Morrison contemplaba una plaqueta que, de vez en cuando, desaparecía detrás de numerosos glóbulos rojos. Quería ver si entraría en contacto con la nave y, si lo hacía, qué le ocurriría. No obstante, la plaqueta no se prestó al juego, sino que permaneció a distancia.
Entonces pensó que la plaqueta parecía ser tan grande como su mano. ¿Cómo podía ser esto si su diámetro era la mitad del de los glóbulos rojos y los glóbulos rojos eran del tamaño de su mano? Sus ojos buscaron un glóbulo y, en efecto, le pareció mayor que su mano.
Preocupado, comentó:
–Los objetos ahí fuera parecen agrandarse.
–Es que estamos aún miniaturizándonos –le gritó Konev, aparentemente molesto por la incapacidad de Morrison de sacar sus propias conclusiones de un hecho observado. Pero Boranova explicó:
–Tiene razón, Albert. La coronaria se está estrechando a medida que avanzamos y necesitamos adaptarnos a ella.
–No querrá quedarse clavado en el tubo por su extrema gordura –intervino Dezhnev genial. Y como si de pronto se le ocurriera algo más, añadió–: Sabe, Natasha, nunca en mi vida había estado tan flaco.
Boranova, impertérrita, respondió:
–Sigue siendo tan gordo como siempre, Arkady, en la escala de la constante de Planck.
Morrison no estaba de humor para frivolidades, así que insistió:
–¿Pero hasta dónde vamos a miniaturizarnos, Natalya?
–Al tamaño molecular, Albert.
Y toda la aprensión de Morrison surgió de nuevo.
Morrison se sintió como un imbécil ante su fracaso de no darse cuenta al momento de que aún se estaban miniaturizando, y a la vez amargamente resentido contra Konev por poner en evidencia que reconocía su imbecilidad. El problema era que los demás habían estado viviendo y pensando en la miniaturización desde hacía años y él mismo, un recién llegado al tema, estaba aún tratando de metérselo en su recalcitrante cerebro. ¿Es que no podían comprender sus dificultades?
Estudió los glóbulos rojos malhumorado. Eran claramente mayores. Su anchura era mayor que la de su pecho y sus límites se volvían menos agudos. Sus superficies vibraban como si fueran bolas de tela llenas de jarabe.
En voz baja, preguntó a Kaliinin:
–¿Tamaño molecular?
Kaliinin lo miró, luego se volvió, pero contestó:
–Sí.
–No sé por qué me preocupa esto, considerando el pequeño tamaño al que ya nos hemos miniaturizado, pero hay algo terrorífico en eso de alcanzar el tamaño de una molécula. ¿Qué tamaño supone que puede tener una molécula?
Kaliinin se encogió de hombros.
–No lo sé. Es cosa de Natalya. Quizás el de una molécula viral.
–Pero esto no se ha intentado nunca, ¿verdad?
–Estamos haciendo el trazado de un territorio desconocido.
Morrison guardó silencio y al fin preguntó con inquietud.
–¿No tiene miedo?
Lo miró furiosa, pero siguió habiéndole en voz baja:
–Claro que tengo miedo. ¿Qué se ha creído que soy? Es insensato no sentir miedo cuando existe un motivo racional para ello. Tuve miedo cuando fui violada. Tuve miedo cuando estuve embarazada y abandonada. He pasado la mitad de mi vida asustada. Todo el mundo es igual. Por eso hay personas que beben tanto, porque creen así borrar el miedo que los embarga... –sus palabras eran sibilantes, hablaba entre dientes–. ¿Quiere acaso que lo compadezca porque
está
asustado?
–No –respondió, sobresaltado.
–No hay nada raro en sentir miedo, siempre y cuando no deje que se
vea...,
siempre y cuando no se abandone y deje de hacer cosas a causa del miedo; que fracase por ello..., –se interrumpió y murmuró, amargada, una confesión–. En tiempos me puse histérica –su mirada rozó a Konev, cuya espalda aparecía tiesa, rígida, inmóvil–. Pero, ahora, estoy dispuesta a cumplir con mi trabajo aunque esté medio muerta de miedo. Nadie deducirá de mis actos que estoy asustada. Y sería mejor que también fuera su caso, señor americano.
Morrison tragó saliva y murmuró:
–Sí, claro. –Pero sonaba poco convincente, incluso para él.
Sus ojos miraron hacia atrás, luego hacia delante. Era del todo inútil hablar en un sitio tan pequeño. No había murmullo tan bajo que no fuera oído.
Boranova, detrás de Kaliinin, estaba enfrascada en su miniaturización, pero había una leve sonrisa en su rostro. ¿De aprobación? ¿De desprecio? Morrison no supo adivinarlo.
En cuanto a Dezhnev, volvió la cabeza y gritó:
–Natasha, continúa estrechándose. ¿No debería apresurar la miniaturización?
–Haré lo necesario, Arkady.
Los ojos de Dezhnev y de Morrison se cruzaron y el primero le hizo un guiño y sonrió:
–No crea a la pequeña Sofía –simuló hablar en un murmullo–. No tiene miedo. Nunca. Pero no quiere que usted se sienta solo con su inquietud. Nuestra Sofía tiene un corazón muy tierno, tan tierno como su...
–Cállese, Arkady –interrumpió Sofía–. Seguro que su padre debió decirle que no es prudente golpear la vieja tetera que tiene por cabeza con la cuchara oxidada que es su lengua.
–Ah –gimió Dezhnev poniendo los ojos en blanco–, ha sido dura. Lo que
realmente
dijo mi padre fue que no hay cuchillo tan afilado como la lengua de una mujer... Pero, Albert, en serio, llegar a tamaño molecular no es nada. Espere a que hayamos aprendido a vincular la relatividad a la teoría del quantum y entonces, con un chorrito de energía, nos reduciremos a tamaño subatómico.
Entonces,
verá.
–¿Qué es lo que veré?
–Pues vería aceleración instantánea. Saldríamos simplemente disparados... –apartó las manos de los controles, momentáneamente, a fin de hacer un gesto cortante acompañado por un silbido penetrante.
–Arkady, las manos en los controles –señaló Boranova calmadamente.
–Naturalmente, mi querida Natasha. Un momento de excusable dramatismo, sin más... –Y volviéndose a Morrison continuó–: Instantáneamente iríamos a la velocidad de la luz, mucho más de prisa que a la velocidad de la luz, dadas las condiciones. En diez minutos habríamos cruzado la galaxia, en tres horas estaríamos en Andrómeda, en dos años en el quásar más cercano. Y si no le parece suficientemente rápido, podemos hacernos aún más pequeños. Tenemos el viaje a mayor velocidad que la luz, tenemos la antigravedad, lo tenemos todo. La Unión Soviética abrirá el camino hacia todo.
–¿Y cómo guiará el vuelo, Arkady?
–¿Qué?
–¿Que cómo lo guiaría? –preguntó Morrison muy serio–. Tan pronto como la nave alcance la falta de tamaño y masa, saldrá, en efecto, disparada a cientos de años luz por segundo. Esto significa que si hubiera trillones de naves, saldrían disparadas en todas direcciones con simetría esférica..., lo mismo que la luz del sol. Pero, como sólo habría una nave, se lanzaría adelante en una dirección determinada, pero totalmente imprevista.
–Éste es un problema para los teóricos inteligentes..., como Yuri.
Konev no había demostrado el menor interés por la conversación hasta aquel punto, pero ahora dio un fuerte respingo.
–No estoy seguro de que sea prudente desarrollar el viaje y asumir la dirección sin cuidado. ¿No diría su padre: «Un hombre prudente no empieza su casa por el tejado»? –observó Morrison.
–Tal vez, pero lo que sí dijo una vez fue: «Si encuentras una llave de oro, pero no la cerradura, no la tires. El oro también bastará»
Boranova se movió en su asiento detrás del de Morrison y dijo:
–Basta ya de dimes y diretes, amigos... ¿Dónde estamos, Yuri? ¿Progresamos?
–Yo diría que sí, pero me gustaría que el americano apoyara mi juicio, o lo corrigiera.
–¿Cómo puedo hacerlo? –saltó Morrison–. Estoy amarrado.
–Pues, suéltese. Caso de que flote algo, no lo hará muy lejos.
Por un momento, Morrison se enredó en su cinturón porque había olvidado la situación del contacto apropiado. La mano de Kaliinin se movió rápidamente y lo liberó.
–Gracias, Sofía.
–Ya irá aprendiendo –contestó con indiferencia.
–Álcese de modo que pueda ver por encima de mi hombro –ordenó Konev.
Morrison así lo hizo e inevitablemente tropezó con demasiada fuerza contra el respaldo del asiento delantero. Como resultado de su insignificante inercia, ascendió con fuerza y se golpeó la cabeza contra el techo de la nave. De haber ocurrido lo mismo en condiciones no miniaturizadas, habría sentido algún dolor al golpearse, pero la misma falta de masa y la inercia que lo había mandado hacia arriba lo había rebotado hacia abajo sin la menor sensación de dolor y, virtualmente, sin la menor presión. Le fue tan fácil detenerse, como lo fue dispararse, Konev chasqueó la lengua:
–Cuidado –advirtió–. Levante la mano hacia arriba, de perfil, gírela despacio, y después empújela hacia abajo plana,
despacio.
¿Lo entiende?
–Lo entiendo.
Obedeció la sugerencia de Konev y se alzó despacio. Se agarró al hombro de éste y se detuvo.
–Ahora mire aquí, al cerebrógrafo –indicó Konev–. ¿Ve dónde estamos en este momento?
Morrison se vio mirando una red de enorme complejidad, con un claro efecto tridimensional. Consistía en arroyos sinuosos ramificándose hacia fuera de forma que parecían representar un árbol de ramaje sumamente intrincado. En una de las ramas mayores había una pequeña mancha roja que se movía despacio y progresivamente.
–¿Puede ampliármelo para que pueda situar esta sección? –rogó Morrison.
Konev,
con
otro chasquido de la lengua,
como
significando impaciencia, amplió la vista:
–¿Le sirve así?
–Sí, estamos al borde del cerebro –reconocía los pliegues y fisuras individuales–. ¿Hasta dónde se propone llegar?
La imagen aumentó ligeramente. Konev explicó:
–Torceremos aquí para salir y pasar al interior de la capa neurónica. Me gustaría dirigirme por esta ruta al interior de la materia gris –mencionó las áreas en ruso, rápidamente, y Morrison se esforzó por traducirlas mentalmente al inglés–; esta área de aquí es, si he leído bien sus escritos, un nódulo crucial de la red neurónica.
–No hay dos cerebros exactamente iguales –objetó Morrison–. No puedo señalar nada con certeza, tanto más si el
cerebro en
cuestión es uno que nunca haya estudiado. No obstante, yo diría que el área hacia donde nos dirigimos parece llena de posibilidades.
–Bien, hasta ahora. Y si llegamos a mi destino, ¿podrá usted decirme con mayor precisión si estamos en un cruce de caminos, dónde se encuentran varias ramas de la red o, si no, en qué dirección y a qué distancia podría estar este cruce?
–Puedo intentarlo –respondió Morrison cautamente–; pero, por favor, recuerde que no he garantizado nada sobre mi habilidad en este aspecto. No le he hecho ninguna promesa. No me he ofrecido voluntariamente para...
–Lo sabemos, Albert –interrumpió Boranova–. Solamente le pedimos que haga lo que pueda.
–En cualquier caso –dijo Konev– es ahí a donde vamos como primera aproximación y no tardaremos en llegar, aunque la corriente es más lenta. Después de todo, nuestro tamaño es casi el de un capilar. Vuelva a sujetarse, Albert. Le avisaré si le necesito.
Morrison consiguió manejar el cinturón sin ayuda, demostrándose que incluso los pequeños triunfos pueden ser agradables.
Casi de tamaño capilar, se dijo, y miró a través de las paredes de la nave.
La pared del vaso estaba todavía a buena distancia, pero había cambiado de aspecto. Anteriormente las paredes, con su firme pulsación, parecían bastante lisas. Ahora, sin embargo, Morrison no notaba pulsaciones y las paredes empezaban a parecer embaldosadas. Las baldosas, descubrió Morrison, consistían en las células que formaban una especie de revestimiento.
En realidad no conseguía una visión clara de las baldosas porque se lo impedían los glóbulos rojos. Ahora los veía como baldosas blandas del tamaño de la nave. Ocasionalmente, una de ellas flotaba a lo largo de la nave, muy cerca, y era empujada elásticamente hacia dentro, al punto de contacto, pero sin sufrir daño visible.
Una vez dejaron atrás un pequeño jirón. Quizás el contacto había sido un poco fuerte y una línea de moléculas miniaturizadas se había formado contra la nave, supuso Morrison. El jirón se desprendió rápidamente y se disolvió en el fluido circundante.
Las plaquetas ya eran otro cantar, ya que por su propia naturaleza eran mucho más frágiles que los glóbulos rojos.
Una tropezó de pleno con el casco de la nave. O quizá la había detenido una colisión con un glóbulo rojo y la nave la había alcanzado. La proa de la nave penetró profundamente y la piel de la plaqueta reventó. Su contenido se derramó poco a poco, mezclándose con el plasma y luego formando dos o tres largas tiras que se enredaron una con o otra. Durante un tiempo se adhirieron al casco de la nave que las arrastró.
Morrison esperó a ver formarse un coágulo. Nada de eso sucedió.
Pasados unos minutos, vio, por delante de ellos, una niebla lechosa que parecía llenar el vaso sanguíneo de lado a lado, pulsando y ondulando. Dentro de la niebla había gránulos oscuros que se movían incesantemente. A Morrison le pareció un monstruo maligno y no pudo evitar lanzar un grito de terror.
Si quieres saber si el agua está hirviendo, no lo pruebes con la mano.
DEZHNEV, padre
Dezhnev volvió la cabeza sobresaltado y dijo:
–Es una célula blanca, Albert, un leucocito. Nada de que preocuparse.
Morrison tragó saliva y se sintió francamente molesto:
–Ya sé que es un glóbulo blanco, sólo que me pilló desprevenido. Es mayor de lo que esperaba.
–No es nada. En realidad, un trozo de pastel, y no mayor de lo que debiera ser. Es que nosotros somos más pequeños. E incluso, si fuera mayor que Moscú, ¿qué? Está flotando en la corriente, igual que nosotros.
–A decir verdad –explicó Kaliinin con dulzura– ni siquiera sabe que estamos aquí. Quiero decir que no somos nada especial. Piensa que somos un glóbulo rojo.
Konev, dirigiéndose aparentemente al aire, dijo como abstraído.
–Los leucocitos no piensan.
Una expresión resentida cruzó por el rostro de Kaliinin, se ruborizó, pero la voz siguió inalterable:
–En realidad, Albert, lo decía en sentido figurado. Lo que quiero decir es que el comportamiento del leucocito hacia nosotros es el mismo que tendría ante un glóbulo rojo.