Authors: Monica Lavin
La gente corrió para un lado, como si allí pasara algo, y Juana se pegó al muro, protegiendo a la niña con su cuerpo. Había sido mala idea traerla, pero quién se podía encargar; si le hubiera dicho a las indias que se iba a la calle, le dirían a la señora y la señora se molestaría. Pensó en el convento donde había vivido con la madre Juana Inés, en lo lejano que estaba la madre de lo que ocurría en la plaza. Y lo lamentó. En aquellos tiempos de esclava de Juana Inés, cada vez que había salido disfrutaba comprar los víveres para las religiosas. Sus ojos siempre habían visto tanta mazorca en Panoayan y en la capital que no se podía imaginar que faltara. En la casa de la señora Josefa siempre había para las tortillas, aunque también se compraba pan de trigo. Caía en cuenta que a últimas fechas había visto nerviosa a la señora Josefa, irritado al señor Francisco porque faltaba el trigo y el maíz, decían, aunque ella no había notado la merma en la alacena de la casa. Comprar el pan tomaba mucho más tiempo, protestaba la cocinera Adela, que se quejaba de colas y habladurías y le echaba la culpa a tanta lluvia del año anterior y que el poco trigo cosechado lo habían escondido y que el chahuistle le había caído todito a las milpas. El señor Francisco había dicho que ya no llegaba el maíz de Chalco, sino de más lejos.
A Juana de San José no le habían preocupado esas habladurías porque lo que la ocupaba era que liberaran al lobo, que lo pudiera mirar de nuevo en domingo y que la niña viera a su padre. Pero sabía que la justicia era cosa de Dios y no de los hombres, menos si no eran negros los que la impartían. Y ya se le iba el aliento en el lamento por el destino del padre de Pascuala, tan cerca al otro lado de la plaza, tan lejos para envolverlas y cuidarlas, cuando un grupo de indios cargando un cuerpo desguanzado le pasó muy cerca. Alzaban a la india muerta o herida por encima de sus cabezas. Aquella imagen y escuchar
Muera el virrey
le dieron ganas de repetir la consigna, pero tuvo temor y miró a su alrededor, no fuera a ser que se le apareciera la señora Josefa. Cuando sintió el peso de su hija a la espalda, la ira de aquel grupo la asustó. Ganas no le faltaban de desear la muerte del virrey; la injusticia de su gobierno la tenía perjudicada, con su hombre encerrado. En ese instante se alegró de haber salido de casa, de participar aunque fuera con la vista de la incomodidad. En casa de los Villena se cacareaban las alabanzas para el virrey de Galve por su triunfo en el mar, por su destreza para recuperar la ciudad después de la inundación, la construcción de fortalezas contra los extranjeros que se acercaban a las costas. ¿A ella qué le tocaba de todo aquello? Movida por el deseo de que las cosas cambiaran se aventuró a acercarse al Palacio donde el revuelo era mayor; quería escuchar el repiqueteo de las piedras sobre el portón que los guardias habían cerrado y no tuvo miedo de ellos que parecían atemorizados por los muchos indios y personas que estaban allí en la plaza. La chiquilla lloró asustada por los gritos y el aleteo de los palos que blandían los indios. Juana de San José la abrazó fuerte mientras contemplaba con azoro a las indias arrodilladas frente a los montones de piedras que quién sabe cómo habían crecido tan rápido las pasaban a los hombres para que no parara esa batalla. De no traer a Pascuala en los brazos, cogería una piedra y la lanzaría. La lanzaría gustosa para que le abrieran las puertas al preso suyo. Miró la piedra que cayó en el balcón de la virreina y guardó silencio y luego se unió al coro que explotó ensalzado por el atrevimiento.
—Que muera el virrey —gritó—, que mueran los españoles.
Y no hizo caso al llanto temeroso de la criatura; gritó y gritó confundida con las voces de los otros. Ni siquiera se dio cuenta cuando los palos y los petates que rodeaban a los cajones en la plaza, donde vendían los indios, fueron amontonados en la puerta misma del Palacio y ahora ardían imparables. Muy cerca de Juana de San José alguien había echado fuego a un cajón de azúcar que elevaba una llama larga que olía a melaza. La niña dejó de llorar y miró la lengüeta amarilla. Juana la abrazó arrepentida de haberla olvidado. Las campanas de las iglesias repiquetearon intentando imponerse a los gritos. A lo lejos vio un carro adornado acercarse al motín. La gente se hacía a un lado porque delante iba el arzobispo con una cruz grande intentando aquietar los ánimos. En ese instante Juana de San José deseó que así fuera, porque ya el fuego desatado en la puerta de Palacio, los guardias que habían salido para detenerlo y acallar a la chusma presagiaron lo incontenible de la crecida. Las piedras cayeron sobre el carro del arzobispo, que se parapetó detrás de él y se disolvió en la penumbra de la tarde que pasaba a noche porque ya las siete habían dado y Juana pensó en su patrona regresando de misa. Aunque lo sensato era volver a casa, por Pascuala, por la señora, por el temor mismo de los guardias que disparaban sus arcabuces y mosquetes, por el crepitar del fuego y por las correderas entre los cajones del mercado donde unos y otros arrebataban comida, lozas, tapetes y cuanta cosa, Juana de San José se quedó petrificada, adheridos los pies a la plaza, como si fueran de cera derretida. Miró el fuego entrar en la boca del Palacio como agua que inunda una caverna, y en el arrebol del incendio, en la fuerza de la devastación del orden, su cabeza alcanzó a adivinar la tragedia.
La cárcel sería alcanzada por el fuego. Corrió hacia la puerta sin importar repiqueteos, apachurrones, envolviendo a Pascuala con su cuerpo oscuro, con su sudor de miedo, y gritó que sacaran a los presos, clamó por ellos, pero ni guardias ni chusma le permitieron avanzar hacia la entrada. El ahogo que provocaba el humo la detuvo. Impotente se hizo a un lado, buscó refugio en la catedral y allí se quedó en el portón, impávida, con la niña dormida en sus brazos, quizá por el cansancio, quizá por el humo. Le acariciaba los rizos apretados a la cabeza mientras el pensamiento imaginaba a su negro estirando el cuello hacia el cielo abierto inalcanzable en esos muros largos, suplicando con los demás presos que tiraran la puerta, esa puerta de metal caliente que era imposible tocar.
Se quedó entumida, escuchando el crepitar de la madera, ignorando a quienes corrían entre los puestos, el trote de los corceles con guardias y regidores que intentaban establecer el orden de la plaza mientras la madera del balcón de la virreina se ennegrecía y caía en pedazos. Pensó en la muerte que se llevaría a los presos y a los virreyes, a quienes no serviría de nada el oro, ni los doseles de sus camas, ni los tapices, ni el clavecín que le contó la madre Juana que ella solía tocar. Pensó en la madre Juana tan ajena a su sufrimiento y tan cercana alguna vez a ese edificio que ardía. Se persignó por no dejar y se encaminó abatida por el cansancio y el dolor, y el peso de la niña en brazos a la casa de sus patrones, segura de que no la dejarían entrar. De que su casa también ardería.
Isabel María estaba agotada con ese ir y venir a la cocina y al refectorio donde se haría el convite después de las bodas de plata de su tía. Las piernas le dolían por haber bajado y subido una y mil veces de la celda a la cocina, cuidando que las órdenes de sor Juana y las de la priora se cumplieran. El banquete sería pródigo en platillos y elaboraciones sofisticadas. Juana Inés había subrayado su deseo de hacer este festejo de cuarto de siglo de matrimonio con Dios, memorable. Pidió a Isabel María que se ocupara de supervisar el seguimiento de las recetas cuidadosamente recogidas por ella en el recetario del convento: el gigote de gallina y el turco de cacahuazintle. Y los antes de nuez y betabel que tanto gustaban al padre Núñez. No sabía Isabel María si aquel cansancio lo acentuaba la presencia ominosa del jesuita en el convento. El hombre desaliñado y severo imponía con su voz, imponía con sus palabras y con su oído inmenso donde ella, y no sólo su tía Juana Inés, tenía que depositar sus confesiones. Isabel María no estaba preparada para contarlo todo. No podía hablar de la voluntad de su cuerpo agitado de pensar en las caricias suaves de sor Andrea. Ni de la manera en que ésta aprovechaba la distracción de las otras, la oscuridad y el sueño de las hermanas para arrastrarla a la capilla del convento y allí, en el mismo confesorio donde se hincaría frente a Núñez, le metía la mano ansiosa bajo la saya que usaba en las noches. Isabel María no podía dormir ya a gusto. Esperaba la irrupción de sor Andrea y también le temía, sobre todo porque pensaba que alguien acabaría por descubrirlas y que tendría que inventar una mentira de tal tamaño que para que le creyeran y la perdonaran habría de involucrar a su tía. Diría que estaba preocupada por Juana Inés y su silencio; sus ojeras grandes antes desconocidas y su mirada vagando por las calles tras su ventana la tenían muy alarmada. Explicaría que tenía que hablar con Dios y que sor Andrea se había ofrecido a orar con ella. Sor Andrea sabría seguirle la corriente, con su piel amarilla, sus ojos avellanados, sus caderas escurridas, sus manos hábiles, sus suspiros y sus besos mordiscones, sabría mentir todavía mejor que ella. Le tendrían que creer a Isabel María porque desde el día en que condujo al padre Antonio a desmantelar la celda, no se le vio más a la madre Juana Inés buscar un libro que no fuera el Antiguo Testamento, no se le vio más esa postura inclinada frente a su mesa de trabajo —que fue lo único que se quedó—, ni llevar la plumilla de la tinta al papel ni tener la cabeza muy perdida entre los rasgos de su caligrafía, la concentración toda en las palabras que buscaba en su memoria.
¿Qué había hecho la madre Juana con aquella memoria? Si usaba a su tía para que la priora le perdonase la desobediencia no era falta de amor ni de auténtica consternación, pero no quería ser condenada a lastimar su cuerpo, a trapear la cocina, a matar gallinas y a desollar conejos. No lo hacía de mala fe. Le dolía lo que había presenciado hacía unos días. Desde la puerta de la celda, sin atreverse a dar un paso adelante, observó cómo el padre daba órdenes a las indias y a las esclavas de colocar uno a uno los tomos de la monja en aquellos baúles. Pidió que tuvieran cuidado con los laúdes, y las cornetas, y los flautines que la madre atesoraba. Y que lo hicieran también con el péndulo, la balanza y el delicado telescopio holandés. Los ojos de Isabel María se abrían muy grandes como intentando recoger la memoria de todo aquello que había amueblado la habitación y los días de su tía.
Tal vez habían sido los incidentes de Palacio, la brutalidad de las llamas y la noticia de que las habitaciones y las oficinas de aquel recinto habían ardido, que llegaron al convento al día siguiente de lo ocurrido, lo que enfermó a Juana Inés. Aunque supo que su amigo Sigüenza y Góngora había salvado parte del archivo y que los presos habían apagado el fuego, la madre no recuperó su brío guerrero, el que había empleado en su defensa contestando a sor Filotea. Juana Inés se había conmovido al saber que los presos habían sofocado aquel fuego voraz y conseguido así su libertad. Gracias a ellos el fuego no se esparció más por la ciudad. Juana Inés pidió a su hermana Josefa que viniera para contarle aquel desastre porque ni su ánimo ni su clausura le permitían salir a atestiguarlo. Lo hubiera hecho en otro momento, a petición tal vez de la virreina y con permiso de la abadesa, pero a últimas fechas las fuerzas la habían abandonado. Isabel María notó ese vencer del cuerpo y la voluntad días después de que mandó la carta al padre Fernández de Santa Cruz. Primero la vio esconderse en sus libros y escribir en sus cuadernos y dirigirle cartas a la condesa de Galve y a su amiga María Luisa y luego le miró la sombra. Era como si aquel eclipse de agosto se le hubiera quedado prendido al ánimo, porque Juana Inés se oscurecía también. De qué otra manera explicar esa decisión rotunda e inesperada de pedir al padre Núñez ser su confesor nuevamente para las bodas de plata que estaba a punto de celebrar.
Ella se lo advirtió a la tía Josefa, que esperaba a la madre Juana en el locutorio:
—No es la misma, tía. Las palabras se le han gastado y los libros no le dan el consuelo de antes.
Josefa les contó a su hermana y a su sobrina que los virreyes se habían salvado, pues el motín pescó al conde de Galve en el convento de San Francisco, y que hasta allí llevaron a doña Elvira, que entre el horror y la tristeza contempló el fulgor del cielo amarillado por las llamas. Y ella lo podía decir porque estaba en misa también en San Francisco aquella tarde infausta, porque había podido escuchar los lamentos y cerrarse la puerta de la iglesia para proteger a los fieles de aquella desbandada de indios que pedían la muerte de los virreyes, la salida de los gachupines. Juana Inés demudada preguntó por el balcón de Palacio.
—No existe más —dijo Josefa.
Ella había ido a verlo con sus propios ojos y porque Juana de San José le había contado que los presos apagaron y salvaron lo posible. El padre de Pascuala, la niña de la esclava, era uno de esos presos. Había perdido un brazo, gangrenado por el fuego, pero estaba libre y lo tenían en la casa porque no había quién le diera trabajo y lo pusieron de mozo, ahora inútil por ser manco.
Juana Inés se había santiguado mientras Josefa hablaba contando el episodio del motín y la destrucción del Palacio. Había dicho que se alegraba de que ni Leonor ni María Luisa, las virreinas amigas, hubieran tenido que pasar tal pena y que lo lamentaba por doña Elvira y por el propio Tomás que habían sabido gobernar y que no tenían la culpa de que las lluvias hubieran llevado el chahuistle al maíz, pero los pobres tampoco la tenían por el maíz aguachinado y lo poco que llegaba a la ciudad, y el hambre que provocaba su falta. Mientras escuchaba a Josefa, Juana Inés había agregado que sabía por su amigo el bachiller Sigüenza y Góngora cómo el conde de Galve había encargado a Rivera Maroto, el alguacil mayor de la ciudad, que fuese a recaudar maíz a Celaya, porque el de Chalco no bastaba. Pero que allí también se les había echado a perder. Y que ya el virrey y la virreina posiblemente veían venir el hambre de la ciudad, pero no imaginaban el odio de los gobernados. Josefa no entendía de gobiernos ni de lo que había detrás de aquel comportamiento y señalaba la ignorancia de los indios borrachos de pulque, la indecencia de los españoles vagabundos, la traición del pueblo que pateaba a quien les daba de comer. Juana Inés no salía de su pasmo.
—El balcón por donde mirábamos lo que ocurría en la plaza.
Se lo había contado numerosas veces a Isabel, cuando le daba por detenerse a evocar en Isabel María y su juventud los años de ella, arropados en vestidos de colores que jamás volvería a usar. Aunque lo suyo no era el llanto fácil, Isabel María nunca la había visto llorar, se quebró y dejó que las lágrimas salieran. Josefa le dio la mano y en ese momento le parecieron a Isabel María ser las niñas de Panoayan, Josefa la mayor y Juana Inés la menor y más necesitada de cuidados como si en el edificio extinto se le muriera a ella un pedazo, como si se quedara manca, igual que el negro de Juana de San José. Cuando salieron del locutorio y acompañaron a Josefa al portón, Juana Inés, con el paso mermado, lamentó en voz alta no haber hecho caso a la marquesa María Luisa Manrique de su propuesta de llevarla a España. Qué razones la habían dejado atada a la ciudad de México y al convento de San Jerónimo, si Dios estaba en todas partes, se quejó. Y luego, cosa que nunca había ocurrido, la miró a ella Isabel de María, su sobrina y protegida, y le dijo sentenciosa: