Authors: Monica Lavin
—Le van a gustar a don Pedro —dijo María—; mejor los despellejas para que estemos a tiempo.
Nada más decir eso se fijó en aquellos cuerpos aún tibios sobre la mesa. Les miró las pieles y los ojos abiertos y sintió asco. Ella que no se arredraba con nada y que tan pronto cocinaba lengua de vaca como lechón o guajolotes engordados en el patio, ahora sentía pena por aquellos animales recién muertos. Le miró al marrón la pata que tenía pasto adherido e imaginó la carrera: el animal advirtiendo el peligro que lo acechaba, los pasos de su hermano tras él, el zacate escudándolo, los agujeros de la nariz abiertos, las patas elevándolo de la tierra para volar entre trancos. Se quedaría con la pata del conejo. La colocaría en la puerta de su habitación para que al hijo que traía en el vientre lo protegieran los espíritus del volcán. La pondría junto a la virgen rubia que su patrona le dio: la Virgen del Rocío. Y si era niña la criatura que llevaba en el vientre y nacía completa y sana, le pondría el nombre de la señora porque en esa casa nadie se llamaba Beatriz, y porque tal vez así podría encontrar un Pedro, como el patrón, que cuidaba de ella y que, por las noches, cuando merendaban junto a la chimenea, le decía "Solecito". ¿Y si mejor le ponía Solecito? Dejó el cuchillo sobre la mesa y observó el cerro de papas peladas. Volvió a ver la cara del conejo marrón y sintió un vahído. Quizás el embarazo la hacía frágil frente a la muerte. No comería el guisado de esa tarde. Tal vez las papas con chorizo, pero no las piernas ni el lomo del conejo; mucho menos el pecho tierno en el que el animal había confiado para retener el aire necesario y así vencer al enemigo, aunque al final la velocidad del perdigón lo alcanzó. Jacinto entró cargando el cuerpo rosado del primer conejo desollado y buscó una atarjea para colocarlo. María señaló las que colgaban en la pared y le pidió que lo dejara allá, junto a la ventana. Aliviada, miró cómo tomaba al conejo marrón por las orejas.
—Quiero la pata —le dijo contundente.
Jacinto la miró preocupado.
—Nada, debe ser la criatura —dijo.
La Beatriz, pensó. Si le salía hombre ya vería cómo llamarlo. Ya había tenido otros hijos, pero se sentía diferente; sus areolas se habían puesto moradas antes de tiempo y los mareos la asaltaban pasados los cuatro meses. Iba a ser una terca. Por lo menos tendrá techo, pensó aliviada. Era una suertuda como ella: su negrita nacería en casa de la familia Ramírez y les darían comida, techo y ropa para que el frío de los volcanes no le dañara los pies hechos para el sol. Eso decía su madre, que qué diablos hacían ellos en tierra de nieve si estaban hechos sus pellejos para resistir el calor. Lo decía porque el frío de enero y el de febrero le calaba los huesos. Por negra y por vieja, insistía Catalina mientras la señora Beatriz le mandaba a los cobertizos las medias de lana y su vasito de brandy.
—Tómeselo como mi marido, con la leche. Con un carajillo cualquiera aguanta. Que si lo sabré yo, que vengo de los calores.
María estaba absorta rebanando las papas, cuando escuchó unos pasos menudos en la cocina.
—Me asustaste, criatura —dijo cuando descubrió a Juana Inés que se inclinaba en la tinaja de caracoles.
La niña sonrió por respuesta y se quedó mirando el hervidero de conchas que oleaba allá dentro. María sabía a qué venía. Era una niña muy lista que sólo necesitaba que le explicaran las cosas una vez. Juana Inés tomó el preparado de avena y puso un poco sobre la tina. Luego levantó uno de aquellos animales y lo colocó al lado de la avena. María se acercó temerosa de que la criatura estropeara la purga de los babosos, pero Juana Inés volteó hacia ella deseosa de saber por qué en lugar de comer el animal había desaparecido bajo la concha. Volvió a tomar la concha y hurgó con su vista en ese fondo gris que disimulaba la longitud del molusco.
—Tu abuela se va a enojar si los molestas, luego amargan —la reprendió María, aunque le gustaba la persistente curiosidad de la niña.
Juana Inés se quedó quieta esperando que el animal hiciera algo. María le explicó que se escondía cuando se asustaba. Así se defendía del peligro.
—Cada quien tiene sus maneras —añadió María—. Mira, es como la criatura de mi panza; te aseguro que si se asomara ahorita y viera esos conejos despellejados, y la neblina del campo, preferiría estar calientita en mi panza.
Juana Inés puso la mano sobre el abdomen de María.
Las antenas del caracol asomaron por la concha. La niña se olvidó de María, pero la negra siguió pensando en voz alta.
—Los conejos se esconden en sus madrigueras; a mí me gustaba meterme en el tronco del árbol hueco del cerro. Y tú, Juana, ¿dónde te escondes?
Juana Inés seguía el recorrido del animal que se deslizaba hacia la comida, ajena a las palabras de María.
—Qué bien saben dónde está lo bueno. Y así la tripa les va a quedar bien limpia.
—Ya no quiero avena —dijo de pronto la niña.
—A ti no te vamos a cocinar —se rió María, mostrando sus dientes blancos—. ¿Sabes dónde se esconde Jacinto? —dijo observando a su hermano que completaba la limpieza de los conejos afuera—. En la carreta de tu abuelo, pero no le digas nada. Dice que desde allí se puede ir corriendo si el volcán explota. Quién sabe de dónde sacó esas ideas, si estas montañas heladas están bien muertas.
—Iztaccíhuatl —pronunció despacio Juana Inés.
—Ay, criatura, si pareces señor de la iglesia; ésos son los únicos que hablan bien.
—
Iztac,
blanco —añadió Juana Inés.
—¿Dónde andas aprendiendo esas cosas? ¿Será cuando acompañas a la Josefa?
—Jacinto no
Iztac
—se rió María cuando vio a su hermano entrar con el último conejo limpio.
—No
Iztac
—la secundó Juana Inés.
El chico no comprendió de qué se reían.
Isabel Ramírez había aprendido a sumar y a restar. Su padre se había empeñado en ella desde que se establecieron en Nepantla, pero la crianza de las tres niñas la había tenido muy ocupada y además estaba el capataz, adiestrado por don Pedro, y estaban Francisca y su marido, y a todos les confiaba, aunque de números y de letras sólo el capataz era entendido. Y su padre estaba al tanto desde Panoayan de los gastos y productos a los que la hacienda obligaba. Pero las letras era cosa que ella no sabía y era preciso que el capataz le dibujara los asuntos para que Isabel supiese si se trataba de nogales o de trigo, de becerros o de ovejas. Levantó la cara y miró por la ventana de la estancia hacia la bruma mañanera de Panoayan. Cuando las niñas eran pequeñitas, venían aquí con frecuencia, para que las tres disfrutaran a los abuelos, para que ella resolviera problemas de labranza y aparcerías con su padre, y para entregar el dinero de la venta de los frutales. Le gustaba más el clima de Nepantla, cálido, floral. Aquí la melancolía se le venía de golpe, porque le ofendía su soltería involuntaria, y que Pedro de Asbaje se hubiera marchado con una despedida corta, rotunda, a resolver asuntos de familia en Vizcaya. Isabel adivinó que estaba allá la otra familia y que por eso no la había hecho su esposa por la Iglesia como estaban casados sus padres, ni había podido jurar que estaría con ella para toda la vida. Y por ser joven más ira le producía aquel abandono y esa ropa que aún colgaba en el armario de la habitación de Nepantla, que ella, después de olería repetidas veces en las noches de insomnio, pidió a Francisca quemarla, y enfatizó que no quería verla puesta en nadie, así no tuvieran trapos los negros para cubrirse el cuerpo. Su padre había sido adusto en su respuesta. Escondió la rabia por la hija abandonada, por el honor violentado, porque de caballeros era despedirse y su yerno no lo había hecho; a él le había dejado la responsabilidad de esas cuatro mujeres. "Quién hubiera pensado —le dijo a Isabel— que me tocaría cargar con hijos y los hijos de mis hijos." Isabel pidió disculpas y se aplicó a las enseñanzas de los números ahora que no había hombre en Nepantla y que el capataz no podía estar a su aire y que, además, por viejo, podía morir en cualquier descuido. Pero fue bueno que estuviera allá en Panoayan, mirando por la ventana mientras ajustaba dibujos y números para charlar con su padre, porque había visita en la biblioteca y su madre le dijo que debía esperar a que don Pedro acabara los tratos con el capitán. Isabel aprovechó para andar por el jardín brumoso y caminar hacia la vereda del río. Procuró no alejarse mucho porque en cuanto su padre dispusiera tendrían acuerdos. Escuchó las voces de las niñas; Josefa e Inés corrían hacia ella y la llamaban. Era hora de la comida, decían festivas, y había un invitado. Cuando Isabel entró por la puerta mayor, vio a lo lejos la figura de un hombre junto a la de su padre. Caminaban hacia el comedor cruzando el patio central. No sabía por qué ante ese cuerpo de hombre fornido, apenas visto de espaldas, su corazón latió de más. Comprendió que debía esperar para no ser vista y así deslizarse a la habitación que ocupaban cuando estaban de visita; quería lavarse la cara y las manos en el aguamanil, recogerse el pelo de nuevo. Miró su atuendo, la blusa de lana marrón, la falda larga y oscura. Ni un solo adorno más que aquella mantilla cruda, regalo de su madre, sobre los hombros. Pero las niñas llamaron al abuelo y los dos hombres voltearon e Isabel se sintió perdida con la orilla de la falda manchada de lodo de río. Isabel se acercó ante la llamada de su padre que le presentó al capitán Diego Ruiz Lozano. El dejó los ojos en ella más de la cuenta e Isabel pudo notar que eran intensos y oscuros y que su modo era sereno y seguro, y eso le agradó.
—Capitán, bienvenido.
Las niñas, tímidas, se pegaron a la falda de su madre, cubriéndose casi con ella, girando de tal manera que parecían quererla arrebatar de aquel hombre.
—¿Sus nietas? —preguntó el capitán a don Pedro, con desgano.
—Traviesas y deliciosas, pero viven en Nepantla. Isabel, que está tan ocupada con los menesteres de la administración, viene poco con ellas.
Isabel se alejó despacio a la habitación; quería escuchar la conversación sobre ella. Conociendo a su padre la podía imaginar. Le contaría que el padre de las niñas, un peninsular, había vuelto a su tierra, y que Isabel era muy trabajadora. Lo habría hecho de manera inocente, como quien incluye en el aro de su confianza al visitante. Lo comprobó cuando al volver al comedor, el capitán se puso de pie y le cedió el lugar al lado de él; fue amable y contó cómo había enviudado al poco de tomar mujer, antes de que le pudiera dar hijos. Alabó la gracia de las dos niñas y Juana Inés, recelosa, dijo que eran tres, pero que su hermana Marieta tomaba la siesta porque había estado mala del vientre. Y la abuela Beatriz sonrió advirtiendo que allí, en la mesa, algo se empezaba a tejer, que las mujeres del lugar —Juana Inés, contestando; Josefa, que no paraba de golpear con los pies la silla; María, que no aparecía, e Isabel, que había reconocido la complicidad de su madre— atestiguaban.
María, la propia cocinera, saludó con desmesura al capitán tras llevar el perol con las alubias y se atrevió a manifestar su aprobación cuando el invitado pidió tortillas en aquella casa donde a la mesa sólo se llevaba pan.
—En casa siempre comí en la cocina, y allí no faltaban las tortillas.
La casa de don Diego estaba en Puebla, como lo platicó, donde su padre había sido comerciante de grano; eso intrigó mucho a Isabel, que hasta entonces no conocía ciudad mayor que Amecameca.
—Pero me gusta la campiña —dijo mirando hacia la ventana y luego volviendo los ojos a Isabel.
Aquella noche, cuando hizo cuentas con su padre y éste le confesó que había pedido un préstamo a don Diego porque necesitaba invertir en crías para antes de la matanza, Isabel no pudo dormir tranquila. Compartía la habitación con sus tres hijas; a su lado en la cama estaba Juana Inés. Temía que lo desacompasado de su respiración despertara a su hija. Sentía un leve atisbo de felicidad, y pensó que había sido torpe en no invitar al capitán a Nepantla, cuando se refirió a la campiña, y tuvo miedo de que aquello fuera un espejismo.
A la mañana siguiente, procurando no despertar a las criaturas, se vistió de prisa, refrescó su rostro y se envolvió en el mantón de lana. El día apenas despuntaba y ya podía escuchar las voces de los arrieros que se llevaban a las ovejas al camino. Sobre la cúpula de la capilla distinguió el lucero de la mañana. Pensó que era una buena señal: una estrella sobre la capilla de San Miguel en Panoayan. Atravesó de prisa y sigilosa el patio; no quería que la descubriera el servicio y esperaba que su madre no estuviera metida en la capilla porque ella quería un momento de solaz con el señor. Empujó la puerta de madera desde el patio y cruzó el pequeño vestíbulo. Apoyó su rostro en la puerta contigua a la biblioteca de Pedro Ramírez para asegurarse del silencio. Los rezos de su madre eran un murmullo siempre distinguible. Pero, afortunada Isabel, la capilla era toda para ella. Se hincó frente al altar, apoyó la cara entre las manos y contuvo una rabiosa alegría que se le había metido en el cuerpo y el ánimo desde la noche anterior. Semejante alborozo sólo lo había sentido cuando ella y Nicolás, el hijo de Catalina, salían por la vereda de los nogales y, sentados después de llenar un saco con el fruto seco, le estremecía la cercanía tibia del brazo oscuro del muchacho contra el suyo. Entonces había cerrado los ojos esperando que Dios comprendiera ese amor temprano. Después de ese día, el olor poderoso que emanaba el cuerpo de Nicolás la torturaba. Los dos habían dejado de reír, de tirar piedras a los pájaros, de molestarse el uno al otro. Se respiraban y miraban al frente ignorando sus miradas, al trigal que estaba al otro lado de la cortina de árboles sin atreverse a romper el encanto de la quietud. Una de esas veces Isabel cerró los ojos un momento y se dejó flotar en el viento que corría entre los árboles. Volteó el rostro hacia Nicolás, que muy despacio y con temor recorrió los labios de Isabel. Entonces Isabel abrió los ojos y encontró los de él, atentos al meneo de sus manos, y ella miró esa mano cercana, oscura, y con la suya, blanca y contrastante, la hizo a un lado y se acercó al chico, a sus labios carnosos, y lo besó. Ella lo besó a él. Impuso su designio de patrona; eso lo supo mucho después, cuando él —el día de la Asunción en que todos, sus padres y sus hermanos, habían partido ya para Chimal, dejándola en casa, pues los dolores del mes la tenían en reposo— tocó a la puerta y sin esperar su voz entró y se lanzó sobre ella, como un animal en celo, como los caballos que montaban a las yeguas, como los perros que se peleaban feroces por la posesión de la hembra. Los ojos de Nicolás tenían un brillo inusual que asustó a Isabel. Sentado junto al camastro, sus manos recorrían su cuerpo. Ella lo alejó. Era verdad que otras veces, después de aquel beso en la nogalera, habían andado por los caminos de la mano y que ella se había dormido sobre las piernas de él, y que él la había besado suavemente, como si fuera una flor. Siempre alejados de la casa, siempre protegidos por la hierba o por la fronda de los árboles; pero Nicolás había sido cuidadoso. Y eso había encendido a Isabel, que no sólo soñaba en las noches con la negrura espesa de la piel del muchacho, sino con su protectora dulzura. Por eso su arrebato salvaje la contrarió. Pero Nicolás no hacía caso de sus ademanes; parecía pensar que eran pudores femeninos, acostumbradas negativas para que el placer dilatara. Había visto eso en su propia habitación, como María se ponía terca cuando Pedro iba sobre su cuerpo, sobre todo en las noches de sábado en que el pulque le quitaba lo callado y lo ceremonioso. Había fingido dormir cuando todavía lo creían demasiado pequeño, pero aquel forcejeo inicial que acababa en gemidos y jadeos, en contorsiones que imaginaba, lo excitaba y acababa explotando bajo las sábanas, invitado involuntario del espectáculo amatorio de los esposos. Isabel volteó el rostro hacia el lado contrario cuando Nicolás se inclinó buscando sus labios; enojado él tomó la mano de la chica y la colocó sobre su pantalón para que ella sintiera con aquella prueba del deseo cuan poderosa era la atracción por Isabel. Pero Isabel temió que Nicolás la embistiera como un toro, que aquella carne punzante entre sus piernas la perforara, la lastimara y la sangrara más de lo que en ese momento, en sus días, le ocurría. No encontró mejor manera de acallar sus temores que hiriéndolo.