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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (39 page)

BOOK: Yo, la peor
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Han sido estos últimos años difíciles, cuajados de pérdidas. El Palacio en que tú viviste, el que atestiguó ese amor temprano del cual huí, el que me dio la seguridad de mis pasos bajo la tutela de la virreina Leonor y que fue tu cielo y el techo de tu sueño, mi bien amada amiga y benefactora, se consumió entre las llamas, hiriendo mi pasado, mutilándome de espacios que no fueran los imaginarios.

Antonio Núñez de Miranda, el prefecto de la Congregación de la Purísima Concepción de María, oidor de la Inquisición, sigue merodeando como si cuidara a la oveja negra de su rebaño. Se le ve marcharse satisfecho a la vista de mi celda vacía y mi actitud contemplativa. Le parece que ha cumplido su misión. Los tres lobos y el resto del mundo deben saber la verdad. Ellos deben reflejarse en su vanidad redentora, chamuscarse las alas de la gloria impostada donde he sido utilizada para darles la razón. Deben saber que si firmé
Yo, la peor de todas
con mi sangre fue por rubricar dramáticamente aquella representación. Sé que
Los enigmas de la Casa del Placer
ha sido terminado el mes pasado, por tu empeño y entrega, como bien me indicas, y que muy pronto estará impreso. Que no le falta prólogo ni sus censuras en prosa, ni los agradecimientos, ni dedicatoria, ni soneto, ni las licencias en décimas acompañando a las veinte redondillas compuestas con tanto rigor, deleite y entusiasmo. Esos enigmas, escritos para que la inteligencia de las monjas portuguesas los complete y descifre, serán prueba de que el despojo de mis libros y la intención de matar a la que yo soy, no ha sido posible. Ya nada puede detener los vuelos de la palabra sobre el Atlántico.

María Luisa, fina amiga, deseo que esta carta te encuentre con bien, que el libro llegue pronto a término para que arribe a estas tierras y sea elocuente la gozosa complicidad de las mujeres para las que la palabra es extensión de nuestra persona, de nuestro aprecio del mundo, de nuestra alianza con lo divino desde lo terreno. Los tres lobos no habrán de robarnos la libertad.

Tuya por siempre,

Juana Inés de la Cruz

Con sangre tinta

Si Refugio Salazar la hubiera visto en aquella última primavera de su vida, seguramente se habría enterado de que Juana Inés estaba por encima de la condena que le impusieron los tres religiosos. De que su astucia había rebasado el silencio al que la creían condenada y que
Los enigmas de la Casa del Placer
ya estaba listo para publicarse. Pero Refugio había muerto. Juana Inés, informada por su hermana Josefa de la muerte de la maestra, había pedido una misa para ella.

Y aun si hubiera sobrevivido Refugio a Juana Inés más allá del 17 de abril de 1695, en que murió por una epidemia en el convento, hubieran sido necesarios veintiún años más para que se publicaran
Los enigmas.
Tiempo suficiente para que Aguiar y Seijas hiciera de Juana Inés un ejemplo de la renuncia y el sacrificio, y para que él también muriera.

Si Refugio hubiera sabido para qué empleaba las palabras de las que no pudo desprenderse nunca, sabría las razones por las que Juana Inés se punzó el dedo índice sin ser vista y escribió con su sangre en el arco de la enfermería.

Yo, la peor de todas
se grabó con la sangre de la monja en aquella arcada de piedra sin que Refugio Salazar, su maestra primera, ni Bernarda Linares, lisiada de amores, ni Leonor Carreto, tan atenta a sus virtudes, ni Beatriz Ramírez, amante de don Pedro, ni María, su hermana ausente, ni su tía María, que le dio cuarto y casa en la ciudad de México, ni Catalina la negra, protectora, ni Virgilia y sus hierbas, ni Juana de San José y sus amoríos, ni Isabel María, su sobrina agradecida, ni María Luisa Manrique, su leal amiga, ni Elvira de Galve, sabedora de sus virtudes, ni santa Paula, viuda romana seguidora de san Jerónimo, ni la priora Encarnación, ni sor Filotea, que la condenó a la hoguera personal, conocieran los motivos de aquella representación. Juana Inés satisfacía a los lobos.

Si Refugio Salazar la hubiera visto estirando los brazos para esparcir la sangre delineando las letras que necesitaba dejar para siempre en el convento, hubiera sabido que en aquel rojo quemado Juana Inés había visto el color de las paredes de la hacienda de Panoayan y había recordado el gozo primero de descifrar lo que los trazos en papel develaban a sus ojos. Las palabras. Aquel gozo primero estaba fuera de su alcance, pero Juana Inés sonrió.

Anexo
Escribir Yo, la peor

Sor Juana la intocable.

Confieso que no ha sido fácil. Que aproximarme a sor Juana, a su vida, a su tiempo, a su deseo de saber por encima de todo e intentar darle vida, me pareció un atrevimiento. Aún me lo parece, por su estatura literaria, por ser motivo de estudio de los sorjuanistas (muchos le han dedicado décadas de estudio), por ser un enigma y por los hallazgos continuos que van dando explicaciones, nuevos matices y renovadas dudas a un genio extraordinario en un momento de la Nueva España también singular. Pero el atrevimiento ha valido la pena. Me acerqué temerosa al cementerio de las luminarias mexicanas; mi quimera era rozar lo inalcanzable. Me quería meter detrás de los ojos de Juana Inés, en su piel, en sus oídos, escuchar su respiración, verla llevarse la cuchara a la boca, vestirse en el convento, conocerla de niña, espiarla andar por las calles de la ciudad. Opté por escoger los ojos de otras, la experiencia de las mujeres reales y mujeres probables que atestiguaron, acompañaron o estorbaron su vida. La primera persona de Juana Inés de la Cruz me parecía tan clara en su poesía, en su
Respuesta a sor Filotea,
que más valía que la miraran las mujeres de su tiempo para que dieran cuenta de quién iba siendo. La novela debía contemplar a sor Juana desde que aún no era la que sería (como dice Borges de Emma Zunz); hasta el tiempo último en que se quería que dejara de ser la que ya era.

A su madre Isabel, amancebada dos veces y afincada en Nepantla y después en Panoayan, le pedí constancia de maternidad; a su abuela Beatriz, andaluza, observar la relación de la niña Juana con su abuelo Pedro en la biblioteca de Panoayan; a Josefa, su hermana, la tristeza de que se llevaran a Juana Inés a la ciudad de México; a María, la hermana mayor, la melancolía por el padre ausente, y a su hija Isabel María, testimonio desde el convento de San Jerónimo donde también ingresó a la vera de su tía. Entre todas, me encontré una cómplice perfecta, una mujer que pudiera atravesar e hilvanar todas las etapas de la vida de sor Juana desde el descubrimiento primero de la palabra, hasta sus últimos meses de despojo y ataques. Refugio Salazar, la maestra de la escuela Amiga, acudió a mi llamado. Ya la mencionaba sor Juana en su
Respuesta a sor Filotea,
pequeño legado autobiográfico de la monja, sin darle nombre, ni cara. Tomé ese hilo que me tendía Juana Inés en el tiempo y volví a la viuda, personaje acompañante de la vida de Juana Inés en los tres tiempos en que está dividida la novela, que corresponden a cuatro espacios: el campo en Amecameca, la ciudad de México, el palacio y el convento.

El primero es el de la infancia a los pies del volcán. La visita a Nepantla, pero sobre todo a la hacienda de Panoayan, donde Juana Inés vivió de los tres a los ocho años fue fundamental. Allí estaba la bruma y los árboles, el alero para que la abuela bordara, la cocina para que la esclava María preparara la comida, la capilla para rezar, la biblioteca del abuelo Pedro. Allí estaba el escenario para poder mirar lo que miró la niña Juana Inés de 1652 a 1657 (incluida una explosión del Popocatépetl). Con un retrato de Juana Inés adolescente, vestida de rojo, en el portal de entrada, la casa grande de la hacienda que rentara don Pedro Ramírez por tres vidas, permitía soñar en una vida resucitada tras los muros y a la vera del volcán. El testamento del abuelo Pedro fue fundamental para conocer a los esclavos negros —edades, nombres y parentesco— que trabajaban en Panoayan y cuyos cantos probablemente escuchaba la niña Juana Inés, como lo recuerdan las voces negras que incorpora en sus villancicos.

Para ir a la ciudad de México fue necesaria la mirada de otras mujeres: de su tía María, casada con Juan Mata, en cuya casa vivió Juana Inés hasta el momento en que la conoció la virreina Leonor Carreto, y al nombrarla muy querida, la invitó a quedarse en palacio. De ese periodo, anterior al ingreso al convento de San Jerónimo, es decir, hasta los veintiún años de Juana Inés, poco se sabe (aunque sabemos que entró por algunos meses a la orden de las Carmelitas Descalzas); por eso es jugoso para la invención. Los estudios acuciosos de otros, como Antonio García Rubiales, me dieron la escenografía y los permisos para inventarle una querida al tío Juan Mata, práctica común en palacio pues las familias criollas llevaban a sus hijas para que se formaran en las lides cortesanas, las amatorias incluidas. Bernarda Linares, con su visión mundana y práctica, con su sensualidad de niña consentida, de mujer enredada en amores, me permitió ver a la Juana Inés de los saraos de palacio, la que estudiaba pero también departía con los hombres invitados al salón. Y el balcón de la virreina, desde el cual las mujeres miraban tras la celosía, la perspectiva de una plaza mayor con su catedral inacabada en una capital bulliciosa, habitada por castas y mezclas, mercaderes y religiosos.

Las esclavas negras como Juana de San José, que la madre de Juana Inés le regaló al entrar al convento, o Virgilia, que asistía a las chicas en palacio, me dieron otra óptica y permitieron que el pensamiento mágico coexistiera con el religioso, los bailes y las maneras amorosas más libres de las clases bajas.

Entrar al convento de San Jerónimo fue cambiarle el ropaje a Juana Inés y comenzar a ascender con ella por la escalera de sus logros, de sus apadrinamientos, de sus poderosos lazos con la virreina María Luisa, que fue su protectora, amiga, la única inteligencia femenina a su altura y mujer con sed de conocimiento y relaciones fundamentales. Mujer de su misma edad que estuvo a su lado incluso a su vuelta a España y de quien se ha dicho que sor Juana estuvo enamorada, quizás porque es más fácil este enfoque, que la altura y la sutileza de una amistad apasionada basada en la admiración mutua y la lealtad. En todo caso yo me inclino por esta relación de amistad profunda que será fundamental en
Yo, la peor,
pues la marquesa de la Laguna será el pivote de la última batalla con la palabra que sostendrá Juana Inés antes de morir y contra todas las suposiciones del arzobispo Aguiar y Seixas, el obispo Fernández de Santa Cruz y el confesor Núñez de Miranda (a quienes he llamado los lobos). A partir de esos últimos meses de la vida de Juana Inés, en que las condiciones que le fueron favorables se voltearon en su contra, Juana Inés y María Luisa Manrique, con las monjas portuguesas de
La Casa del Placer,
darán la estocada final. En la estructura de la novela, estos últimos meses en cuatro cartas son el presente detrás del cual las voces de las mujeres recorren la vida de Juana Inés. Encontrar la estructura dependió de las lecturas y la información que me iban dando claridad y complicaban la figura de Juana Inés.

Sin el hallazgo de
Los enigmas ofrecidos a la discreta inteligencia de la soberana asamblea de la Casa del Placer, por su más rendida y aficionada Sóror Juana Inés de la Cruz, Décima Musa
que —indica Sara Poot Herrera— fueron localizados por Enrique Martínez López en la Biblioteca Nacional de Lisboa, en 1968, y muchos años después dados a conocer por Antonio Alatorre, no hubiera sido posible darle esa dimensión a la novela, es decir, la certeza de que Juana Inés no renunció nunca a la palabra escrita, a su sed de conocimiento, a la comunicación con el mundo, al desahogo de su inteligencia. Si ya el lúcido ensayo de Paz sobre Juana Inés había puesto el acento en su deseo de saber y en la libertad del estudio por encima de todo, el hallazgo de los enigmas (acertijos literarios que sor Juana mandaba a las monjas portuguesas para que ellas los descifraran), recalcaba la vocación irrenunciable de Juana Inés. Le devolvían su estatura guerrera, de una heroína y no de una mártir de la historia. Ese papel de Juana Inés me emocionó. Por eso imaginé su batalla contra el arzobispo, el obispo (sor Filotea) y el confesor como la del Quijote con el Caballero de la Blanca Luna (disfraz del bachiller). A Juana Inés y al Ingenioso Hidalgo les tienden una trampa, ambos la libran de diferente manera.
El Quijote
ya había sido publicado en 1605 y quiero pensar que la monja tendría noticias de él, aunque no lo hubiera leído.

Los estudiosos de sor Juana fueron mi guía; con sus reflexiones, hallazgos y luminosa pasión por la vida y la obra de la décima musa, me dieron asideros y alas para la invención. No todos ellos están en la bibliografía que consigno, pues muchas referencias están dentro de los consultados. Sabemos que no es posible acercarse a sor Juana sin visitar los textos de Dolores Bravo, Margo Glantz (y el espléndido apartado sobre sor Juana que dirige dentro de la biblioteca virtual Miguel de Cervantes), Elías Trabulse, Antonio Alatorre, Octavio Paz, entre otros. Los textos de Sara Poot Herrera sobre los nuevos hallazgos en la vida de sor Juana fueron fundamentales para añadir la intriga y el antídoto (bien dice de quienes la asediaron: "dijeron para ocultar, se ocultaron para decir"). Por más que los estudiosos disientan entre sí, pues el tema sin duda enigmático desata polémicas, el novelista debe elegir, optar por las especulaciones que le parezcan más adecuadas para comprender a la figura y su tiempo, y asirse de los nudos concretos de información comprobable (aunque posteriores hallazgos la desbarranquen). En la escritura de la novela hay mucho de viaje y permiso, con inevitables paradas en sitios concretos.

A sor Juana le tocó vivir la segunda mitad de un siglo luminoso en que el renacimiento ocupaba las actitudes de los hombres de aquel tiempo: dudar y conocer. El avance de la ciencia derrumbaba viejas nociones y el planeta y el universo estaban más cerca por las recientes exploraciones y los descubrimientos debidos, entre otros, al telescopio de Galileo. Sin duda había un sustrato nutritivo para que sor Juana no dejase de asombrarse y equiparse. Por ello fue amiga de inquietudes semejantes como la del matemático Sigüenza y Góngora, o la del jesuita Kino. (La crónica de Sigüenza y Góngora fue indispensable para narrar los dramáticos sucesos de la ciudad en la década de 1690: la inundación de la capital, el motín y el incendio.) Si el barroco fue luz y oscuridad, símbolo y representación, Juana Inés se montó en ello.

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