Morrison echó otra mirada hacia el gran glóbulo blanco que flotaba delante de ellos y decidió que, peligroso o no, encontraba su aspecto desagradable. Miró apreciativo al contraste que hacía el bello rostro de pómulos salientes, y se preguntó por qué nunca se había hecho quitar la pequeña peca bajo la comisura izquierda de su labio. Luego se dijo que, a lo mejor, añadía cierto picante a un rostro que de otro modo podía considerarse demasiado bonito para tener, además, carácter.
Aquel momento de especulación trivial borraba la inquietud que la aparición del leucocito había introducido y Morrison volvió, mentalmente, a la explicación de Kaliinin.
–¿Acaso actúa como si fuéramos un glóbulo rojo porque somos del mismo tamaño?
–Puede que esto ayude también, pero no es la verdadera razón. Usted juzga que un glóbulo rojo es un glóbulo rojo porque lo ve. El leucocito juzga que el glóbulo rojo lo es porque percibe el tipo característico del diseño electromagnético de su superficie. Los leucocitos están, por así decirlo, entrenados, digamos adaptados, a ignorarlos.
–Pero esta nave no tiene la cobertura electromagnética de un glóbulo rojo. Adivino que ya se ha ocupado de ello.
Kaliinin sonrió satisfecha.
–Sí, lo he hecho. Es mi especialidad.
–Eso mismo, Albert –dijo Dezhnev–. Nuestra pequeña Sofía tiene en su cabeza, y por completo –y tocó con el dedo su sien izquierda– el tipo electromagnético exacto de cada célula, glóbulo, bacteria, virus; de cada molécula de proteína, cada...
–No del todo –le interrumpió Kaliinin–, pero las que se me han olvidado me las puede proporcionar mi computadora. Y yo tengo aquí un dispositivo que puede servirse de la energía de los motores de microfusión para colocar cargas eléctricas positivas y negativas en la nave, del tipo que elija. La nave lleva la carga de un glóbulo rojo, es decir lo mejor que he podido duplicarlo, y es lo suficientemente parecido para que la célula blanca reaccione, o mejor dicho no reaccione, como debe ser.
–¿Y cuándo lo hizo, Sofía? –preguntó Morrison interesado.
–Cuando fuimos reducidos al tamaño que nos haría objeto potencial de interés para un leucocito o para el sistema de inmunidad en general. No deseamos tampoco que los anticuerpos nos caigan encima.
A Morrison se le ocurrió una idea:
–Puesto que estamos hablando de reducción de tamaño, ¿por qué no ha empeorado el movimiento browniano? Es de suponer que cuanto más pequeños, más estropeados.
Boranova intervino desde detrás:
–Así sería si fuéramos objetos no miniaturizados, de este tamaño. Puesto que estamos miniaturizados, hay razones teóricas para evitar que el movimiento browniano se vuelva muy acusado. No hay de qué preocuparse.
Morrison reflexionó y al fin se encogió de hombros. No iban a decirle nada que pensaran que le iba a llevar al conocimiento del proceso de la miniaturización, ¿y qué importaba? El movimiento browniano no era peor. En realidad se había vuelto menos molesto (¿o es que se iba acostumbrando a él?) y no tenía nada que objetar. Como dijo Boranova, no había de qué preocuparse.
Volvió a dirigir su atención a Kaliinin y le preguntó:
–¿Desde cuándo trabaja en este campo, Sofía?
–Desde que me gradué. Incluso antes de que Shapirov cayera en coma, todos sabíamos que llegaría el momento en que sería necesario un viaje por la corriente sanguínea. Desde hace mucho tiempo hemos estado planeando algo parecido y sabíamos que mi especialidad sería necesaria.
–Pudieron haber planeado una nave automática, sin tripulación.
–Quizás algún día –respondió Boranova– lo haremos, pero aún no. No podemos, de momento, hacer que el automatismo sea equivalente a la versatilidad e ingenio del cerebro humano.
–Es cierto –confirmó Kaliinin–. Un dispositivo automático que trazara diseños electromagnéticos nos situaría en el tipo de glóbulo rojo como el medio para recorrer el camino de menor resistencia, y no haría mucho más. Después de todo sería un gasto inútil, y quizás un ejercicio poco práctico, intentar meter en un autómata la capacidad de poder cambiar diseños adecuadamente en respuesta a todo tipo de condiciones improbables. Pero estando yo presente, soy capaz de hacerlo casi todo. Puedo cambiar el diseño frente a una emergencia imprevista, probar el valor de algo no imaginado anteriormente, o sencillamente satisfacer un capricho. Por ejemplo, podría cambiar la cobertura de la nave por la de una bacteria
E. coli
y el leucocito atacaría al instante.
–No me cabe la menor duda, pero por favor no lo haga.
–No tema. No lo haré.
Pero en aquel instante la voz de Boranova sonó de pronto presa de una excitación inusitada:
–Por el contrario, Sofía, ¡hágalo!
–Pero Natalya...
–Lo digo en serio, Sofía. Hágalo. No hemos puesto a prueba nuestros aparatos en condiciones reales, ya lo sabe. Probémoslo.
–Es una pérdida de tiempo, Natalya –protestó Konev–. Vayamos primero a donde debemos ir.
–No nos servirá de nada llegar allí si no podemos entrar en una célula. Ahora tenemos a mano una inmediata oportunidad para ver si Sofía puede controlar el comportamiento de una célula –insistió Boranova.
–De acuerdo –aceptó Dezhnev excitado–. Hasta ahora ha sido un viaje sin emociones.
–Yo diría que esto es lo mejor que cabe esperar –dijo Morrison.
Pero Dezhnev alzó una mano en señal de objeción:
–Mi anciano padre solía decir: «Desear paz y tranquilidad por encima de todo, es esperar la muerte»
–Adelante, Sofía –ordenó Boranova–. Estamos perdiendo el tiempo.
Kaliinin vaciló una fracción de segundo, el tiempo necesario quizá para recordar que Boranova era la capitana de la nave. Su mano se movió sobre los controles de su dispositivo y las imágenes sobre la pantalla de televisión cambiaron marcadamente. (Y Morrison admiró, aunque con cierta aprensión, la velocidad a que lo había hecho.) Levantó los ojos hacia el leucocito que tenía delante y por un momento no notó cambio alguno. Y de repente pareció como si un paroxismo de temblores acometiera al monstruo y Dezhnev murmuró:
–Ah, ha descubierto la presencia de su presa.
En el extremo frontal del leucocito, su sustancia pareció hincharse hacia delante y alrededor de ellos formando un círculo irregular. Al mismo tiempo, la sustancia de su centro se retrajo como si la chuparan. Morrison creyó ver las mandíbulas del monstruo preparándose para el banquete. Konev, murmuró:
–Funciona, Natalya. Esa criatura que tenemos delante se prepara para envolvernos y engullirnos.
–En efecto –confirmó Boranova–. Está bien, Sofía. Devuélvanos al estado de glóbulo rojo.
Otra vez los dedos de Kaliinin volaron y la configuración de la pantalla restableció (o casi, por lo que Morrison podía recordar) lo que habían sido antes. Pero esta vez, la célula blanca permaneció inalterable. Su borde exterior rebasaba la nave, que se dirigía ahora a la profunda concavidad central.
Morrison estaba anodadado. Toda la nave envuelta en algo que parecía precisamente niebla, una niebla rugosa, granulada, dentro de la que un objeto multilobular, algo más denso que el resto, se retorcía a su alrededor. Morrison comprendió que aquello debía ser el núcleo del leucocito. Konev saltó furioso:
–Por lo visto, una vez el leucocito se prepara para engullir, lo demás es automático y nada lo detiene. ¿Y ahora qué, Natalya?
–Debo confesar que no lo esperaba. La culpa es mía –murmuró Boranova.
–¿Y qué importa? –dijo Dezhnev ceñudo–. ¿Qué puede hacernos esta pasta? No puede aplastarnos. No es una boa constrictor.
–Puede intentar digerirnos –comentó Konev–. Nos encontramos ahora en una vacuola de comida y las enzimas digestivas nos están rodeando para echarse hacia nosotros.
–Déjelas que lo hagan –protestó Dezhnev–. Les deseo que gocen del intento. La pared de la nave no es digerible para los componentes del leucocito. Dentro de poco, nos devolverá como residuo indigesto.
–¿Y cómo lo sabrá? –preguntó Kaliinin.
–¿Cómo sabrá, qué? –saltó Dezhnev.
–¿Cómo sabrá que somos un residuo indigerible? Lo hemos forzado a la actividad por nuestro cambio de tipo de carga bacteriológica.
–Que acaba de retirar...
–Sí, pero como alguien comentó, la célula blanca una vez estimulada tiene que seguir, por lo visto, su ciclo de actividad. No es un aparato pensante; es enteramente automático –Kaliinin tenía ahora una expresión sombría, mirando a los demás–. Tengo la impresión de que la célula blanca seguirá tratando de digerirnos hasta que se le envíe el estímulo apropiado que invertirá su mecanismo de engullido y le permitirá expulsarnos.
–Pero ahora volvemos a tener la carga del tipo de un glóbulo rojo. ¿No cree que esto estimularía la expulsión? No come células rojas –razonó Boranova.
–Creo que es demasiado tarde para ello –respondió Kaliinin un poco indecisa, como si el hecho de enfrentarse a Boranova la pusiera nerviosa–. El diseño del glóbulo rojo lo mantiene a salvo, pero una vez engullido, por un sistema u otro, su carga sola no parece suficiente para provocar la expulsión. Después de todo, aquí estamos, y
no somos
expelidos.
Sus ojos, cinco pares de ojos en realidad, miraban inquietos la pared de la nave. Estaban atrapados por la célula nebulosa.
–Pienso –prosiguió Kaliinin– que hay un tipo de carga para la clase de residuo indigesto dejado por la bacteria, que la célula blanca está en condiciones de engullir, y que solamente con esta carga podemos provocar la expulsión.
–En este caso –dijo Dezhnev– dele la carga que desea, Sofía, paloma mía.
–Lo haría encantada si supiera cuál es. Puedo ir probando al azar. El número de posibles tipos de cargas es astronómico.
–La verdad –intervino Konev–, ¿podemos acaso estar seguros de que el leucocito expulsa algo? Quizás el residuo no digerible pasa a formar parte de su sustancia granulosa y permanece dentro hasta que su bilis lo desmantela y descarga.
Boranova cortó tajante (quizás abrumada por el convencimiento de que la situación actual había sido provocada por ella, pensó Morrison).
–No nos sirve de nada seguir elucubrando. ¿Alguien tiene una sugerencia constructiva que ofrecer?
–Puedo poner en marcha los motores de microfusión y abrirnos paso fuera de la célula –ofreció Dezhnev.
–No –dijo secamente Boranova–. ¿Sabe en qué dirección vamos en este momento? En el interior de esta concavidad de comida puede que estemos girando lentamente dentro de la vacuola en sí, o la propia vacuola puede estar flotando a través de la materia de la célula. Si chocamos en nuestro intento por liberarnos, puede lastimarse la pared del vaso sanguíneo y el propio cerebro.
Konev arguyó:
–En cuanto a eso, los leucocitos pueden escurrirse fuera de un capilar, abriéndose paso entre las células que forman su pared. Puesto que el camino que hemos tomado nos ha hecho entrar en una rama de una arteriola que se ha ido estrechando hasta tener un tamaño capilar, no podemos siquiera estar seguros de que estamos aún en la corriente sanguínea.
–Sí podemos –interrumpió Morrison inesperadamente–. El leucocito puede hacerse muy pequeño, pero no puede hacernos pequeños a
nosotros.
Si se debate para salir del vaso, estrujándose, tendría que dejarnos atrás lo que sería magnífico; pero no lo ha hecho.
–¡Por supuesto! –saltó Dezhnev–. Debí de haberlo pensado antes. Natasha, aumente nuestro tamaño y rompamos la célula blanca. Provoquémosle una indigestión como no ha tenido nunca.
Boranova se opuso de nuevo.
–¿Y romper también el vaso sanguíneo? El vaso es relativamente pequeño ahora, no mucho mayor que el leucocito.
–Si Arkady quisiera ponerse en contacto con la Gruta –sugirió Kaliinin– puede que a alguien se le ocurra algo.
Hubo un largo silencio y después Boranova dijo con voz medio ahogada:
–Aún no. Hemos hecho una tontería; bueno, la he hecho
yo,
y saben tan bien como yo que sería mejor para todos que no solicitemos ayuda.
–Pero no podemos esperar eternamente –protestó Konev inquieto–. El hecho es que yo no sé dónde nos encontramos ahora. No puedo fiarme del leucocito flotando en la corriente sanguínea, ni siquiera manteniendo una velocidad determinada. Una vez perdidos, puede transcurrir un tiempo considerable hasta que nos localicemos y para hacerlo puede que también necesitemos ayuda de la Gruta. En cuyo caso, ¿cómo explicar que nos hemos perdido?
–¿Y qué hay del acondicionador de aire? –preguntó Morrison.
–¿Qué quiere decir, Albert? –dijo al fin Boranova, después de una pausa.
–Enviamos partículas subatómicas fuera de la nave y al espacio interplanetario. Salen cargadas de calor de la nave, se me dijo, así que nos mantenemos frescos incluso teniendo en cuenta el calor penetrante del cuerpo en el que nos encontramos. Este frescor debe ser algo que la célula no está en condiciones de tolerar. Si ponemos en marcha el aire acondicionado y nos volvemos más fríos puede llegar el momento en que el leucocito se encuentre tan incómodo que nos expulse.
Boranova reflexionó y terminó diciendo:
–Creo... posiblemente... puede que funcione.
–No siga pensando –cortó Dezhnev–; acabo de poner el aire acondicionado al máximo. Veamos si ocurre algo antes de que nos quedemos congelados.
Morrison vigilaba la niebla exterior. Notaba que estaba tan tenso como los demás. No le angustiaba la decisión infortunada... un experimento desgraciado. Ni se mordía las uñas pensando en el destino de Shapirov, pero...
Profundizando en sus propias emociones, pensó que habiendo llegado tan lejos, habiendo sido miniaturizado y encontrándose en una menuda arteriola cerebral, sentía la necesidad acuciante de comprobar sus teorías. ¿Había llegado hasta tan lejos para dar la vuelta y pasar el resto de su vida alzando un pulgar y un índice casi unidos preguntándose en lo más profundo de su mente: me ha fallado por tan poco?
Muy bien, pues. Había pasado de la desesperación de no querer agregarse al proyecto a una definida repugnancia a abandonarlo. La voz de Dezhnev interrumpió sus pensamientos:
–No creo que a este animalito le guste lo que está ocurriendo.
Morrison experimentaba un frío glacial y se estremeció al comprender que el ligero uniforme de algodón que llevaba era una defensa inadecuada contra esta súbita invasión de invierno.