la bendición de él, que era el padre confesor de los virreyes y por ello la moral de los mandatarios estaba bajo su cuidado.