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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (29 page)

BOOK: Viaje alucinante
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Empezó a moverse y se sintió más o menos sujeto, pero no tanto esta vez por la dura fuerza de la interacción electromagnética, sino por la presión blanda, acolchada, del glóbulo rojo.

–¡Apártate! –gritó Morrison; pero el glóbulo rojo no entendía de gritos. Su papel era puramente pasivo.

Morrison lo empujó con las manos y utilizó también las aletas de los pies para hacer más fuerza. La superficie fina y elástica de la célula roja cedió, se hundió; pero resistió con más fuerza si cabe, hasta que finalmente Morrison se encontró empujando inútilmente y, sintiéndose cansado, se apoyó en la nave.

Hizo una pausa para recobrar el aliento. Le resultó difícil, dado el calor y lo empapado en sudor que estaba. Se preguntó si quedaría fuera de combate primero por la deshidratación o por la fiebre que contraería si no podía desprenderse del calor producido por su propio cuerpo... y mucho más debido al esfuerzo que estaba haciendo por librarse del glóbulo rojo.

Volvió a levantar el brazo y lo bajó de modo que la aleta quedara de perfil. Cortó la película del glóbulo, reventándolo como un balón. La tensión superficial de la película hizo que el corte se ensanchara más y más. Desprendió una sustancia, una delgada nube de gránulos; y el lóbulo rojo empezó a encogerse.

A Morrison le hizo el mismo efecto que si hubiera dado muerte a una criatura viva, inofensiva, y experimentó una sensación de culpabilidad. Recapacitó decidiendo que había billones de ellos en el sistema circulatorio y que un glóbulo rojo sólo tenía ciento veinte días de actividad.

Ahora podría ir hacia la popa.

Nada de niebla empañaba la parte interior de su traje. ¿Por qué iba a suceder? La superficie estaba tan caliente como él y nada se pegaría al plástico. Lo que hubiera debido ser niebla se recogía en pequeños charcos de sudor en una y otra esquina del traje, rodando al moverse él.

Por fin estaba otra vez en la popa, donde se rompía la línea esbelta de la nave porque los chorros de cada uno de los motores de microfusión interrumpían su estilizada silueta. Aquí se encontraba tan lejos del centro de gravedad de la nave como era posible. (Con suerte, los otros cuatro se habrían situado tan cerca como pudieran de la proa. Deseó haber pensado en dejar esto bien en claro antes de meterse en el traje.) Lo que tenía que hacer era encontrar áreas de carga positiva que retuvieran sus manos y entonces... ¡empujar fuerte!

Se sentía algo mareado. ¿Sería físico? ¿Psicológico? En cualquier caso, el efecto era el mismo.

Volvió a respirar profundamente y tuvo que parpadear porque el sudor le caía en los ojos (no podía secárselo y de nuevo sintió un espasmo de ira contra los imbéciles que habían diseñado un traje microscópicamente mejor a no llevar ninguno).

Pudo sujetarse a la nave y movió los pies. ¿Serviría para algo? La masa que trataba de girar era solamente de unos microgramos en cantidad, ¿pero de qué disponía él...? ¿De qué? ¿Microergios? Sabía que la ley del cuadrado al cubo le proporcionaba una tremenda ventaja, ¿pero cuánta energía podía poner en su propulsión?

Y la nave se movió. Podía decirlo por el movimiento de las losetas de la pared del capilar. Ahora ya tocaba con los pies esa pared, así que la nave debía encontrarse atravesada. La había girado noventa grados.

Cuando sus pies pudieron apoyarse en la pared del capilar, empujó con imprudente y salvaje fuerza. Si llegaba a abrir un boquete en la pared, los resultados podían ser incalculablemente malos, pero sabía que le quedaba poco tiempo, siquiera para seguir pensando. Afortunadamente sus pies rebotaron como si hubieran posado sobre una esponja de goma y la nave giró más de prisa.

De pronto, se quedó clavada.

Levantó la vista desesperado, esforzándose, queriendo ver. (Había perdido casi la capacidad de respirar en aquel horrendo calor húmedo del interior del traje.) Era otro glóbulo rojo. Seguro que se trataba de un glóbulo rojo. Había tanta abundancia de ellos en los capilares como... como coches en una abarrotada calle de la ciudad.

Esta vez no esperó. La aleta de su brazo derecho cayó instantáneamente haciendo un gran corte, y esta vez no perdió ni un microsegundo de lástima por el asesinato de un objeto inocente. Sus piernas volvieron a golpear y la nave se movió.

Esperó a que se colocara en la misma posición que antes. ¿Y si hubiera equivocado la dirección en su loco ataque al glóbulo rojo y estaba empujando la nave sencillamente en la dirección opuesta? Se sentía más allá de toda preocupación.

La nave estaba ahora paralela al largo eje del capilar. Jadeando, intentó estudiar las losas. Si se movían hacia delante en dirección a la proa de la nave, entonces la nave volvía a moverse en la dirección de la corriente y tenía adelante el cruce de la arteriola.

Decidió que así era. No, le tenía sin cuidado. ¿Bien? ¿Mal? Él tenía que volver como fuera a la nave.

No estaba dispuesto a vender su vida por el éxito.

¿Dónde? ¿Dónde?

Sus manos se deslizaban sobre las paredes de la nave. Pegándose aquí. Pegándose allá.

Vagamente vio figuras borrosas del otro lado de los costados. Llamándolo. Trató de obedecer sus gestos.

Se desvanecieron.

¿Arriba? ¿Señalaban hacia arriba? ¿Cómo podía encaramarse? No le quedaban fuerzas.

Su último pensamiento realmente cuerdo, por un instante, fue que no necesitaba fuerzas. Arriba significaba casi lo mismo que abajo para un cuerpo sin peso, sin masa.

Se agitó hacia arriba, olvidando por qué lo hacía, y una bruma negra lo envolvió.

Lo primero que Morrison sintió fue frío.

Una oleada de frío. Luego un contacto frío también.

Después, luz.

Estaba mirando un rostro. Durante un intervalo, no captó del todo que se trataba de un rostro. Al principio fue sólo una imagen de luz y sombra. Después un rostro... A continuación, el rostro de Sofía Kaliinin.

–¿Me reconoce? –le preguntó con dulzura.

Despacio, con dificultad, Morrison movió afirmativamente la cabeza.

–Diga mi nombre.

–Sofía –gruñó.

–¿Y a su izquierda?

Volvió los ojos, enfocando con dificultad. Girando la cabeza dijo:

–Natalya.

–¿Cómo se siente?

–Dolor de cabeza –su voz le sonaba lejana y apagada.

–Pasará.

Morrison cerró los ojos y se abandonó a la paz de la no-lucha.

No hacer nada. Era el colmo de lo bueno. No sentir nada. Pero sintió frío en la ingle y volvió a abrir los ojos. Descubrió que le habían quitado el traje y que estaba desnudo. Notó brazos que le sujetaban hacia abajo y oyó una voz que le decía:

–Tranquilo. No podemos darle una ducha. No hay agua suficiente. Pero podemos utilizar una toalla mojada. Necesita que se le refresque... y se le limpie.

–... vergonzoso –consiguió luchar con las sílabas.

–Bobadas. Ahora lo secaremos. Un poco de desodorante. Y otra vez a su traje de algodón.

Morrison trató de relajarse. Fue sólo cuando sintió el algodón sobre su piel cuando se decidió a hablar:

–¿Le di bien la vuelta?

–Sí –afirmó Kaliinin moviendo vigorosamente la cabeza– y luchó como un salvaje contra dos glóbulos rojos. Estuvo heroico.

–Ayúdeme a levantarme –dijo con voz ronca. Empujó con los codos contra su asiento y, naturalmente, subió disparado. Lo bajaron.

–Lo había olvidado –murmuró–. Bueno, sujétenme. Déjenme sentado y que me vaya recobrando. –Se debatió contra una sensación de mareo y al fin dijo:

–Este traje de plástico no vale nada. Un traje para ser utilizado en la corriente sanguínea de un animal de sangre caliente debe estar refrigerado.

–Lo sabemos –dijo Dezhnev desde su asiento frente a los controles–. El próximo lo estará.

–¡El próximo! –repitió Morrison amargado.

–Por lo menos –prosiguió Dezhnev– hizo lo que era necesario y el traje lo hizo posible.

–¡A qué precio! –masculló Morrison que se puso a hablar en inglés quizá para expresar mejor sus sentimientos.

–Lo he entendido todo –saltó Konev–. He vivido en Estados Unidos, ¿sabe? Si le hace sentirse mejor, le enseñaré cómo decir cada una de esas palabras en ruso.

–Gracias, pero tienen mejor sabor en inglés. –Se pasó la lengua por los labios resecos, una lengua también seca y dijo–: Un poco de agua me sabría aún mejor. Tengo sed.

–Naturalmente –asintió Kaliinin y le acercó una botella a los labios–. Sorba despacio. No cae, al no tener casi masa... Despacio, despacio. No vaya a atragantarse ahora.

Morrison apartó la cabeza de la botella:

–¿Tenemos suficiente agua?

–Debe reponer la que perdió. Tenemos suficiente.

Morrison tragó un poco más. Después suspiró:

–Está mucho mejor. Se me ocurrió algo cuando estaba en el capilar. Fue un destello. No estaba lo suficientemente cuerdo para comprender mi propio pensamiento –inclinó la cabeza y se cubrió los ojos con las manos–. Pero no estoy aún suficientemente cuerdo para recordarlo. Déjenme que piense.

En la nave se guardó silencio. Al rato, Morrison, con un suspiro y aclarándose con fuerza la garganta, confesó:

–Sí, ya me acuerdo.

Boranova suspiró también.

–Bien, por lo menos ha recobrado la memoria.

–Claro que sí –saltó petulante–. ¿Qué se habían creído?

–Que una pérdida de memoria podía ser un primer indicio de daño cerebral –explicó Konev.

Morrison cerró la boca con tal fuerza que sus dientes chocaron. Luego, sintiendo frío en la boca del estómago, preguntó:

–¿Es eso lo que pensaron?

–Era una posibilidad. Como en el caso de Shapirov.

–Ya no importa –sugirió Kaliinin–. No ha ocurrido. ¿Cuál fue su pensamiento, Albert? ¿Lo recuerda aún, no? –Era en parte observación, en parte pregunta esperanzada.

–Sí, me acuerdo. Vamos corriente arriba, ahora, ¿verdad? Por decirlo de algún modo...

–Sí –contestó Dezhnev–. Sirviéndome de los motores, gastando energía.

–Cuando lleguemos a la arteriola, seguirá aún corriente arriba y no podrá girar. Volveremos por el camino que llegamos. Habrá que dar vuelta a la nave desde el exterior. Pero no puedo ser yo. ¿Lo comprenden?
¡No puedo ser yo!

Kaliinin le pasó el brazo por los hombros, tranquilizándolo:

–¡Shh! Está bien. No, no será usted.

–No será nadie, Albert, amigo mío –anunció alegremente Dezhnev–. Mire hacia delante. Estamos llegando a la arteriola.

Morrison miró y sintió una punzada de dolor. Debió de hacer una mueca porque Kaliinin apoyó una mano fresca en su frente y preguntó:

–¿Cómo está su dolor de cabeza?

–Mejorando –respondió Morrison y apartó la mano impaciente. Miraba ante sí y le tranquilizó descubrir que su visión parecía normal. El túnel cilíndrico que se abría delante de ellos parecía ensancharse y más allá de un labio elíptico podía ver una pared distante en la que las baldosas eran menos pronunciadas. Comentó:

–El capilar sale de la arteriola como la rama de un árbol, en ángulo oblicuo. Penetraremos en esa abertura que tenemos delante y estaremos a tres cuartos del camino, corriente arriba... y una vez que topemos con la pared del fondo, nos separaremos y seguiremos la corriente.

Dezhnev soltó una risita:

–Mi anciano padre solía decir: «Media imaginación es peor que ninguna» Fíjese, Albert, pequeño. Verá, esperaré hasta que estemos casi en la abertura y reduciré la marcha para entrar muy despacio en la corriente. Ahora nuestra nave asoma el hocico fuera del capilar... un poco más... un poco más... y ahora la corriente principal de la sangre de la arteriola nos alcanza y nos empuja contra el saliente y nos da la vuelta... y yo aprieto un poco más... y viramos un poco más... y entonces salgo del todo, y he aquí que he dado la vuelta, voy nuevamente corriente abajo y apago los motores. –Sonrió orgulloso–. ¿Qué, no estuvo bien?

–Muy bien –confirmó Boranova–, pero imposible sin lo que Albert acaba de hacer.

–Cierto. Le concedo todo el mérito... y la orden de Lenin... si la acepta.

Morrison sintió un alivio infinito.
No
tendría que volver a salir.

–Gracias, Arkady –le dijo, y con cierta timidez añadió–: Sabe, Sofía, todavía tengo sed.

Al instante, ella le tendió la botella, pero Morrison vaciló.

–¿Está segura de que no bebo más de lo que me corresponde?

–Claro que sí, Albert, pero más de lo que le corresponde
es
lo que le corresponde. Vamos, el agua es fácil de reciclar. Además disponemos de una provisión suplementaria. No encajó usted bien en la esclusa de aire. Le quedó un codo fuera y tuvimos que romper la capa interior y meterlo... lo que significaba que entraría algo de plasma. Poco, gracias a su viscosidad. Ha sido miniaturizado, por supuesto, y lo estamos reciclando.

–Una vez miniaturizado no puede ser mucho más que una gota.

–Y eso es lo que es –aclaró Kaliinin, sonriendo– pero incluso una gota es una provisión extra y puesto que usted la trajo, merece disponer de ella. La lógica es la lógica.

Morrison se echó a reír y bebió el agua extra, golosamente, exprimiendo el contenedor de plástico flexible estilo astronauta. Empezaba a sentirse prácticamente normal. Más que eso. Sentía una especie de satisfacción de ensueño, algo que nace de sentirse liberado de lo intolerable.

Trató de concentrarse, de adquirir cierto sentido de realidad. Estaba aún en la nave. Tenía todavía el tamaño de una bacteria, más o menos. Se encontraba aún en la corriente sanguínea de un hombre en estado de coma. Su posibilidad de vivir otras pocas horas, era aún problemática. Pero, aun diciéndose todo esto no podía, sin embargo, desprenderse de la sensación de que la mera ausencia de calor intolerable, de estar con los demás, la mera existencia de los cuidados de una mujer era en sí como un poco de cielo. Les dijo:

–Doy las gracias no solamente a Arkady sino a todos ustedes por arrastrarme adentro y cuidarme.

–No se preocupe –interrumpió Konev, con indiferencia–. Le necesitamos a usted y a su programa de computadora. Si le hubiéramos dejado fuera, el proyecto habría sido un fracaso, incluso habiendo encontrado la célula apropiada.

–Puede que sea así, Yuri –exclamó Boranova indignada– pero cuando encontramos a Albert, no pensé en nada de eso sino en salvar su vida. No puedo creer que incluso usted sea tan despiadado que no sintiera ansiedad por un ser humano que estaba arriesgando su vida para ayudarnos, excepto porque lo necesitábamos.

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