Authors: Monica Lavin
Allí en el refectorio buscó el rostro de su amiga en la otra mesa; necesitaba que alguien comprendiera su zozobra. Algo no estaba bien con su tía. Sor Juana era su familia y mientras a su tía los pesares la retenían en su habitación ella deglutía un caldo colmado de esferas grasosas. Mordió una hoja de laurel todavía crujiente. Sabía del poder de las hierbas y desconocía si aquélla podía tranquilizarla como la valeriana. Andrea y ella se miraron por entre las cabezas de las otras hermanas. Isabel María observó los dedos de Andrea rozar sus labios insinuantes. No era el momento de escarceos y se sintió sola. La angustia la invadía.
La ceremonia había sido íntima, un acto más formal que espectacular. Pero como todo lo que hacía la madre Juana, no podía pasar inadvertido. Mucho menos cuando a la vista de la priora abadesa Encarnación de la Cruz y de otras monjas elegidas por ella se había colocado la última piedra de la clave que cerraba la arquería de la enfermería. Cecilia había visto a la madre Juana escribir tres documentos sobre la mesilla de encino, con esa especial gracia con la que hundía la pluma en la tinta y luego la deslizaba en el papel. Había hecho notar su contenido leyéndolos en voz alta. El uno daba cuenta de la fecha en que el arco se cerraba y alegaba que era por mano suya; el otro copiaba el evangelio de san Juan y la madre lo había leído con emoción, y había dado brillo a su voz cuando refería el testimonio de la luz de Juan. Y el otro, el último que leyó y enrolló para introducirlo con los demás en el cofre metálico que aguardaba en la mesa, dio fe de cómo ella adoraba y creía en ese evangelio y cómo lo había firmado con su mano. Aunque Cecilia no podía negar que la voz sincera de la madre la envolvía y la calidad del acento y la pronunciación de las palabras, como si les diera el peso preciso de su intención, imantaba los ánimos, se sustrajo al arrobo mirando a las religiosas, a la propia abadesa que habían suspendido el aliento ante lo dicho. Miró a la madre Juana enrollar en silencio los legajos, meterlos al cofre y colocar éste en la trabe sobre su cabeza y allí mismo la piedra que lo ocultaría. Cecilia advertía cómo con ese acto firmaba su acta de pertenencia al convento. Necesitaba hacerlo después del golpe que le asestara Fernández de Santa Cruz.
Cuando tomaron el chocolate en el locutorio con huevos reales y buñuelos de viento preparados para la ocasión, sor Cecilia observaba recelosa a la madre que ahora subrayaba la dedicación a sus labores monacales. La miraba sospechosa de esa conducta. No es que Juana Inés no atendiese sus funciones. Tampoco podía desconocer que era una buena administradora, tal vez porque su cabeza clara y cargada de razón y medidas para la poesía era útil en las cuentas y el orden de las operaciones de casa. Pero le daba coraje que después del golpe de sor Filotea se hubiese repuesto y continuara arremetiendo con la pluma ahora loas y homenajes a los virreyes, o villancicos y sonetos religiosos. Qué distinta se le miraba ahora. Bastaba pasar por su celda para descubrirla enfrascada en sus libros, en su particular adoratorio, en esa su iglesia de papel y tinta, para saber que aquella severidad para reprender su infidelidad al esposo Cristo no le había minado el gusto ni la mirada. La respuesta había sido una declaratoria del corazón; sin disfraz alguno explicaba en la carta a sor Filotea las razones de su elección, su devoción al estudio, y sostenía su fe. Cómo le hubiera gustado a Cecilia que en esos días de silencio de la madre Juana la virreina Elvira o la propia abadesa voltearan los ojos a sus escritos. Sí, ella, como el arzobispo y el obispo de Puebla, deseaba su silencio. Pues aunque sor Juana había prometido atender sus escritos, lo cierto es que cuando regresó del convento de Belén, alterada y sin disposición a la conversación, a la única que quiso contarle fue a Juana Inés, quien la escuchó; pero una vez repuesta de aquellas visiones terribles, la monja no leyó uno solo de los poemas que le había acercado, y si lo hizo no dio muestras de interés alguno.
Regar las plantas en los macetones del pasillo permitía a Cecilia volar con el pensamiento. Era como si, lejos de la oración y de otros deberes que pedían su concentración, echar agua a jicarazos a aquellos malvones coloridos la pusiese cerca de ella misma, como si el sonido y el frescor del agua y ese sol taimado de la mañana le permitiesen traspasar su carne gruesa, su cuerpo voluminoso y le aflorasen las verdades de sus deseos. Era cierto que cuando supo de aquella reprimenda pública que hacía el obispo seguida del encierro de Juana Inés y su silencio, había sentido que también la ofendía a ella. La tal Filotea era un hombre desdeñando el uso de la palabra en la mujer; si ahora era el cura otras veces había sido su padre. Recordó cómo hacía callar a su madre a menudo, la condenaba al silencio porque eso era propio de las mujeres. Y pensó con indignación que callando a Juana Inés, el obispo también la callaba a ella, que como religiosa debía poner por encima de todo su condición de esposa de Cristo. Y lo propio de las esposas era callar, atender y obedecer al marido. Retiró las hojas secas de aquellos malvones bermellón y las echó en la bolsa del delantal de trabajo. Pero al poco de ofenderse, pensó en cómo lo que pedía el cura podía servirle a ella, que no estaba conforme con la lección de callar y por eso hacía hablar a los personajes de sus obras. Era muy mala suerte que de todos los conventos de la ciudad, a ella le hubiera tocado compartirlo con una monja letrada. Aunque, por otro lado, su presencia había atraído a las virreinas, a los altos funcionarios e intelectuales del reino, a los hermanos Pedro y Diego Velásquez de la Cadena, gobernador y rector de San Pedro y San Pablo, respectivamente. Pero a ella personalmente ¿de qué le había servido?, sor Juana nunca posó los ojos en sus textos. Qué bueno que la marquesa de la Laguna se había ido ya muy lejos, porque nunca intentó siquiera prestar atención a los folios que Cecilia le había hecho llegar. Elvira, de temperamento más mesurado y sin esa pasión desbordada por Juana Inés, podría tal vez interesarse en ella. Sor Cecilia avanzó por el pasillo. Arrastraba los pies con pesadez. Aquellos días del ánimo detenido de sor Juana quedaron atrás; se había levantado de las cenizas y ya cumplía con el encargo de escribir los villancicos del año. ¿La abadesa no podría haber pensado en ella? Miró la fila de macetones e intentó distinguir la belleza de alguno sobre los demás. Algunos lucían una corola más firme, unos pétalos que ostentaban mejor su jugosa belleza. Pero no era uno solo. Varios. Le dio hambre la noción de esa injusticia.
Hurgó en la bolsa del delantal, donde había colocado una cocada, y cuidando de no ser vista por nadie hincó el diente en aquella dulzura tropical. Le hubiera gustado ir al mar. Pediría que la mudaran a un convento en Veracruz. ¿Qué hacía allí en San Jerónimo a la sombra de la monja? Su juventud podía permitir su cambio, el respaldo sostenido por sus hermanos, también. No quería que la cabeza se le llenase de recelo continuo y de admiración oculta. Seguiría comiendo sin remedio hasta que no cupiera más por la puerta de la celda. Las ideas para las comedias de enredos que antes le producían gozo, el montaje de aquellas piezas con las alumnas del convento, habían dejado de repicar en su ánimo. Dios no le era justo.
Bajó a la fuente para hundir el balde y extraer el agua. Sudaba bajo los hábitos; sudaba de ira porque a pesar de tanta agua que los había asolado ese año, del lago en que se había convertido la ciudad, de los charcos y la falta que hicieron las hortalizas, y la carne, la harina y el azúcar, sor Juana encontró en la amenaza fuerzas para renacer. Escribió con buen tino una silva celebrando el triunfo de la Armada de Barlovento en Santo Domingo y alabó así al virrey Gaspar Sandoval. La historia de esas fragatas volviendo triunfantes a Veracruz después de arrebatar a los franceses lo que éstos habían usurpado la favorecía permitiéndole de nuevo la compañía de la tinta que su imaginación deslizaba por el Caribe turbulento. Y cuando vino el agua en crecidas peligrosas, desbordando los ríos Cuautitlán y anegando Chapultepec y Popotla, rebosando las acequias y arrastrando a los animales y cuando el virrey suspendió los festejos por el casorio de Carlos II con Mariana de Neoburgo, Juana Inés pudiendo naufragar nadó hasta la ribera. Si las lluvias que entoldaron los cielos no hubieran hecho de las suyas tal vez la pluma de Juana Inés se hubiera detenido en la luz celebratoria de esos días de máscaras y músicas en que se representó el casorio del monarca; tal vez los versos hubieran titilado con
la luz de las velas que equivocaban la noche con el día,
como su amigo el bachiller Sigüenza y Góngora había podido escribir para que los ojos de las religiosas en su encierro se encandilaran de rabia por no haber asistido al festejo. Pero quiso el agua que el ánimo de todos se doblegara ante su voluntad de arrasarlo todo, y pareciera que de esa fuerza abrevó la monja.
Sor Cecilia llegó a la planta alta soportando el peso del balde. El calor de agosto le era insoportable a pesar de que apenas pasaban de las ocho de la mañana; su gordura la sofocaba. Se detuvo a respirar cuando sintió una brisa fresca inesperada y luego el alboroto inusitado de los pájaros. El patio se ensombreció de súbito y la monja se apoyó en el barandal para comprender lo que ocurría. Escuchó el aullido de los perros en la calle y el temor que saturaba el aire de la mañana. No era sólo suyo, sintió los pasos alterados en el pasillo y vio el revuelo de hábitos que se agitaban; el patio se cuajó del blanco y negro de las monjas que se hincaban bajo la oscuridad naciente. Las aves graznaron en desconcierto y los pensamientos de Cecilia se apartaron de las envidias y las razones de sus palabras olvidadas en los papeles que nadie leía. Tuvo miedo. Se hincó asida a los barandales entre las macetas y el concierto de gritos y súplicas y el repicar de las campanas de catedral que no anunciaba nada o muy probablemente el fin de los tiempos.
—He pecado de envidia, Señor; perdóname —alcanzó a pedir sor Cecilia.
Entonces sintió una mano posarse en su hombro y escuchó la voz inconfundible de la madre Juana cargada de la misma reverencial emoción que cuando habló del testimonio de la luz.
—Es un eclipse de sol, hermana, no hay nada que temer.
Refugio se incorporó en la cama para poder mirar el mazo montañoso, pero bastó ese leve movimiento para que la tos la crispara y la doblara sobre la palangana que ya le acercaba Casia.
—Que no se moviera, dijo el doctor —la reprendió ante aquel esputo de sangre.
Si ni siquiera se podía asomar para que su horizonte se ensanchara, no valía la pena un minuto más de aquella agonía. Si Hermilo Cabrera siguiera a su lado, tal vez la cargaría con sus brazos fuertes para que, sin tener que hacer esfuerzo alguno, la luz de la ventana la alegrara. También si viviera Hermilo, ella se beneficiaría del clima de Apan y no respiraría la humedad montañosa que la tenía enferma. Fatalmente enferma, aunque el doctor no se lo decía, pero Refugio sabía que escupir sangre era mala cosa y ella ya llevaba varios meses de afección. Había sido necesario asomarse por la ventana, aunque no se lo explicaría a Casia, que ya se alejaba con la palangana rezongando, molesta por la enfermedad de la maestra que les había cambiado la vida a las dos, porque después de leer la carta a sor Filotea, cuya copia había tenido sor Juana la delicadeza de enviarle, su desazón era mucha. Aunque no era ésa la palabra correcta.
Llamó a la criada con la campana de bronce que tenía en la mesilla y le pidió la carta de la monja. Y un té, dijo nuevamente entre toses, porque hablar le agitaba las flemas.
—Estése callada —la volvió a reprender.
Con la carta del puño y letra de su admirada discípula ante sus ojos, debió admitir que la frescura en sus palabras, el tono donde Juana Inés explicaba su gusto temprano por el estudio, sus razones para entrar al convento y no al matrimonio, le pareció encantador. De pronto la explicación era mucho más clara y sencilla que las conjeturas de Refugio.
Entreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de seguridad que deseaba de mi salvación a cuyo primer respeto... cedieron las impertenencillas de mi genio que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros...
Y Refugio sonrió con el gozo de la perfección con que las ideas iban en su estuche de palabras. Y sintió el humor fino, la inteligencia delicada de la niña ahora monja retada por sus atrevimientos de palabra y pensamiento, por ser más hombre que esposa de Cristo, porque sus palabras no correspondían a su circunstancia de monja. Eran desmesura y vanidad. Ella no podía ejercitarlas. Quiso estar a su lado como en casa de los Mata cuando la vio chiquilla avispada y ambiciosa. Le hubiera gustado escribirle a Velásquez de la Cadena para que la siguiera protegiendo ahora que la virreina María Luisa estaba tan lejos, pero el secretario de Gobernación y Guerra había renunciado. Cincuenta años en su cargo sin duda habían permitido tranquilidad a la monja, y a Refugio que le seguía atenta los pasos. Pero ahora la necesidad de esta defensa pública dirigida al obispo de Puebla, la impostada Filotea, mostraba su vulnerabilidad y su fortaleza. ¿Cuánto tiempo más resistiría la monja aquel asedio? Y así postrada como estaba Refugio volvió a leer el párrafo donde ella aparecía.
Digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que le daban la lección, me encendí yo de tal manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, le dije que mi madre ordenaba me diese la lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero por complacer al donaire me la dio. Proseguí yo en ir y ella en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó (Dios la guarde), y puede testificarlo...