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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (30 page)

BOOK: Yo, la peor
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Juana de San José temía que las monjas sospecharan que ella, como Virgilia, sabía de pócimas y limpias. Desconocía si su ama se había desgastado tanto por ver sufrir a la negra y por salvarla de ser quemada, que no tenía fuerzas para protegerla a ella, ahora que estaba taciturna, con la criatura recién parida. Bien sabía la madre Juana desde hacía unos meses que venía niño en el camino y que no era cosa divina. Aunque Juana de San José no contara nada, sus mejillas se habían llenado de luz desde que aquel mulato la fuera procurando así de a poquito, durante los mandados que le hacía a sor Juana. Cuando llevaba cartas a la virreina, la monja era menos rigurosa con el tiempo que tardaba. Entonces se las agenciaba para pasar por el mesón El Azafrán, desde la puerta chiflaba al Lobo, así le decían los del mesón, y el muchacho salía de la cocina renegrido y guasón. Se asomaba a la calle de prisa para lisonjearla y hacerle una caricia veloz con promesas de encontrarse después. Como sucedió en Corpus cuando la tomó de la mano y a toda velocidad la jaló a la cocina misma del mesón que ese día no abría sus puertas. La llevó al sótano donde guardaban los vinos y el aceite y, sin ruido, sin palabra que mediara, juntó su cuerpo al de ella; apretó su desnudez al tibio misterio entre sus piernas y Juana de San José se quedó llena de espuma blanca que brillaba con la luz de la ventana por donde desfilaban ajenos zapatos y bastones. Juana de San José, con la falda enrollada en la cintura, miró aquello blanco que esmaltaba su piel negra como una ristra de estrellas de las noches oscuras de Panoayan. Supuso, aunque no se lo dijo al lobo, que algo bueno tenía que pasar de aquello. El hombre le acariciaba la nuca como si allí pintara barcos para huir muy lejos, salir de la cocina y sus aromas de cebolla y aceite refrito, salir del convento y su paisaje de hábitos, su monotonía de columnas y trapos, de horas del día marcadas por rezos y campanas. Salir de la cubeta y la fregona con que ambos trapeaban los pisos de la celda o las cocinas. El racimo de dedos avanzaba por la base de la nuca hacia el nacimiento del pelo ensortijado. Juana de San José inclinó la cabeza dulcificada. Cerró los ojos y escuchó los pregones y los tambores de la música lejana. La mano del negro en su nuca era la dicha. Y esa dicha se parecía al oro del altar de las iglesias: era luminosa, abundante y justa. Alcanzaba para todos. Alcanzaba para los dos.

Qué felices fueron los días en que la virreina estuvo encinta, porque la madre Juana Inés le prodigaba atenciones y obsequios y ella era quien andaba de prisa a Palacio; llegaba a los aposentos donde el guardia la reconocía y le permitía el paso al vestíbulo en el que, puntualmente, una bandeja esperaba el depósito de las misivas. Tenía la consigna de tocar la campanita tres veces para que una de las damas de la virreina se acercase. Eran tres las llamadas porque así lo habían convenido la virreina y la monja, y alguien siempre aparecía. Al verla negra y sofocada, ignorantes de su felicidad por salir del encierro, porque vería a su negro mozo de cocina, reconocían la procedencia de la carta y a toda prisa, siguiendo las instrucciones de la condesa de Paredes, sonreían como despedida y desaparecían pasillos adentro, hacia lo que seguramente era el aposento de la virreina. Una vez concluida esa encomienda detallada, Juana de San José era libre para perder el tiempo en la calle del mesón. Desde que conociera al lobo, vagaba menos entre los puestos de la plaza; todo lo que le interesaba era mirarle los ojos y olerle la piel y sentir el deseo de él por ella.

Cuando le vio el vientre crecido, él supo que la muchacha llevaba su hijo y sus besos se volvieron más jugosos y amables. Sus empellones para poseerla en los rincones de un portón, o en la bodega misma cuando los otros lo permitían, disimulando y aprovechándose luego para darle tareas de más, abusando de la felicidad ajena, del desfogue del cuerpo y chantajeándolo con contarle al patrón para que él hiciera lo que a ellos les correspondía, habían aumentado. Por eso acababa más cansado que de costumbre, le decía y, a últimas fechas, se ponía nervioso cuando la veía aparecer; al placer de tenerla lo opacaba el horror de lavar las cazuelas todas, las hornillas, los pisos.

Curioso que ella y la virreina estuvieran encintas al parejo, que sus partos fuesen casi simultáneos y que la partida de Virgilia precediese a la suya. Juana Inés la abandonaba, no podía dejar de pensar aquello mientras lavaba solitaria y por última vez la camisa de dormir de la monja.

Ahora que la criatura había nacido, oscura como el zapote, de pelos de resorte como su padre, de nombre Pascuala como la abuela de Juana de San José, irse del convento donde había cama y comida y agua tibia para el baño de la criatura y al amparo de la madre Juana no parecía ser lo mejor. Pero por otro lado, la negra pensó que yéndose a trabajar con la señora Josefa habría mayor oportunidad de ver a su negro. Tal vez hasta podía pedir que lo compraran para que estuvieran juntos y trabajaran mejor; ya vería doña Josefa cómo así, durmiendo con los cuerpos enlazados, rendían mejor para la limpieza. Avanzó a la celda donde la niña dormía. Extendió un lienzo sobre su catre de dormir y colocó encima su ropa y la de Pascuala, y aunque se consolaba pensando en el lobo, no podía evitar sentir que abandonaba un sitio de privilegio, y de parecerle ese gesto de sor Juana, venderla a su hermana Josefa, un acto de desprecio al hecho de ser madre, o al hecho de ser negra que se deja hacer niños por un hombre. Incluso ahora que había nacido el hijo de los virreyes, José María Francisco, sentía celos de la conducta de la madre Juana: toda alabanzas y envío de dulces y hasta de una andadera para cuando el niño caminara y para ella tan sólo un escapulario para que colgara del cuello de la niña ahora que había sido bautizada en la capilla de San Jerónimo.

—Mi hermana te necesita —dijo la monja.

Esa fue la única explicación que recibió. La señora Josefa vendría por ellas en unos minutos para llevarlas a su casa con el señor de Villena, que decían era muy estricto. ¿Qué haría la madre Juana con la ganancia de la venta? ¿Comprar obsequios para la virreina, libros para su celda? Doscientos cincuenta pesos en oro. Lo que no haría ella con aquel dinero y su lobo y su niña. Ella había escuchado su precio, las hermanas Ramírez habían hablado de frente, directo, como si quisieran aliviar alguna molestia y ella fuera el vehículo. ¿Y por qué no valía más ella? ¿Quién fijaba su precio? No comprendía, y aunque sabía que ella no se pertenecía a sí misma, no podía evitar sentirse menospreciada y a su hija poca cosa frente al niño de la virreina que había sido bautizado en catedral misma. Y en cambio para Pascuala no hubo una línea, una camisola deshilada que le hubiera venido bien en el calor de verano, ni un festejo para el bautizo.

La tornera le avisó en la celda que venían por ella. La madre Juana estaba en el locutorio; lamentó no decirle adiós pero no podía interrumpirla. Como gesto de despedida, bañó el cálamo en la tinta y sobre una hoja sin palabras hizo un dibujo de ella con su hija. Extrañaría la tinta, ese líquido que ella limpiaba cuando goteaba sobre la mesa de nogal, esa tinta que ella vertía en el tintero, ese líquido oscuro con el que la madre Juana daba forma a las cosas que no se podían explicar. Usaba las palabras. Y ella no viviría más en ese sitio donde las palabras nacían. Caminó hacia la puerta con su itacate y Pascuala envuelta en un rebozo. Caminó como Virgilia, sin mirar atrás, y cuando puso un pie en la calle tuvo la certeza de que cambiaba un mundo por otro. Josefa le sonrió desde la carroza y le indicó que subiera. Juana de San José apretó a la criatura contra su cuerpo; sólo esperaba que le tocara hacer mandados para avisarle al lobo que ya vivía en otro lado, que la Pascuala había nacido y que tenía el pelo de zacate arremolinado como él. Esperaba que el negro no se hubiese ido y que aún quisiese dibujarle sueños en la nuca.

Un papelillo llamado El sueño

María Luisa salió del convento pasadas las siete de la tarde. El cielo de la ciudad de México pardeaba, pero su ánimo sólo sentía el expectante regocijo de ser la poseedora de un tesoro. Apretado contra su pecho llevaba un legajo; la madre Juana Inés ya le había mencionado aquel trabajo que crecía lento mientras terminaba los villancicos a María Santísima, que eran menester para los cantos de aquel año en catedral. Le había mencionado el enorme trabajo que había constituido escribir aquella silva: endecasílabos y heptasílabos mezclados, la rima libre. María Luisa pensó en lo prudente de haberle acercado las recientes publicaciones de la poesía de Góngora, cuando sor Juana agradeció tener aquel libro. El asunto era complicado, el paseo del espíritu para conocer todas las cosas del universo y del hombre, esa intuición del alma, ese desapego de la razón como en el sueño para elevarse por las capas del universo y entender —sin que la razón le pueda poner palabras— la armonía de los astros, la música de las esferas. Su maestro era Kircher, el hermético; la había querido contagiar de sus lecturas, de los conocimientos tan vastos y de los asombros del mundo físico y sus maravillas, ya fuera la zoología o la astronomía, la alquimia o la botánica, el magnetismo y la acústica. Con cuánta emoción le había hablado de ello en los meses precedentes sin que dijera del todo que aquellos estudios syos y esa pasión por el jesuita alemán se volcarían en un poema largo y difícil. La marquesa había visto el bozo de la monja plagarse de gotas de sudor cuando le entregó el legado de folios; una reacción que no le conocía, como si algo arrebatara su serenidad.


El sueño
—le dijo depositando las palabras escritas con delicadeza en sus manos, como si en la palabra misma estuviera una intención, un anhelo superior de su pluma y su inteligencia.

Por eso subir a la carroza y dar al cochero la orden de partir tenía ese día otro color; había una prisa por llegar a Palacio y encerrarse en su habitación que no era lo usual. Partir del convento de San Jerónimo siempre le costaba trabajo; el bullicio y el ajetreo de las calles le robaban lentamente la intimidad de la razón y la compañía del alma. Era como salir del fondo de su piel plagada de silencios y complicidades para que la lastimaran las demandas palaciegas, las de su hijo y las del propio virrey, aunque era verdad que tras cruzar ese umbral era capaz de abandonarse con igual deleite a las faenas de Palacio. Pero hoy el deseo por acompañar la inteligencia de la monja en la lectura, por conocer las zozobras y el esfuerzo de aquel poema, por comprender el sudor fino que le mojó el labio, todo ello era inusual. Le había leído sonetos, glosas y décimas dedicados a ella con inimaginable placer, pero con esta entrega Juana Inés depositaba un instrumento de precisión, un prisma de luz, un telescopio de humo. Aquella emoción por la lectura tenía algo de la travesía por el Atlántico cuando esperaba llegar a la Nueva España y vislumbrar sus costas inesperadas; se parecía al nacimiento de José María Francisco cuando aún desconocía si era mujer o varón lo que cargaba su vientre. Y se parecía a la emoción de develar lo oculto cuando recibía las cartas de Felipe IV allá en España, votos de confianza en su persona, palabras que le concedían un lugar en los afectos del monarca. Y ahora ella llevaba apretujado contra su pecho, sobre el broche de amatistas con que adornaba el torso, un misterio compartido. Si la monja se había expresado con tanto aprecio por la hazaña poética se podía esperar mucho más de lo que ya siempre la asombraba, sobre todo en razón de dar prueba de su amistad y de su fineza. Esta vez llevaba los tormentos de una artista, sus hallazgos, sabía que no se enfrentaría con confesiones ni ardores de la vista, del entendimiento endiosado por su belleza y su cercanía; estaba ante el misterio.

—De prisa, cochero, de prisa.

María Luisa Manrique sería la primera lectora de
El sueño.
La confianza y el halago de entregárselos la distinguían. Los papeles entintados le bullían en el pecho pero era frente a los ojos que ya los quería tener. Postergaría su presencia en la recepción que ese día había en Palacio por la visita del embajador de Perú. Mandaría a los músicos por delante, pretextaría una jaqueca incorregible mientras terminaba la lectura que por la cantidad de los versos no podía ser rápida ni descuidada.

—Son casi mil —le dijo Juana Inés mientras con la servilleta de lino se limpiaba la humedad. Se despojaba de algo suyo, orgánico, una extensión física que encargaba a su amiga. María Luisa también advirtió su palidez cuando los dedos que sostenían
El sueño
se desprendieron de los folios que colocó en su mano, y aunque ya les era común ese intercambio de papeles y libros, aquí el tiempo se detuvo con cada dedo de la monja que liberó el legajo. Ahora era de la virreina, y debía cuidarlo por demás.

—¿Qué es aquello, cochero?

—Una parvada de guajolotes.

¿En qué salsa los iban a guisar que superara el aderezo de palabras y pensamientos que le esperaba?, ¿qué banquete podía ser superior al de la inteligencia cristalizada en versos? Cada palmo que avanzaba la carreta, la marquesa rejuvenecía; parecía la quinceañera que recibía de su padre y de la corte los asombros del mundo; la que se había extasiado frente al palacio de la Alhambra con la delicada filigrana sonora, beneficios del agua y la luz. Ya quería bañarse en aquellos versos, abandonar sus sentidos desnudos y su razón desprevenida y sentir el arrebato de los sentidos.

Entraron a la cochera y la virreina se olvidó de aguardar a que el lacayo le abriese la puerta y le extendiese la mano; puso un pie en el estribo como pudo y echó a andar escalera arriba como una joven enamorada. Cerró la puerta de su habitación tras de sí sin responder a las chicas que la bombardeaban con preguntas: ¿si preparaban la jofaina para su aseo?, ¿si quería una infusión?, ¿si había escogido el ropaje para la ocasión? Dejó su alharaca perderse tras la puerta de su cuarto. Se quitó los botines por sí sola, se desprendió del vestido y del guardainfante y se quedó en la saya ligera con que arropaba la desnudez de su cuerpo. Se tiró en el sofá de brocado dorado a la luz de la vela que ardía, como siempre, listo para su llegada, y colocó en la mesilla los folios para empezar por el primero, entusiasmada por la caligrafía de Juana Inés.

Como si cometiera un acto oscuro leyó:

Piramidal, funesta, de la tierra

nacida sombra, al Cielo encaminaba

en vanos obeliscos punta altiva,

escalar pretendiendo las Estrellas...

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