Y quizá la célula blanca «pensó» lo mismo, porque la niebla se aclaró y apareció un desgarrón en ella. Luego, casi al momento, los alrededores aparecían despejados y el leucocito era una bola de niebla a su espalda, alejándose o tal vez arrastrándose como una amiba, de una experiencia desagradable.
Y Boranova (aparentemente estupefacta) declaró: –Vaya, se ha ido.
Dezhnev agitó ambas manos en el aire:
–Un brindis... si tuviéramos un traguito de vodka... por nuestro héroe americano. Fue una excelente sugerencia.
Kaliinin asintió mirando sonriente a Morrison:
–Fue una gran idea.
–Tan buena, como mala la mía –dijo Boranova–; pero por lo menos sabemos, Sofía, que su técnica es capaz de hacer lo que sea... siempre y cuando sepamos lo bastante. En cuanto a usted, Arkady, le ruego que rebaje la intensidad del aire acondicionado antes de que todos pillemos una pulmonía. Como puede ver, Albert, hicimos bien trayéndolo con nosotros.
–Puede ser –comentó Konev secamente–; pero, entretanto, creo que el leucocito nos llevó de excursión. No estamos donde estábamos y no sé, exactamente, dónde estamos.
Boranova apretó los labios y preguntó con cierta dificultad: –¿Cómo puede ser que no sepa dónde estamos? Hace sólo unos minutos estábamos en el interior del leucocito. No puede habernos arrastrado hasta el hígado, ¿no cree? Konev parecía igualmente preocupado:
–No, no estamos en el hígado,
Madame
–insistió pesadamente en esta palabra, dándole la pronunciación francesa–. Pero sospecho que el leucocito, arrastrándonos consigo, se ha metido en una rama capilar, de modo que ahora estamos fuera de la corriente principal de la arteriola, no del todo capilar que habíamos estado siguiendo cuidadosamente.
–¿En qué capilar se ha metido? –preguntó Boranova.
–Eso es lo que no sé. Hay una docena de capilares donde pudo haberse metido y no sé cuál ha sido.
–Es que su marcador rojo... –empezó Morrison.
–Mi marcador rojo –cortó al instante, Konev– funciona por punto de estima. Si yo sé donde estamos y la velocidad a la que avanzamos, se moverá con nosotros, girando cuando le diga que lo haga.
–¿Quiere decir –exclamó Morrison incrédulo– que solamente marca su posición siempre que usted conozca dicha posición... y nada más?
–No es un marcador mágico –respondió Konev fríamente–. Sirve para marcar nuestra posición y recordarla para no perdernos en la compleja confusión tridimensional de la corriente sanguínea y de las redes neurónicas; pero tenemos que guiarlo. En este momento, no está lo bastante perfeccionado para guiarse solo. En un caso de emergencia, se nos puede localizar desde fuera, pero resulta un proceso muy largo.
Parecía llegado el momento de que alguien hiciera la clásica pregunta tonta, y este alguien resultó ser Dezhnev:
–¿Y por qué se metería el leucocito en un capilar?
Konev enrojeció. Hablando tan de prisa que Morrison pudo apenas entenderlo, masculló:
–¿Y cómo iba a saberlo yo? ¿Acaso estoy enterado de la línea de pensamiento de una célula blanca?
–Basta ya –cortó Morrison–. No estamos aquí para pelearnos. –Se fijó en la mirada que le dirigió Boranova y quiso interpretarla como una demostración de gratitud–. A decir verdad –prosiguió–, la solución es simple. Estamos en un capilar. Bien. La corriente en los capilares es muy lenta, así que ¿cuál es la dificultad de servirnos de los dichosos motores de microfusión? Si los pone marcha atrás, saldremos de popa del capilar y eventualmente, y un eventualmente no muy lejano, estaremos de vuelta en el cruce de donde partimos y de nuevo en la arteriola. Entonces seguiremos adelante hasta que lleguemos al recodo debido y de allí al capilar adecuado. Habremos perdido muy poco tiempo y gastado muy poca energía.
La exposición de Morrison fue acogida con miradas graves.
Incluso Konev, que solía hablar, cuando lo hacía, adelantando la cara, se volvió ahora con una mirada rabiosa concentrada en Morrison. Éste, inquieto, preguntó:
–¿Por qué me miran todos así? Es un procedimiento perfectamente normal. Si hubieran estado conduciendo un coche y entraran accidentalmente en un callejón estrecho descubriendo que se habían equivocado, ¿no harían marcha atrás?
Boranova sacudió la cabeza:
–Lo siento, Albert. No tenemos marcha atrás.
–¿Cómo? –exclamó Morrison mirándola.
–No tenemos marcha atrás. Sólo podemos ir hacia delante. Nada más.
–¿Cómo es posible que no haya marcha atrás? ¿Y no hay nada...?
–Nada.
Morrison miró hacia las otras cuatro caras y estalló:
–¡Vaya maldita, estúpida, incompetente situación! Sólo en la Uni... –Se contuvo.
–Termine lo que empezó. Iba a decir que sólo en la Unión Soviética podía permitirse que surgiera tal situación –terminó Boranova.
Morrison tragó saliva y dijo a regañadientes:
–Sí, eso es lo que iba a decir. Puede ser una acusación malhumorada, pero estoy furioso... y lo que he dicho puede que sea cierto.
–¿Y usted cree que nosotros no estamos furiosos, Albert? –preguntó Boranova mirándolo de frente–. ¿Sabe cuánto tiempo hemos estado trabajando en una nave como ésta? ¡Años! ¡Muchísimos años! Desde que la miniaturización empezó a parecer una posibilidad práctica, hemos estado pensando entrar en un torrente sanguíneo, algún día, y explicar el funcionamiento de un cuerpo de mamífero, ya que no de un cuerpo humano, desde dentro. Pero cuanto más planeábamos, cuanto más nos proponíamos, más caro resultaba el proyecto, y más obcecados se mostraban los presupuestarios de Moscú. No puedo censurarlos; tenían que equilibrar los gastos de este proyecto con los de otras áreas menos problemáticas que la miniaturización. Así que, como resultado, la nave se fue haciendo cada vez más simple de concepto; primero recortamos eso, después aquello, luego algo más. ¿Se acuerda de cuando ustedes los americanos construyeron sus primeras lanzaderas? ¿Qué habían planeado y qué consiguieron?
»En todo caso, terminamos en una embarcación sin energía, sólo utilizable para observación. Pensábamos entrar en la corriente sanguínea y dejar que ésta nos llevara donde quisiera. Cuando reuniéramos toda la información que pudiéramos conseguir, nos desminiaturizaríamos despacio. Esto mataría al animal que habríamos estado estudiando... Solamente se trataría de un animal, claro, pero aun así algunos de nosotros sentíamos compasión. Esto era para lo único que servía la nave planeada. Para nada más. No teníamos la menor idea de que nos enfrentaríamos, de pronto, a una situación en la que estaba involucrado un cuerpo humano y en la que tendríamos que llegar a un punto específico del cerebro y finalmente salir sin matar el cuerpo.
Teníamos
que hacerlo... y lo único de que disponíamos era esta nave, que no estaba de ningún modo preparada para el trabajo.
La ira y el desprecio en el rostro de Morrison se transformó en un gesto de preocupación.
–¿Y qué hicieron?
–Trabajamos lo más de prisa que pudimos. Perfeccionamos los motores de microfusión y alguna cosa más, con el temor de que Shapirov muriera en cualquier momento e igualmente temerosos, o mucho más, de que nuestra precipitación pudiera llevarnos a cometer algún error fatal. Bueno, no creo que hayamos cometido errores fatales, pero los motores de microfusión que conseguimos sólo tenían que servir para acelerar en caso absolutamente necesario. En un principio estaban destinados a iluminar; acondicionar el aire y otros usos que requerían poca energía. Naturalmente, nos faltó el tiempo necesario para completar el trabajo, así que... nada de marcha atrás.
–¿Y nadie les sugirió que podía ser necesario hacer marcha atrás?
–Eso significaba más dinero y no podíamos conseguirlo. Despues de todo, teníamos que competir con el espacio, que era el que rendía, con la necesidad realista de la agricultura; comercio; industria; control del crimen y medio centenar de departamentos del Gobierno; todos ellos agarrados al monedero nacional. Como comprenderá nunca tuvimos bastante.
Dezhnev suspiró diciendo:
–Y aquí estamos. Como mi buen padre solía decir: «Sólo los bobos van a que les echen las cartas. ¿Quien sino tendría tanta prisa por enterarse de las malas noticias?»
–Su padre no me dice nada que ya no sepa, Arkady, por lo menos con esta frase... Me asusta preguntar. ¿Podemos sencillamente darle la vuelta a la nave? –preguntó Morrison.
–¡Cuánta razón tiene de sentir miedo! –observó Dezhnev–. En primer lugar, el capilar es demasiado estrecho. La nave no tiene espacio para girar.
Morrison sacudió, impaciente, la cabeza:
–No hay que hacerlo con el tamaño actual de la nave. Encójanla un poco más. Miniaturícenla. De todos modos habrá que miniaturizarnos antes de que entremos en una célula. Háganlo ahora y den la vuelta.
Dezhnev volvió a decir:
–Y en segundo lugar, tampoco podemos dar la vuelta. Sólo tenemos una marcha para ir hacia delante. Nada más.
–Increíble –murmuró Morrison para sí. Luego, en voz alta–: ¿Cómo pudieron consentir en iniciar este proyecto con una nave totalmente inadecuada?
–No teníamos elección–intervino Konev–y no contábamos con dedicarnos a jugar con leucocitos.
Boranova, con rostro inexpresivo y con voz sin matices, dijo:
–Si el proceso fracasa, asumiré toda la responsabilidad.
Kaliinin levantó la cabeza y observó:
–Natalya, el hecho de asumir la responsabilidad no nos ayudará. Ahora mismo, no podemos elegir. Tenemos que seguir adelante. Sigamos pues, miniaturicémonos si es necesario y localicemos la célula apropiada para entrar en ella.
–¿Cualquier célula? –estalló Konev con ira contenida sin dirigirse a nadie en particular–. ¿Cualquier célula? ¿Y de qué nos serviría?
–Vayamos donde vayamos podemos encontrar algo útil, Natalya –insistió Kaliinin.
Al observar que Konev no respondía, Boranova preguntó:
–¿Hay algo que objetar a eso, Yuri?
–¿Objetar? Pues claro que hay que objetar. –No se volvió pero su espalda parecía erizada de furia–. Tenemos diez mil millones de neuronas en el cerebro y alguien sugiere que vayamos de paseo entre ellas, a ciegas, y elijamos una al azar. Sería más fácil conducir por los caminos de tierra en un automóvil y elegir al azar un ser humano que anduviera por ahí con la esperanza de que fuera un pariente perdido. Mucho más fácil. El número de seres humanos de la Tierra es algo más que la mitad de las neuronas del cerebro.
–Es una analogía falsa –protestó Kaliinin, volviendo cuidadosamente su rostro hacia Boranova–. No
estamos
metidos en una búsqueda a ciegas. Vamos en busca de los pensamientos de Pyotr Shapirov. Una vez los detectemos, sólo precisamos movernos en la dirección en la que dichos pensamientos se refuerzan.
–Si pueden –objetó Morrison–. Si su única marcha adelante les lleva casualmente en la dirección en que los pensamientos se debilitan, ¿qué van a hacer?
–Exactamente –asintió Konev–. Yo había trazado un camino que nos hubiera conducido directamente a un importante cruce en la determinada red neurónica que se relaciona con el pensamiento abstracto, según las investigaciones de Albert. La corriente sanguínea nos hubiera conducido hasta allá y cualquier dirección tortuosa que tomara, la nave la habría seguido. Y ahora... –Levantó ambos brazos y los agitó al Universo insensible.
–Sin embargo –murmuró Boranova– no veo más elección que la que Sofía sugiere. Si falla, buscaremos la forma de salir del cuerpo y lo intentaremos de nuevo, quizás, algún otro día.
–Espere, Natalya –suplicó Morrison–. Puede que haya otra forma de remediar la situación. ¿Cabe la posibilidad de que uno de nosotros salga de la nave y entre en la corriente sanguínea?
Morrison no contaba con una respuesta afirmativa. La nave, que poco antes le había parecido un maravilloso ejemplo de alta tecnología, se había reducido en su imaginación a un casco desnudo de que no podía esperarse nada.
Desde un punto de vista práctico, le parecía mejor hacer lo que Kaliinin sugería..., probar con cualquier célula cerebral que consiguieran alcanzar. Pero si fracasaban, significaba salir del cuerpo e intentarlo otro día, como Boranova acababa de decir; y Morrison no se sentía físicamente capaz de revivir lo pasado. Intentaría cualquier cosa por loca que fuera, para evitarlo.
–¿Es posible salir de esta nave, Natalya? –volvió a preguntar al ver que ella lo miraba aturdida (los demás eran menos expresivos)–. Oiga, ¿no lo comprende? Suponga que desea recoger muestras, ¿tiene un salabardo, un achicador, una red? ¿O puede alguien salir y bucear con botellas?
Boranova pareció al fin superar la sorpresa que le produjo la pregunta. Sus gruesas cejas se alzaron en un gesto de asombro.
–Pues, sí. Hay un equipo de buceo; para reconocimiento, dicen los planos. Debería estar debajo de los asientos traseros. Aquí debajo. –Se desabrochó el cinturón y flotó al instante, ligeramente; después consiguió ponerse horizontal, con su traje de algodón hinchado como un globo.
–Aquí está, Albert –dijo–. Presumo que ha sido revisado... quiero decir, mirado detenidamente. No debería haber escapes o fallos obvios. Lo que no sé es cómo se han hecho las pruebas.
–¿Cómo iban a hacerlas? Deduzco que ésta es la primera vez que esta nave, o lo que sea, ha navegado por la corriente sanguínea.
–Me imagino que lo habrán probado en agua caliente con la debida viscosidad. Me censuro por no haberlo revisado personalmente, pero claro, nadie pensó que alguien, en algún momento, abandonara la nave. Incluso se me había olvidado que el traje existiese.
–¿Sabe, por lo menos, si lleva reserva de aire?
–Claro que sí –contestó Boranova con cierta aspereza–. Y tiene incluso un suministro de energía que le permite disponer de luz propia. No debe considerarnos unos completos incompetentes, Albert. Aunque... –añadió alzando los hombros deprimida– supongo que nosotros, o por lo menos yo, hemos dado motivos para pensar así.
–¿Tiene aletas el equipo?
–Sí, en los pies y las manos. Está preparado para maniobrar en el fluido.
–En este caso –comentó Morrison– puede que tengamos una salida.
–¿En qué está pensando, Albert? –preguntó Kaliinin.
–Suponga que nos miniaturizamos un poco más de modo que la nave pueda girar fácilmente sin rozar las paredes capilares. Alguien se viste el traje, sale de la nave..., suponiendo que disponen de una compuerta de algún tipo..., y empujándose gracias a las aletas, gira la nave. Una vez hecho, la persona vuelve a bordo, dejando la proa vuelta en la dirección correcta. Se pone el motor en marcha y desandamos lo recorrido, yendo en contra de la débil corriente capilar para llegar a la arteriola y así, otra vez, al camino original.