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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (7 page)

Si hubiera tenido un hijo —pensaba mientras se restregaba el vientre que nunca había crecido como el de otras mujeres— le habría leído los versos de los libros, los rezos, los salmos, para que su alma se llenara del poder de las palabras. Habría construido tal vez un cura o un obispo que cautivase con la verdad de sus sentencias, con la belleza de las verdades divinas, o un licenciado que litigase con las palabras para convencer a los jueces de su verdad, o un gobernante que trajera consuelo por las cosechas perdidas y que prometiese puentes y sanatorios y un futuro de grandeza y bienestar. O un hombre que con palabras se explicase el mundo, los planetas y las estrellas en el cielo, el crecimiento de las plantas, las dolencias del cuerpo. Porque un poeta no era cosa corriente, y menos en una mujer tan niña, tan de campo, tan lejos de las universidades y de la capital.

Una vez vestida y protegida con la capa de paño de aquel clima cambiante de primavera, caminó a la casa de mulas para que la llevaran a casa de los Ramírez, en Panoayan. Confiaba en encontrarlos y sorprenderlos. Además, ella misma quería ver cómo era la biblioteca de don Pedro Ramírez, que tanto bien hacía a la pequeña poeta. Pero el mulero estaba dormido sobre los sacos de trigo en el tejabán y tuvo que acercarse mucho y soportar su olor a pulque rancio mientras lo zarandeaba para que despertara. Y aunque dudó de la solvencia física de Pancracio, no tuvo más remedio que ponerse en sus manos en el camino. Un poema como el de Juana Inés bien valía el riesgo.

La voluntad de Pedro Ramírez

Estar alrededor de aquella mesa, rodeada de sus hermanos y sobrinos, le producía a María Mata gran desasosiego. Podría jurar que el aire del campo ya no le venía bien y que, a pesar de haber vivido en Panoayan, su cuerpo padecía el polen de los nogales, el ondular de las espigas, la bosta de las vacas. El negro Jacinto vertió el agua de limón en su vaso y María lo apuró, pero no fue suficiente para quitarle el mareo que tal vez le venía de aquel largo trayecto desde la capital. Observó la cara de su hermana Isabel, que ya la miraba asustada porque se había desplomado de lado sobre la silla vacía, justo en el momento en que la pequeña Juana Inés se había levantado para ayudar con el cesto de pan que no estaba en la mesa.

—Eso de viajar sola no te va bien —le dijo Isabel a su hermana con una sonrisa cuando la vio abrir los ojos y entrar en color.

La mirada de María vagó entre las vigas del techo del comedor y las palabras de su hermana. Notó que las manos de Isabel desataban la falda un tanto ceñida en la cintura. Se sabía que esas acciones ayudaban, aunque no se supiera la razón del vahído súbito, del trastorno de la vertical. Tal vez Isabel tenía razón; no acostumbraba venir sola a Panoayan. El trayecto desde Santa Anita a Chalco por agua era lento, largo y húmedo, y en Chalco era preciso abordar la diligencia hasta Amecameca y, apeándose en la ciudad, ir en mula o a pie hasta Panoayan. Por otro lado, desde que se casó y emigró a la capital no había hecho el viaje a solas. Aunque cuando se incorporó, ayudada por las sales de enebro que alguna de sus hermanas o cuñadas le acercó a la nariz, y vio a su madre impávida, ajena a lo que ocurría del otro lado de la mesa, comprendió que era la falta de su padre, el gran hueco que había dejado Pedro Ramírez, lo que la había violentado así, adelantando las respuestas de su cuerpo a los pesares del pensamiento. Beatriz Ramírez salió del ensimismamiento preguntando a diestra y siniestra qué pasaba. Y cuando se le puso al tanto, le dijo a María que tal vez era una locura venir de tan lejos habiendo dejado a los críos y sin el cuidado de su yerno, a quien tanto estimaba. María se ofendió con los comentarios de su madre. Juan era su yerno favorito, pero tal vez no sólo era su yerno favorito, sino que su presencia resultaba más grata que la de ella misma. Juan era afable, conversador versado; el comercio de los vinos lo había colocado en muy buen lugar. Sabía lo que pasaba entre virreyes y nobles porque estaba convidado a las tertulias de palacio. Su madre gozaba el cotilleo de aquel mundo ajeno, el de los palacios y las plazas, de obispos y de grandes mercados, de vestimentas vaporosas y de damas empolvadas.

—Pues no ha venido, madre, pero yo sí —dijo María, ya compuesta, y de nuevo bebiendo limonada que Jacinto dócilmente insistía en verter—. Y vengo por cuestiones que mi marido y yo hemos discutido y que quiero exponer aquí a mis hermanos todos y al capitán Diego Ruiz Lozano.

De inmediato, el capitán hizo callar a los pequeños de los hermanos Ramírez que cuando se reunían formaban una prole extensa. María, la negra, salió de la cocina con el puchero para servir a los invitados, pero Isabel, que vivía allí, pues había recibido Panoayan como herencia de su padre, como dueña y señora, indicó que aguardara. María esperó a que la negra reculara con el perol y dijo a su madre que Juan y ella querían invitarla a vivir con ellos en la capital. Que no les parecía que estuviera sola en esa gran casa, con los fríos y las lluvias, y que al fin Isabel y Diego ya se encargaban de la crianza y la cosecha. Que sus nietos apreciarían mucho su presencia. María, que tanto tiempo llevaba lejos de Panoayan, había emulado la cordura y las acciones de Pedro Ramírez. "De quedarse sola Beatriz, acogedla y dadle una vida tranquila y amorosa", habría dado por sentado su padre. María había hecho suya esa misión inexistente. Tal vez porque haberse mudado a la ciudad le hacía culpable de la distancia que ahora, a falta del patriarca Ramírez, debía subsanar con la presencia de su marido.

Hijos y nietos miraron a Beatriz, que pellizcaba la miga del pan y la moldeaba entre sus manos huesudas. Por fin, Diego, que sintió su deber de yerno no oficial ultrajado, indicó:

—Pero ésta es su casa, doña Beatriz. Isabel y yo no tenemos intención de que se vaya, pero si los climas de la capital y la vista de sus nietos Mata la alegran, todos estaremos de acuerdo con su bienestar.

María miró severa al capitán. Así como le había alegrado que acompañara a su hermana, le parecía que usurpaba el cargo de su padre, con elegancia, pero resobándolo a los demás. Era increíble que su hermano Diego —para colmo, con el mismo nombre que el capitán—, desde que se había asentado en Nepantla con Magdalena Cortés, pagando el arriendo de la finca con dificultades, no emitiera palabra alguna para proteger a su madre. María conocía el tamaño de su carácter, pero fantaseaba con saberlo algún día protector como su padre o como su marido.

La negra María volvió a aparecer con el perol y esta vez no esperó instrucciones; conocía los horarios alimenticios de su patrona y cómo le crispaba contravenir las órdenes del estómago, así que sirvió en el plato a la señora Beatriz, que ya metía la cuchara.

—Piénsalo, mamá.

Beatriz la miró y, después de dos cucharadas de aquel caldo de carnes y papas que la reconfortaba, contestó con un vago "Ya veremos, ya veremos".

María no dijo más, y el comedor se fue llenando del ruido de cucharas y masticaciones y risas de los niños que correteaban cerca de sus madres, inquietos, de pie sobre las bancas. Juana Inés le dijo por lo bajo a su tía que la abuela ya no era la misma. María volteó a ver a su sobrina como si en aquellas palabras hubiera un eco de Pedro Ramírez, no el que ella se había impuesto, sino una calca niña.

—Pero no se irá —prosiguió Juana Inés.

María no respondió porque la aseveración de su sobrina la intrigó; parecía más sabia de lo que a su edad correspondía. No en vano había ganado un concurso en Amecameca.

—Te gustan los libros, ¿verdad?

Juana Inés asintió. Las bandejas con chorizos y manteca para aplicarla al pan recién horneado, y la que llevaba los trozos de queso fresco, pasaron de mano en mano. María miró la mano de Juana estirarse hacia el queso y luego retirarse bruscamente, como prevenida de algo.

—¿No te gusta el queso?

—Sí, pero no —contestó Juana Inés.

—Pero si es de ovejas de la hacienda; nada así se consigue en la capital.

Sin tomar un trozo, Juana Inés pasó aquel plato a sus primos que se abalanzaron hacia aquellos terrones blancos, frescos y olorosos. María notó el esfuerzo de la chiquilla por no lanzarse a ellos.

—¿Te han hecho daño alguna vez?

—No son buenos para pensar, tía —contestó Juana Inés, para el asombro de María.

Después de comer, las mujeres se fueron a sentar al pórtico frente a la capilla, porque la tarde era buena y era un placer contemplarla con su limpidez azul. Los hombres, animados por Diego, se alejaron hacia el herradero. María miró a su cuñado, que realmente no lo era porque no se había casado con su hermana, tal vez porque Isabel no tenía dote sino tres hijas de un hombre anterior, aunque sí unas tierras por las cuales había que devengar doscientos pesos, pero en cambio algunos esclavos y cabezas de ganado y maíz. Eso era bueno, pero demasiado tarde para que fuera dote. Diego vivía allí ya como señor de Isabel, y había que reconocerlo, pensó María al mirar a su hermana de natural alegría y no apta para valérselas sola; se le veía contenta. Se necesitaba suerte o encanto para que, aun teniendo hijos anteriores, un hombre desease encargarse de ellos y de la nueva prole; sabía que la deuda de su padre con el capitán había sido perdonada una vez que Isabel y él ocuparon la misma habitación. Acaso era porque su hermana sabía entretener a un hombre en la cama de manera que no se quedara sola. No era su caso, pensó María.

Había tenido la suerte de que Juan Mata se fijara en ella en las fiestas de Amecameca y que, gustándole la joven por empeñosa, consistente y sensata, la llevase a la capital, donde Juan vivía, para que le diera hijos, un hogar a la usanza española, que era la única que conocía, y una serenidad para su vida ajetreada por asuntos de embarques, aduanas, oficialías, mercedes y privilegios. María fue el antídoto para curarse de amores con la india de Amecameca; por ello había vuelto a las fiestas, sin saber que María le daría la opción de no tener que aprender otra lengua ni otras costumbres. La india, la india... se le había clavado en el corazón. Se lo contó a María una noche después del vino bebido, atribulado en insomnios, sudando. Le contó y él agradeció haberlo salvado de un mundo de nahuales, de hierbas palmeándole el cuerpo, de ritos lunares, de dioses oscuros a los que era preciso ofrendar el hígado. Y mientras María lo consolaba como a un niño con pesadillas, sus palabras la llenaban de rasguños. Abrazarlo, apretarlo contra el lino blanco de su camisón, en tanto la ciudad se desperezaba en pregones que llegaban hasta la ventana de la habitación, fue rubricar su condición de salvadora. Hubiera querido que Juan buscara ansioso sus pechos bajo la finura de la tela, que los mordisqueara sediento de placeres y arropo, y le devolviera su condición de amante. No lo sería nunca ya. María cumplía con la serenidad, mientras la india lo hacía soñar. Con aquella ríspida certeza vivía María al lado de Juan; por ello las visitas a sus padres habían sido poco frecuentes, por ello había insistido en venir sola y también —y no sólo por cumplir con lo que imaginaba la voluntad de su padre— había venido por su madre. Para que se acabaran las razones de estar en Amecameca, para que el resto de la familia, si quería, la visitara en la ciudad donde tenía una habitación para ello. No más Amecameca, no más la fantasmal presencia de una piel oscura llamando a su marido en dulce náhuatl, doblegándolo, rindiéndolo a sus pies, ebrio de amores. Isabel le dijo que cuando quisiera llevarse a una de las negras, María o Catalina, para la ciudad, que no dudara, que tan suyas eran como de ella. O había indias en Amecameca, dijo, que eran diestras en la sazón y se les podía enseñar guisos españoles que luego combinaban de muy buena manera con los chiles y los frutos de la región.

—No —dijo brusca María—. No necesito nada.

Y echó a andar rumbo a la capilla, para buscar la cordura que había estado obligada a cargar. Cómo le hubiera gustado zarandear entonces a su marido, decirle que ella no salvaba a nadie, que se hubiera ido con la india, que le hubiera aguantado sus pesadillas de vino pero que ella no era ningún paño de lágrimas, maldito Mata, que no creyera que por su dinero y sus roces sociales la tenía con él. Le hubiera cerrado las piernas para siempre cuando llegaba meloso y travieso para que no intentara poseerla como poseyó a la india; ya nada era igual después de aquella confesión. Maldita cordura; le hubiese encajado la peineta que se acababa de quitar. Entró a la capilla ofuscada por tanta violencia como se le había agolpado de pronto. Se hincó frente a san Miguel y hundió la cabeza en las manos rezando de prisa, muy de prisa. Los ruidos contiguos la distrajeron; alguien podía notar su tribulación. Por la puerta entreabierta la descubrió: Juana Inés, sentada en el escritorio de don Pedro, soltaba tinta en un papel. Y como recompuesta de su desatino, supo lo que correspondía hacer.

A lo mejor lo había presentido desde el velorio hacía tres años en aquella capilla, pero no le había sido del todo claro, cuando cada uno, después de los rezos frente al ataúd abierto de Pedro Ramírez, pasó a dejarle flores y a besarlo, y Beatriz se abrazó a los pies de la caja, como sin vida, y Juana Inés estuvo allí frente al rostro, como si le dijera algo, como si le prometiera algo, como si algo se trajeran entre manos. Y sin llorar había vuelto a su lugar.

Se acercó despacio hacia la niña, y cuando ésta reparó en la presencia de su tía, la miró mortificada, como si hubiese sido descubierta en algo indebido.

—Juana Inés —se plantó María frente a ella—, ¿quieres venirte a vivir con nosotros a la capital?

Sangre de mi sangre

Cuando llegó Refugio Salazar a la casa de Diligencias de Amecameca, nerviosa porque no estaba muy segura de la hora en que llegaría Juana Inés y quería tener tiempo de disfrutar lo que le quedaba de su compañía, también aguardaban Isabel y el capitán Diego Ruiz Lozano. Le pareció extraño al principio que la niña no viniera acompañada de su madre, pero —le explicó atento el capitán, parsimonioso porque así era y estaba acostumbrado a tener todo en orden— se habían adelantado para arreglar el traslado de Juana Inés hasta el embarcadero de Chalco. Había pedido a un cercano amigo suyo, el contador Cabrera, que le hiciera compañía en el trayecto y que viajara ese día a la ciudad de México.

—Lo hacía a menudo, de cualquier manera —explicó el capitán a Refugio.

Esta vez le había pedido que le diera la fecha de su próximo viaje para hacerlo coincidir con Juana Inés. Se lo dijo mientras miraba hacia la puerta de la estación porque ni Hermilo Cabrera ni Juana Inés ni sus hermanas aparecían. Isabel estaba pálida, como si no estuviera preparada para este acontecimiento, como si algún susto se recogiera en su cuerpo y no se atreviera a expresarlo ante el capitán. Refugio extendió una mano hacia el hombro de la mujer con ánimo de consolarla.

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