Authors: Monica Lavin
—Ya te he dicho, Trini, que quiero la infusión en la cama. ¿No has entendido?
—Todavía no es la hora, señora —se disculpó Trini, desconcertada.
Pero María no tuvo clemencia.
—La hora es cuando yo decido que sea la hora.
Y con su marido se retiró a su cuarto. No fueran a creer que ella padecía celos por su marido. Luego Juana Inés le podía contar a su hermana Isabel y la familia entera sabría. El era intachable; por lo menos a ellas les debía quedar claro. Arrimadas, murmuró por lo bajo. Juan exclamó "shhh" y la siguió.
Desde la columna que la protegía de ese momento, Bernarda Linares distinguió a Juan Mata que entraba a la catedral de México seguido de su familia. Ya se lo había dicho:
—En este día, hermosa, las cosas serán diferentes. Me acompaña mi familia a Palacio, los virreyes quieren conocer a mi sobrina Juana Inés y he aprovechado que es su cumpleaños para acercarla a ellos.
Bernarda encontraba esa pretensión un tanto pueblerina; de alguna manera a la chica le parecía sospechoso aquel deseo de presentar a su sobrina a los virreyes y, claro, la fastidiaba que con ello tuviera que tolerar la presencia de la mujer de Mata en Palacio, en su territorio. Por eso prefirió ubicarse en una banca muy cerca del costado de la nave central. Sabía que los virreyes aparecerían tarde y ocuparían los lugares al frente en el lado derecho. Eso le permitía escoger un lugar protegido: cerca de la virreina pero a distancia. Le hubiera gustado permanecer atrás, en la penumbra y entre la chusma, aunque le molestaran los olores a pueblo, a arriero, a aguador, a mestizo, a negro y hasta a español de segunda. Porque los había como su tío Gervasio, que nada más vino a agusanarse a esta tierra y a añorar a su Pamplona y a beber y a tirarse a las calles. Hasta que lo abandonó su mujer y lo recogió la negra que lo limpió, lo visitó y lo cuidó. Su padre no lo había vuelto a ver más, sobre todo desde que Bernarda había sido aceptada en Palacio. Mira que pensar en el tío Gervasio cuando eran otros los temores que la asaltaban y cuando no debía ser, siendo ella una de las damas de la corte de la recién llegada virreina. Tal vez fueron sus caireles rubios y sus ojos aceitunados lo que gustó a la marquesa de Mancera, o su acento castizo, porque habiendo nacido en México sus padres no permitieron que los giros locales, el náhuatl y el habla callejera, mezclada y sucia, contaminara su dominio de un español de cuya herencia árabe no se hablaba. Tal vez fue que la chica era alegre, risueña, porque habían sido muchas las familias que asistieron a la recepción de bienvenida, muchos quienes rindieron los honores a los virreyes y presentaron a sus hijas a la virreina alardeando virtudes y la necesidad de que fueran educadas en las maneras de la aristocracia europea, otros tantos los que alardearon de las nociones de baile de las chicas, que lucían sus torsos mínimos, encorsetados, sus breves senos en el escote intocado, los lazos y los refajos, los zapatos de seda y los abanicos de marfil. O tal vez su fortuna había sido cantar aquella tonadilla de la tierra de sus padres cuando el sarao de bienvenida terminaba y los músicos se entretenían con canciones populares alemanas que gustaban mucho a la virreina, pues su padre había sido un diplomático germano en la corte de Carlos II. Sin el consentimiento de sus padres, quienes seguramente se habrían abochornado de que su hija exhibiera su espontaneidad festiva y aprovechando una melodía que el músico insinuara en el laúd, comenzó a cantar y alegró de tal manera a la concurrencia con su voz traslúcida, que cuando la virreina inclinó la cabeza aprobatoria los padres de Bernarda supieron que había sido aceptada.
Entraron por el pasillo central. Por primera vez Bernarda observaba un pedazo de la vida de todos los días de aquel hombre con el que se encerraba en el salón de música, sin que la virreina notara los jugueteos entre ellos. Además, las otras chicas de la corte, todas ellas jóvenes solteras, sostenían conversaciones con los hombres que allí asistían y de cuya presencia consentían los virreyes, pues aquella forma de intercambio de palabras y mundos suponía una educación para ellas; así se lo había hecho saber Juan Mata cuando ella temió la desaprobación de la virreina. Ese escarceo de las chicas era una preparación para el matrimonio con los criollos o los españoles más ricos de la Nueva España. Le pareció extraño verlo entrar sosteniendo en su brazo la mano de aquella mujer vestida de oscuro, con un velo tapándole el rostro y con un paso inseguro pero altivo. Se acercaron atrás de la fila reservada a los principales, y para su fortuna, en el lado opuesto de la nave. La mirada de Juan, imperturbable, le pareció pedante, y su postura la de un viejo; era increíble cómo una mujer mayor podía afear a un hombre. Lo encontró mucho más parecido a su padre y le irritó haber dejado que sus manos le mostraran el placer de las caricias en los pechos. El órgano dio los primeros acordes; la misa comenzaba y todos se ponían de pie. Bernarda se detuvo de la pilastra; le produjo asco ese gozo que la piel ajada de Juan provocaba sobre la suya, delicada y nueva. El llamado del arzobispo la volvió al altar y pensó que algún día ella entraría del brazo de un hombre joven para que se oficiara su santo matrimonio, y que entonces se vengaría de Juan Mata. Lo invitaría para que imaginara las manos del joven estremeciendo su piel con las ansias salvajes de la edad. Contemplaría la espalda figurándose la redondez de sus hombros que le gustaba lamer. No voltearía, no quería ver el cuerpo flojo de la mujer con la que había procreado, no quería saberse de segunda; ella era "el canario de la corte", como le decía el virrey, un tanto coqueto y un tanto celoso al percibir la cercanía con Juan Mata. Pero por fortuna, los hombres, su padre mismo, tenían ocupaciones más serias que observar los devaneos de una muchacha; si no, ya la hubieran retirado de Palacio, donde esperaban que a la par que aprendía las maneras cortesanas, la gracia y el roce que le darían un buen matrimonio, conservaría su virginidad y la devoción a sus padres y a Dios. Habiendo confesor en Palacio, los pecados de las niñas estaban contenidos.
Bernarda, temerosa de Dios, pero sobre todo del padre Antonio Núñez de Miranda y de su mirada severa, ocultaba el escote de su vestido con las manos cuando lo veía voltear la cara a la vista de alguna chica. Le aterraba cómo exaltaba los conventos a donde las jóvenes debían entregar su juventud, su recato, su pasión. Más que a Dios, temía al padre Núñez. De saberla impura, entregada a un hombre casado que la desvirgara con su consentimiento en la oscuridad de su habitación, la habría condenado a la vida monacal, a la vergüenza y a la deshonra en casa de sus padres, a la penitencia permanente. A la culpa. Y Bernarda, que cantaba con más ahínco y más belleza después de haber estado en brazos de Juan, no podía sentir culpa por la ingravidez de su cuerpo, por aquel mareo celestial que le provocaba la pérdida de realidad cuando Juan la poseía. Por eso tenía que mirarlo, era irremediable no sentirse suya; pero era la mujer de Juan Mata que asistía a misa y que iría a Palacio con él, y con aquella sobrina que intentaba reconocer entre los fieles; allá, al lado derecho de Juan. Cuando se pusieron de rodillas fue más fácil ver la nuca delgada de la joven de cabellos oscuros y vestido de seda avellana y celeste. De lejos, Bernarda observó sus pendientes, pero ninguna joya al cuello. Ya le había dicho Juan que la chica era pobre, que, como su mujer, venía de haciendas más allá de Chalco y que no tenía padre que respondiera por ella. Que muerto el abuelo, él había protegido a la criatura por su inteligencia y porque era mejor que traerse a cualquiera de las otras. Y que algo había que hacer por la familia, pero que la pobreza era un mal que él no podía resolver. Bernarda miró el anillo de zafiros en su dedo, sin concentrarse en las palabras del cura que no entendía porque sólo tenía nociones de latín, y lo acercó a sus labios. Lo besó como besaba la boca de Juan Mata, una boca dispuesta a todo, una boca que la hacía cantar. Y pensó en lo afortunada que era en ser una Linares, una hija de oidor; de tener un solar grande y una dote para casarse con un hombre que le mercara anillos, le pagara cocineras y caballerangos, la ataviara con sedas y tafetas, la llevara a misa en carroza, al campo, a las romerías con el cargamento de embutidos y quesos y vinos y músicos. Podía tener un marido que pagara a un pintor para que la retratara, como lo había visto hacer a otros principales de la corte. Si no, que Juan pagara al pintor, o su padre, ahora que todavía era un capullo, como le decía su amante. Un capullo al que hay que arrancar los pétalos. ¿Le habría arrancado todos y cada uno a María Mata, su mujer, y por eso lucía tan sosa? Juan aprovechó el momento en que se levantaban los fieles a la comunión para buscarla. Eso le pareció a Bernarda que, no queriendo ser descubierta, alejó la vista. No quería que supiera que lo estaba padeciendo. Se tuvo que unir a la procesión que comulgaba, pues no era bien visto que ninguna dama de la virreina se abstuviera de cumplir con sus obligaciones católicas. Se cubrió el rostro con el velo amarfilado y se encaminó a la procesión. Allí pudo ver de frente a aquella sobrina que era la causante de que esa noche Juan no le prodigase sus atenciones y arrumacos. Volvía con los ojos bajos y las manos engarzadas al frente sobre la falda de terciopelo de su atuendo de fiesta. Era demasiado sobrio para una joven y demasiado austero para Palacio. Pero había algo en su andar seguro, en la serenidad que emanaba, que le produjo una inquietante curiosidad. Una chica muy inteligente y estudiada, había dicho su tío, y eso le había asombrado sobremanera, pues no conocía a ninguna chica apegada a los libros. Su fuerza la perturbó y olvidó el malestar por María Mata. Se hincó, cerró los ojos y abrió la boca. Sintió la delgada película de trigo entre sus labios; dijo "Amén" y apretó con fuerza. Le parecía que el peligro en Palacio sería otro; esa noche, aunque quisiera la virreina, no cantaría.
Miraba hacia el borde de la escalera de entrada porque esperaba verlo aparecer de un momento a otro. Más que el asombro por aquel salón de Palacio, ricamente decorado con tapices orientales, con cuadros alusivos a los reyes católicos, a la travesía de Colón, y en el centro el retrato de los reyes Felipe IV y Marina de Austria, Refugio esperaba halagar sus ojos con la presencia de Hermilo Cabrera. Sentada en el salón, con una copa con jerez entre las manos, la maestra sintió que el cuerpo se le vencía, que toda la tensión anterior se escurría entre su piel y la tela del vestido hasta los pies y que la abandonaba como un charco de metal derretido. El charco podría formar un cuenco de plata, pero eso que le pesaba tanto ya no era más suyo. Se sentía bien en aquel vestido rosa, con el remate de encaje verde pálido, la cintura remarcada y la botonadura de pequeñas rosas talladas en hueso al frente. Aquello no era fácil de apreciar y se necesitaba una vista delicada para notar aquel trabajo detallado, propio de una prenda sofisticada y costosa que no era suya. La carroza que había pedido Juan Mata para la ocasión había tenido que esperar a que se resolviera el drama doméstico desatado minutos antes de salir a Palacio. Refugio observó, desde el pasillo del piso segundo, que Juan y María aguardaban al resto de la comitiva en la sala de estar; tocó en la habitación de Juana Inés para que bajaran juntas. No podrían llevar a la pequeña María por su edad. En las fiestas de Palacio, por la noche no estaba bien vista la presencia de los niños. Refugio la había consolado y la encontró ahora repuesta aunque llorosa. Dijo que bordaría con su nana las letras que les había dibujado Refugio esa tarde. Así que una vez plantado el beso en la frente de la niña, Refugio observó el arreglo de Juana Inés: el vestido de seda avellana con encaje ahuesado, las mangas con remates azul cielo igual que el bajo de la falda. Las caderas se le veían más abultadas y el torso más fino por el efecto de los refajos que por primera vez usaba.
—Estás hermosa —dijo a la joven, quien le replicó que ella también.
Refugio tenía sus dudas respecto de aquel atuendo que le había comprado su marido cuando todavía vivía, doce años atrás, y que a duras penas le entró.
—No puedo respirar —se rió, y contagiada del placer juvenil de ataviarse para una fiesta, bajó detrás de Juana Inés hasta el recibidor donde Juan y María aguardaban impacientes. Escuchó los halagos que brindaron a la festejada; la tía había elegido el modelo y lo había mandado a hacer con la modista de la familia.
—Costó una fortuna, mujer; cómo no iba a lucir la sobrina con él —dijo Juan.
Pero cuando Refugio ocupó sus miradas, todo fue silencio. La mujer perdió el paso y la juventud que había estrenado en lo alto de la escalinata. Se enfundó con la capa de terciopelo oscuro pero María no pudo contener el comentario.
—Así no nos puedes acompañar —dijo tajante.
Juana Inés la miró compasiva, pero Refugio le reprochó no haberla defendido en este momento.
—¿Por qué no me lo dijiste, Juana Inés? —atacó sin saber dónde colocar su malestar.
—Me parece bien, tía —insistió Juana Inés.
—Para Palacio no, criatura —dijo Juan Mata—. Allí es puro lucimiento, última moda. La virreina ama el fasto, los atavíos, y es buena conversadora.
—No voy —insistió Refugio, subiendo ya la escalera.
—Ni yo —la siguió Juana Inés.
Ya la tía corría a su habitación buscando algo con qué resolver el desaguisado. Refugio se sintió como una niña caprichosa, absurda, y obedeció a María sabiendo que tendría que ceder a lo que ella dispusiera porque en el fondo no quería dejar de encontrarse con Hermilo, como lo habían dispuesto días antes. Los ojos se le habían enrojecido con el llanto agolpado y se sentía herida de vanidad; pero se probó, uno tras otro, los mejores vestidos de María Mata, que para la ocasión se había hecho uno especial en terciopelo vino. Pero María era más baja y más ancha, y la cintura no rimaba con el punto donde estaba la de Refugio, que tenía el torso muy largo y muy delicado, como una niña, y en el que los pechos frondosos desentonaban. No le importó estar allí en medio de tía y sobrina, con las bragas largas y el corsé luido, ajustado al talle. Se desplomó sobre la silla mecedora e insistió en que se fueran y la dejaran. La misa debía haber comenzado.
María gritó a Trini, que subió a toda prisa ante ese imperativo que denotaba el estado alterado de la señora.
—Lleva este mensaje a la señora Argüelles; aprisa, ve a caballo con Hilario, y esperas antes de volver a que te dé lo que le pido.