Un poco después se nos presentó una oportunidad única que aprovechamos ávidamente para nuestra actividad apostólica «clandestina». De vuelta a casa de nuestro permiso de estudios, nos enteramos de que en Alemania no se podían adquirir artículos religiosos, como rosarios o crucifijos. Las Biblias y los libros piadosos estaban
verboten
también, pues en las imprentas escaseaba el papel. Por supuesto, abundaba para la propaganda anti-religiosa, pero esa era otra historia que no venía al caso.
Sucedió que un día, paseando durante mi permiso ante los quioscos de los libreros en París, tuve la suerte de que mi mirada cayera sobre un volumen que llevaba en la portada el emblema de mi antiguo monasterio de Fulda. Yo sabía que, al clausurar el monasterio, habían robado todos sus hermosos libros antiguos, así que aquel descubrimiento me produjo una sensación terrible. Más tarde me enteré de que los alemanes los habían vendido, pero nunca supe cómo habían llegado a los quioscos de París.
Entretanto, mirando en derredor, descubrí que allí, junto a algunos que llevaban el sello de otros monasterios, aparecían más volúmenes del nuestro. Me puse en contacto con mis superiores religiosos, que me pidieron que resolviera el asunto del mejor modo posible. Yo tenía mucho dinero, así que fui de un sitio a otro comprando todos los libros que fui capaz de encontrar y que terminaron en una habitación en la que apenas podía moverme, pues los volúmenes apilados llegaban prácticamente al techo.
Siguiendo por esta línea, tuve la feliz idea de hacerme con todos los rosarios y crucifijos que caían en mis manos. Afortunadamente, amigos y parientes me entregaron miles de esos artículos con tal fin. A continuación, pasé mucho tiempo preguntándome cómo volver a Alemania con aquella valiosa mercancía. Algunos amigos que regresaban a sus casas me ayudaron llevándola como equipaje personal, y entregándola en el lugar que yo les indicaba. Los soldados que volvían a sus hogares con permiso se prestaban a ayudar por una pequeña gratificación. Pero no era suficiente; todo iba demasiado lento para el mucho bien que había que hacer.
Por fin, conocí a un buen cristiano en la oficina de nuestro regimiento, un hombre que era un decidido enemigo de los nazis, como muchos de nosotros. Nos arriesgamos a falsificar unos papeles con los que cubríamos los libros, metiéndolos en cajas y embalajes que sellábamos con un TOP SECRET: SS MAIL. Diariamente salían de Francia hacia Alemania camiones cargados de mercancías, la mitad de las cuales eran libros cuidadosamente embalados. Los conductores conocían su contenido y, a cambio de cierta cantidad de dinero, los vigilaban y entregaban en nuestro Monasterio de Gorheim-Sigmaringen al Dr. Heinrich Hofler, el líder del grupo católico alemán que se ocupaba de satisfacer las necesidades espirituales del ejército.
Era difícil y peligroso, desde luego, pero muy gratificante. ¡En algunas ocasiones llegamos tan lejos como para enviarlos por avión!
Los hombres que nos ayudaban eran soldados de las SS; yo estaba en las SS. Los conductores a los que sobornábamos eran nazis, soldados del Reich. Y sin embargo, ninguno nos denunció. De aquellas filas no surgió ningún traidor que revelara nuestras actividades, y en el corazón de todos nosotros aumentaban las muchas bendiciones que obteníamos realizando aquel trabajo tan especial.
Nos llegaron noticias de que nuestros superiores religiosos habían logrado recibir el material y distribuirlo entre los cristianos espiritualmente hambrientos. Nos alegramos de ello y continuamos considerándolo como una aventura apasionante. Los nazis, que habían saqueado nuestros monasterios, que habían acabado con las vidas de incontables miles de inocentes, cuyos actos eran depravados y perversos, nunca se enteraron de nuestra campaña. Por esto, sabíamos que los ángeles estaban realmente a nuestro lado; y, aunque algunas veces nos viniera a contrapelo el conspirar contra nuestro propio país, sabíamos que, cuanto antes fueran derrotados aquellos hombres arrogantes, antes podríamos devolver nuestra patria a sus legítimos dueños —el pueblo— y a su legítimo Rey, Cristo.
Un tal sargento Stummel, cuyo odio hacia mí se había convertido en la comidilla del campamento, se enteró de todas aquellas maquinaciones, pero como yo contaba con el apoyo de algunos oficiales de alta graduación, no pudo adoptar medidas punitivas. Aunque no fueran cristianos, no todos aquellos hombres con uniforme de las SS eran animales. Lo peor que el sargento pudo inventar para lograr una forma de castigo fue trasladarme a otra compañía, pero incluso eso se convirtió en un favor. El oficial al mando era un hombre que vivía realmente en el corazón de Cristo y me concedió la libertad que nunca había disfrutado durante el servicio. Me dio permiso para viajar a París —estábamos acuartelados en Rueil, Malmaison y Bougival— donde pude seguir mi camino religioso. Al poco tiempo de unirme a esa compañía, la trasladaron a París, acantonándola cerca del Arco de Triunfo, lo que, desde mi punto de vista, fue aún mejor. Yo vagaba libremente entre catedrales y capillas… y después del estruendo y la agitación de los cuarteles, de las discusiones y la degradación de los combatientes, aquellas horas disfrutadas ante el altar significaban un oasis para mi alma.
Mis amigos y yo parecíamos niños hambrientos devorando las muchas riquezas artísticas y culturales que París nos ofrecía. Contábamos con mucho dinero y con más tiempo libre del que se podía esperar razonablemente; raramente nos íbamos a la cama antes de medianoche. Mientras nuestros camaradas anti-cristianos participaban en las eternas juergas de vino, mujeres y canciones, nosotros trabamos conocimiento con el Padre Stock, el director espiritual de los alemanes en París. Había sufrido grandes peligros y pruebas interiores, pues estuvo constantemente bajo la vigilancia de la Gestapo y más de una vez en riesgo de muerte. Le acusaban de confiar demasiado en sus hermanos franceses, y mantenían sin tregua sus sospechas y su desconfianza sobre él. Por las noches nos reuníamos en su casa para instruirnos y para rezar; allí aprendimos muchas cosas que nos ayudaron a vivir como cristianos en el mundo pagano en el que nos desenvolvíamos.
Vimos muy poco de la guerra. Me trasladaron a otro equipo de comunicaciones emplazado en el mejor barrio de París, cerca de muchos extensos parques; me adjudicaron un apartamento formado por un dormitorio con cuarto de estar y baño, atendido por una sirvienta. Yo vivía como un príncipe, aunque tenía el presentimiento de que todo aquellos terminaría muy pronto.
Surgió la oportunidad de hacer un curso de oficiales, curso que yo firmé encantado. Tenía la sensación de que, si había podido hacer mucho bien mientras no era oficial, sería capaz de hacer aún más obteniendo un grado superior y más poder. Gracias a mi formación intelectual, quedé fácilmente el primero y solo tuve que enfrentarme a una prueba final antes de que terminara la promoción: cargados con un pesado fardo, debíamos hacer un recorrido a marchas forzadas bajo el sofocante calor de junio. La marcha era de unos ochenta y cuatro kilómetros.
Nos divertía ver lo que sudaba la gente en aquella marcha, pues habíamos sido el blanco de burlas de cuartel por nuestra negativa a subir a los camiones que, una vez por semana, trasladaban a los hombres a los burdeles. Los oficiales tenían la sensación de que, aunque éramos hombres, debíamos estar en malas condiciones cuando nos privábamos de semejante deporte. Por supuesto, nosotros nos negábamos rotundamente a ir, y ellos nos gastaban bromas sobre nuestra virilidad, o nuestra carencia de ella, y se reían de nosotros calificándonos de flojos. Pero durante aquellas marchas forzadas, los que caían como moscas eran ellos, y tenían que ser cargados en los camiones que los llevaban a nuestro destino. Incluso los oficiales llegaron a desfallecer. ¡Cómo nos divertía ver a los orgullosos
junkers
arrastrados como sacos de grano! Los dos únicos supervivientes de nuestra división fuimos otro seminarista y yo. El comandante nos felicitó; en resumen, la experiencia fue para nosotros una broma, acostumbrados como estábamos a las largas excursiones y a los ejercicios extenuantes de nuestros rigurosos días en los campamentos de las Juventudes Católicas.
Paradójicamente, mi resistencia durante la marcha iba a dar como fruto un giro a mi vida en las fuerzas armadas.
Una tarde, los otros seminaristas y yo fuimos convocados a la presencia del comandante.
«Caballeros, se han comportado ustedes de forma encomiable… mucho más de lo que yo había esperado. Siempre imaginé que la preparación para el sacerdocio era una ocupación sedentaria que solo producía gente débil. Pues bien, ¡les felicito! Han sido promocionados en las SS y se han convertido en oficiales del ejército militar más excelso del mundo».
Nos mirábamos unos a otros preguntándonos dónde estaría la trampa. Tenía que haber una.
«Queridos señores, solo hay un obstáculo para su servicio en este cuerpo de élite, sin igual en la historia del ejército. ¿Serían tan amables de firmar este papel?».
Nos repartió unos formularios. Aturdidos, leímos en silencio: «
Por el presente documento declaro que abandono la Iglesia católica y hago el firme propósito de no ingresar jamás en la Orden Franciscana de la Iglesia
».
¡Esta era, pues, la libertad de creencias que nos habían prometido! Pensarían que habían encontrado el señuelo perfecto para arrancarnos de la Iglesia, agitando ante nosotros la zanahoria de un nombramiento de oficiales en el frente. Esperábamos en posición de firmes, inmóviles.
El comandante preguntó: «¿Están ustedes dispuestos?». Se dirigió a un berlinés que, con el rostro pálido de indignación, replicó: «Mi comandante, no estoy acostumbrado a cambiar de religión como hago los sábados con la camisa sucia». Hablaba en un dialecto de Berlín, lo que hacía que, a pesar de la gravedad de la situación, la escena resultara cómica.
El soldado siguiente se limitó a decir: «Mi comandante, antes de entrar en las SS, yo era soldado en el ejército, y allí encontré un lema:
Dios con nosotros
. Aquí he encontrado el lema de las SS:
Mi honor es la lealtad
. No tengo nada que añadir. ¿Realmente desea usted fabricar un oficial con un hombre que es desleal y traidor a su Dios? Porque ¡si un hombre traiciona a Dios, seguramente traicionará al hombre!».
Todos guardábamos silencio. Yo pensaba instintivamente en las palabras de la Sagrada Escritura cuando Cristo dice a sus discípulos que no deben preocuparse por lo que han de responder ante sus jueces y perseguidores, pues el Espíritu Santo les sugerirá las respuestas oportunas. El comandante se limitó a preguntar: «¿Piensan lo mismo todos los demás?».
«Sí». La respuesta llegó firme, resuelta.
Se volvió hacia su ayudante. «Haga que estos hombres permanezcan en la oficina» dijo, y salió. Y ¿ahora qué?
Volvió muy pronto, vestido con el uniforme de gala, incluso con el casco de acero. Nosotros esperábamos que el castigo cayera inmediatamente sobre nosotros. Nos ordenó permanecer donde estábamos, se puso firme, saludó con la mano izquierda —un disparo le había arrancado el brazo derecho— y, con la voz cargada de emoción, nos dijo: «Caballeros, muchas gracias. No esperaba menos de ustedes».
Nosotros seguíamos en silencio, pero ahora por una razón mejor y muy diferente: semejante reconocimiento nos había llenado de sorpresa. Cuando salimos nos sentíamos no poco orgullosos.
No obstante, tal temeridad debía tener consecuencias. El oficial de la división de información estaba loco de rabia porque habíamos rechazado el ascenso. Por la noche entró en nuestro alojamiento e inició una conversación sobre la religión y el ejército. Delante de todos los soldados, dijo insidiosamente: «Cualquiera que es cristiano, por ese mero hecho es un soldado de segunda clase… ¡y un mal alemán!».
Aquello era, desde luego, más de lo que podíamos aguantar. Protestamos inmediatamente, pero él continuó: «Y cualquiera que tenga la ocasión de convertirse en oficial y no la aprovecha es un traidor a la causa alemana».
Fue demasiado. Me senté, y escribí una enérgica protesta haciendo constar que, aunque el comandante nos había felicitado públicamente después de las maniobras, aunque había afirmado que desearía contar con todo un batallón de semejantes seminaristas, uno de nuestros oficiales había osado insultarnos públicamente, en tales términos que el honor de las SS quedaba profundamente ultrajado. Por esta razón nos veíamos obligados a presentar una queja.
El oficial al que entregamos el informe para remitir a las altas autoridades estaba furioso. Incluso el comandante nos llamó para decirnos que retiráramos el escrito, por temor a que llegara al cuartel general de la división. Pero eso era exactamente lo que pretendíamos.
«El oficial debe ser trasladado, señor. Seguramente usted lo comprende».
El asunto alcanzó rápidamente grandes proporciones. Pocos días después de la presentación de la protesta me ordenaron informar del tema al Cuartel General de la división. Yo permanecí firme, e insistí en el hecho de que, poco tiempo antes, el mismo Himmler nos había prometido libertad religiosa sin consecuencias perjudiciales y sin prejuicios.
El tema llegó a las más altas autoridades, y al cabo de tres semanas se recibió la respuesta definitiva de Berlín. Himmler había leído el informe, pues su nombre constaba en él, y había escrito su decisión con lápiz rojo en el margen de mi queja: «Debe solicitarse una declaración de la filosofía personal de esos hombres (
Weltanschauung
)».
Me ordenaron obedecer. Era peligroso, pero yo estaba decidido a poner fin a todo ello. Escribí a máquina ocho páginas, empezando: «Declaro que rechazo la
Weltanschauung
de las SS y del partido nacional socialista».
Argüía, con toda la lógica de que fui capaz, que mi rechazo se basaba en tres puntos: historia, filosofía y religión, empleando cada vez los conocimientos que había adquirido en mi formación. La redacción era incisiva y concreta, pero tuve que hacer mi declaración yo solo. Mis hermanos seminaristas se negaron a firmarla: opinaban que el escrito era demasiado fuerte. Después de todo, yo era alemán, y no debía escribir de aquel modo.
«Pero, ¿no os dais cuenta? Justamente porque soy alemán…, quizá más que esos llamados nobles líderes nazis nuestros… ¡estoy obligado a escribir de este modo!».
Supliqué y discutí con ellos, pero ocurrió algo que nunca pensé que ocurriera: no firmaron.