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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (5 page)

—Te voy a extrañar —le dijo Josefa cuando cerraron el baúl, como si al hacerlo aceptara el destino. Pero Inés no contestó, se asombró por el rigor con que la lluvia caía justo en ese momento y salió al pasillo para mirar el espectáculo. Josefa contempló a Juana Inés, con aquella larga trenza oscura cayendo en la espalda, que miraba el resbalar del agua en las tejas planas y la caída de la cascada furibunda frente al alero. Se puso a su lado para abarcar lo que los ojos de su hermana registraban en esa última tarde en Panoayan.

—Voy a extrañar la lluvia —le dijo Inés.

Beatriz, lejos del Mediterráneo

Beatriz Ramírez había aceptado su destino de mujer que se embarca con el marido, cruza el Atlántico y llega a la Nueva España, con sus vestidos de verano, airosos para pasear en el malecón de San Lucas de Barrameda, demasiado airosos y frescos para la sierra de Huichapan, difíciles de usar en las humedades frescas de Nepantla, imposibles en Panoayan. Mientras hacía vainica a aquella saya de lino de su nieta, bajo el alero de la casa grande, pensaba en aquel vestido de pintas verdes que había estrenado a los dieciséis años. Tenía un escote pronunciado y era preciso que lo llevara con un mantón blanco. Aun así, cuando su madre la perdía de vista y ella se escabullía con las amigas en aquel paseo donde bebían horchata y gozaban el frescor del domingo, ella dejaba que el mantón le resbalara hasta los codos y lucía ese escote con senos firmes y vistosos. Su piel apiñonada, su cabello oscuro y el verde le ganaban las miradas de los chicos. Algunos pasaban por la panadería de su padre para seguir mirándola entre semana, cuando ella ayudaba a la hora de la merienda despachando la bollería. Beatriz sonrió porque la tarde plácida, con el revoloteo ocasional de un petirrojo en el único árbol del patio, le devolvía la fortaleza de su pelo bruno, su propia sonrisa. Cómo le hubiera gustado que alguien la pintara, como a los grandes señores, y conservar una imagen de lo que había sido para no estar tan sola con su recuerdo. Era verdad que a veces Pedro, por las noches, se le acercaba en el lecho inesperadamente, deseando todavía las lindeces caídas de su cuerpo, y así, en penumbra, la lisonjeaba. "Cuando iba por el pan, quería robarme los bollos de tu escote." Pedro los acariciaba inventando su pasada altivez y Beatriz, bajo las manos toscas de su marido, recobraba su jugosa mocedad. Quién hubiera dicho que tanto atrevimiento de Pedro Ramírez la arrancaría del olor a pan recién horneado por su padre, del dulce canto de su madre, de su hermano Juancho, tan dispuesto a la bellaquería y a la risa, de su perra Petronia, del burro Pancracio en el que cargaban el pan que repartían a la alcaldía y a los caseríos de las afueras del pueblo. Quién hubiera imaginado, cuando andaba revoloteando con su vestido verde alunarado en las fiestas de la Almudena, que su primo Pedro Ramírez ya la tenía en la mira, para herirla con su pupila, con sus palabras y sus manos que la pedían en matrimonio. Qué fácil dijo entonces que sí al casorio con el joven de las ideas firmes, que presumía de criar las ovejas del padre y de haber hecho dinero con ello, el suficiente para que tomaran el barco a la Nueva España y tuvieran casa, dinero y se volvieran los señores que Sanlucar de Barrameda no permitió. Ya no más el pescador y la panadera. Beatriz lo debió sospechar cuando Pedro Ramírez, viviendo a pie de mar y viendo todos los días los barcazos y barquitos zarpar, se enorgullecía de que Cristóbal Colón hubiera partido de Sanlucar a su tercer viaje a América. No era difícil que se le ocurriera treparse en el barco sin ovejas pero con el oficio de ganadero y con la mujer del vestido de lunares verdes y con la idea de cruzar el océano para empezar una vida incierta. La colonia no tenía ni cien años de fundada y ya se hablaba de sus maravillas. Llegaban noticias de los que regresaban cargados de riquezas, o de los que nunca volvían y permitían que quienes se quedaban en la España de Carlos V se solazaran en imaginerías de paisajes coloridos en flores y aves, en chorrear de agua y verdor permanente, en casas con muchas habitaciones y servidumbre, y un clima en que el frío era la excepción. Tanto viajero ensalzando, y Pedro Ramírez tan aguerrido, que a Beatriz no le costó trabajo empacar en aquel baúl de estreno su ajuar de recién casada, sus sábanas bordadas, sus mantillas y su entusiasmo, y hacerse a la mar. Hacerse al amar. Porque de qué otra manera hubiera partido tan ligera, sabiendo que no volvería a ver a su familia. Dejó a un lado la saya blanca y la silla de bejuco que sostenía su espalda y caminó a la cocina. Preguntó a María si ya estaba horneado el pan de la merienda. Pero la negra le señaló una tortilla en el comal.

—Es temprano para los recuerdos, señora Beatriz —le dijo.

La conocía. Sabía que cuando se le metía en la cabeza la tierra que había dejado, tenía que desatragantarse con miga de pan recién hecho, como si se le hubiera atravesado una espina de pescado.

Pero Beatriz no comía tortilla, no le gustaba el sabor del maíz, y aunque Pedro se había amoldado a las costumbres de esta tierra y comía lo mismo los cactus rebanados que las espesas salsas de pimientos, almendras y chocolate, ella no se podía hacer a los sabores mezclados de lo dulce y lo picante. Miró en el horno donde crujía la leña y pidió a María que le avisara en cuanto saliera un bollo.

—¿Le falta el mar? —le preguntó María.

Beatriz no contestó, porque no le gustaba compartir sus tristezas. Tenía un buen hombre a su lado, y después de dejar tanto, eso la consolaba. Tenía suerte. Sería la Virgen de la Almudena que la amparaba en su habitación, con su vestido blanco, lavado y relavado en los trajines de la mudanza. Tenía suerte de seguir acompañada. Sus hijos varones no habían hecho vida con mujer alguna, su hija Isabel se quedaba sola con tres criaturas y ahora comenzaba nuevos lances en Nepantla. Y ella seguía con el hombre que le había dicho al otro pretendiente, Andrés, que si le rondaba bajo la ventana de casa lo colmaría a patadas, el que la llevó del brazo en la procesión de la Virgen para la Semana Santa, y así, entre saetas, pegadito a ella, embelesado por sus ojos oscuros, su cuerpo acinturado, sus redondeces, le susurraba que era más guapa que la Virgen y que la quería para él sólito. Que no la iba a compartir con ningún moscardón y que él sabría hacerla feliz; le daría casa, comida, compañía, placeres y palabras, y Pedro Ramírez, cuarenta años después, lo seguía haciendo. Quiso decirle cuánto extrañaba el vestido verde de pintas con que él la asaeteó con la mirada. Pero ella no compartía sus tristezas. Maldito bollo que todavía estaba crudo. Quién iba a imaginar: señora de Almudena, que pariría en el otro lado del mar once hijos de Pedro Ramírez de Santillana.

Decidió buscar a su marido. La tarde caía franca y no esperaba que siguiera en el campo. Después de la siesta, su marido solía caminar un poco y luego apartarse a la biblioteca. Aquí, en Panoayan, habían podido construir capilla y biblioteca, una al lado de la otra, para que la bendición de Dios los colmara de dones y conservara la salud de los hijos nacidos en Nepantla y en Huichapan, y ahora la de los nietos, y que su marido pudiera dedicarse a las lecturas que tanto le placían, pues había sido varón afortunado en tener instrucción. Que no todos la tenían y ellas casi ninguna, pero Pedro fue a las enseñanzas, y como su padre era amigo del alcalde y del cura, le había escuchado sus conversaciones y había visto que se perdía entre las tapas de aquellos libros que se antojaban secretos.

—Por eso me gustan, Beatriz —había dicho a su mujer—. Con ellos me desaburro; puedo ver nuestra España y me entretengo con las andanzas de los caballeros.

Beatriz recorrió el pasillo hasta la biblioteca; al ver la puerta entornada asomó la cara. Frente a la mesa, en su silla de lectura, Pedro tenía a Inés en las piernas, mientras le mostraba el libro que estaba sobre la mesa. Beatriz se acercó despacio; no quería interrumpir, pero no podía resistir contemplar aquello que los tenía absortos y juntos. Los dos apenas levantaron los ojos, y sin emitir palabra siguieron en lo suyo. Beatriz se colocó a espaldas de su marido y con la luz de la vela asistió a lo que ellos miraban. Eran mapas del mundo. Lo que le faltaba.

—Así creían que era el mundo hasta que Cristóbal Colón llegó a esta tierra donde tú naciste —y Juana Inés, con su dedo, recorría el camino desde Portugal hasta las islas del Caribe.

—¿Aquí llegó, abuelo? —y con su voz menuda y ronca, descifró el nombre del sitio donde había puesto el dedo: Santo Domingo.

Beatriz asistía a un diálogo imposible de entender para ella. La niña leía. Ninguna de sus hijas había aprendido. Sería que ahora su marido tenía el tiempo de sentarse a compartir libros y que antes las faenas del campo lo tenían tomado. Ahora había más servidumbre y las tareas mayores las hacían otros. Pedro se había ganado el tiempo de lectura y con ello la cercanía de su nieta.

—Pero, ¿así se llamaba la isla cuando llegó Colón?

—Así le puso; el castellano es cosa que se trajo del otro lado del mar. Aquí había indios, nada más.

—¿Y negros? —preguntó inquieta.

Beatriz quería escuchar la respuesta. Comprendía que la presencia de la nieta le daba luz a Pedro, como cuando charlaba con su yerno Juan Mata durante las pocas veces que venía desde la capital, o como la que había iniciado con Diego Ruiz Lozano, quien pretendía a Isabel y quien, como capitán, tenía una conversación que agradaba a Pedro. Las preguntas de la niña le gustaban.

—Vinieron por barco, desde África, pero no por su voluntad, como nosotros. Ellos están hechos para el trabajo; por eso son negros.

Juana Inés pasó la hoja hasta que dio con el mapa.

—Mira, abuelo, esto es África.

Entonces, Beatriz se acercó al cuaderno para comprender de qué hablaba y cuando reconoció lo cerca que África estaba de España, sintió que ellos, los que trabajaban en su casa, no eran tan lejanos, y que también padecían de
arrancamiento.
Esa era una palabra que se le había ocurrido un día al recoger setas de san Juan, mientras les tronaba el tallo para zafarlas del suelo. Ese arrancar tan fácil e irreversible le recordaba su situación.

—Pero algunos ya nacieron aquí. Como tu madre —explicó Pedro.

—¿Entonces son de dos lados? —preguntó Inés.

—De dos lados no; del más nuevo que es hijo de España.

—¿Pero no hay Nueva África?

—No, hija, ellos sí son de dos lados.

Beatriz sintió esas palabras como dardos que se clavaban en los lunares de su vestido verde aceituna y que le sacaban puntitos de sangre. Tal vez sus hijas Beatriz, Isabel y María sí eran de este lado; pero ella, Beatriz Ramírez, siendo de dos lados, era sólo de uno: de Pedro Ramírez.

Salió de la biblioteca por la capilla y oró frente a san Miguel; pidió por la larga vida de su marido, porque sin él ella no tendría sitio. Esa noche, después de comer el pan recién horneado de la merienda, Beatriz fue quien se acercó al cuerpo recio de su marido, fue ella quien rozó sus pechos contra la espalda porque quería que le mostrara una vez más que ella era suya. Y Pedro no pudo resistir la provocación de su mujer.

María Izta de los Volcanes

Ser la mayor no era fácil. No era raro que el padre se ausentara, pues a menudo iba a la capital o al puerto de Veracruz a vender las pieles de becerro o de cabra o las de oveja de cuya suavidad presumía; pero esta vez había transcurrido más de un mes y dos y entendía que algo no estaba bien. Su madre se había puesto enferma, alegaba que eran las jaquecas y pedía que las tres niñas la dejaran sola en la habitación de la casa grande de Nepantla.

—Llévate a Josefa y a Juana Inés a pasear, vayan por la miel. La miel me hará bien.

María, Marieta, como la llamaba su familia, prudente por demás, no se atrevía a preguntar por el padre; sólo sentía un extraño cosquilleo en la panza. Advertía que la normalidad se había violentado. Pedro de Asbaje tardaba no más que un mes en aquellas ausencias de comercios, y al regreso las colmaba con regalos: a su madre, zarcillos que tanto le gustaban; a ella un abanico de caras chinas; a Josefa y a Juana, un juego de té en miniatura. Eso era lo que había traído el padre en su último viaje. María estaba pendiente aquella mañana del trote de caballos mientras se alejaba con sus hermanas. Miraba de cuando en cuando hacia la entrada de la finca junto al camino, pero no había más ruido que un pasmoso zumbar de abejas y las voces de Josefa y Juana que cantaban la tonadilla de los peines.

María se resignó y alejó la vista y los oídos de la promesa del galope que anunciaría el regreso de su padre. Se concentró en el verdor al frente, en que bajaran con cuidado por la ladera de la barranca hasta el borde del río. Su madre no enfermaba fácilmente, era alegre. A veces callada, pero no se encerraba como estos días en que la luz del sol le molestaba. Tal vez sabía algo que María y sus hermanas ignoraban.

Se enteró días después, ya que su madre seguía en cama y, siendo la mayor, la mandó llamar. Estaba recostada, con el pelo recogido en una trenza oscura que caía sobre su hombro. A María no le gustaba verla así; que estuviera enferma era como si permaneciera lejos. ¿Acaso se enteró de que la sangre le había empezado a escurrir entre las piernas y que había sido Francisca quien le dio los paños para que los colocara en las bragas, atados a la cintura para evitar que se movieran? Y ella asustada, y la negra diciéndole que no molestara a su madre. Ella harta, aburrida de que su madre fuera una cosa ajena. ¿Qué no imaginaba que a ella y a sus dos hermanas también les dolía la ausencia de su padre? María no preguntó nada; se acercó disimulando la rabia que le producía la postración de su madre.

—Estoy sin fuerzas —la escuchó—. Nos iremos a Panoayan, a la casa del abuelo Pedro.

A María le pareció que las palabras caían como el agua de la cascada en el río, que le pegaban en la coronilla y que escurrían por su cuerpo llevándosela de esos campos, alejándola para siempre de los paseos con su padre, quien le describía la tersura de las pieles, cómo las secaban y les daban color, y cómo las había crespas o blandas; cómo unas eran buenas para cinchos, otras para calzado y sólo algunas para las chaquetillas y los gabanes. Y su madre insistía:

—¿Escuchaste, Marieta? Ve con tus hermanas para que guarden sus cosas en los baúles.

María, sin moverse, sus pies fundidos con la esterilla de la alcoba.

—Marieta, ¿estás bien? —preguntó su madre.

—¿Empacar todo, mamá?

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