Lo que siguió no fue sorprendente en absoluto. Me confinaron en el campamento hasta recibir la respuesta de Berlín. Cuando llegó, a los cuatro días, era corta y concreta: yo sería expulsado de las SS por conducta indigna, y devuelto a la
Wehrmacht
.
Aquello me favoreció bastante. Me expidieron a Holanda inmediatamente. A las pocas semanas enviaron a Rusia a mi antigua división de las SS. Posteriormente me enteré de que todos los seminaristas habían caído. Los pusieron en primera línea del frente. ¡Si hubieran firmado conmigo…!
CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE
Me enviaron a Roermond, en los Países Bajos, donde estaban acampadas algunas tropas, y allí fui expulsado de las SS y devuelto a Fulda. Hasta entonces, había estado en el ejército durante algo más de tres años. Gracias a la negligencia de uno de los oficiales, que olvidó fechar mi pase, el viaje de regreso fue tranquilo y placentero. Pasé unos días en nuestro monasterio sobre el Rhin y, cuando finalmente llegué a la ciudad, me sorprendió encontrar a los mismos oficiales y sargentos que estaban allí cuando yo ingresé en las SS.
Intentaron de nuevo divertirse a costa del teólogo, pero yo no era ahora un simple recluta, sino un soldado con experiencia. Como nunca tuve el más mínimo interés por usar armas contra el enemigo, solicité, y se me concedió, el traslado al equipo médico de Kassel, y desde allí me enviaron a Meiningen.
Mi turno de servicio en Meiningen se convirtió en una de las experiencias más inolvidables de mi vida. Allí trabé amistad con un camarada protestante, miembro de la Iglesia Evangélica, y a través de él, conocí a un grupo de cristianos protestantes. Esta relación constituyó una de las experiencias decisivas de mi vida, pues reafirmó mi confianza en la humanidad: mientras mi fe en Dios no había sufrido, las recientes experiencias con mis compañeros dejaban mucho que desear, y aquellas buenas personas hicieron mucho para restablecerla. Casi cada día, pasé muchas felices horas en una casa de Hessen, donde eran firmes la fe y la confianza en la palabra de Dios expresadas en la Sagrada Escritura, y donde fluía un indescriptible torrente de gracias. Aquella casa cerca de Brema se convirtió para mí en un hogar espiritual como ningún otro en el mundo, ni siquiera mi monasterio. Las conversaciones que allí mantuve y el cariño que me demostraron mis hermanos «disidentes» fueron realmente notables, y aquellos días se pueden contar como los más afortunados de mi época de soldado. Cuando por fin tuve que marcharme, llevé conmigo un conocimiento más profundo de su credo, sus ideales, sus objetivos, cosas todas que me fueron de gran utilidad para comprender a aquellos no católicos que, no obstante, eran unos cristianos firmes e incondicionales.
Nos trasladaron a Erfurt, entonces en Rusia. Durante el viaje a través de Polonia, me conmovió la extremada miseria y la profunda piedad del pueblo. Allí fue donde, por primera vez, me enteré de las cosas horribles que los alemanes —es decir la policía y las tropas de las SS— habían hecho a los judíos y a muchos sacerdotes y, según su capricho, a la gente corriente que se ponía en su camino. Aquí comprendí lo que sabía instintivamente…, que aquello era lo que los victoriosos nazis pretendían hacer en el mundo entero. Cruzamos Rusia, pasando ante interminables columnas de prisioneros sumidos en una profunda miseria.
La línea del frente estaba próxima. Aunque ya no era oficial, yo estaba formado como uno de ellos y tenía dotes de mando, así que me dieron cien hombres para conducirlos al frente. A través de unas llanuras interminables nos dirigimos al sur desde Smolensko. Durante el camino, yo leía diariamente mi Biblia, como hacía cuando estaba en las SS.
Esto dio lugar a que uno de los soldados hiciera unos comentarios más desagradables aún que los que había oído en las SS. Era realmente ingenioso, pero malgastaba su ingenio en mí.
«Te advierto, amigo mío, que sería mejor que cerraras el pico».
Se mostró más irreverente todavía, hasta que, por último, llegó a un punto de blasfemia que yo, simplemente, no podía dejar pasar.
«Mira, soldado. Te he pedido que pares. Si no cierras la boca, te la voy a cerrar yo».
«¿Qué te hace pensar que puedes cerrarme la boca?», se burló. Y tras aquella pregunta retórica me atacó, pensando que lo tenía fácil, pues yo, obviamente, era un pobre beato. Agarró mi brazo y trató de rompérmelo doblándolo por detrás de la espalda. Susurrando una plegaria pidiendo perdón, y poniendo a salvo mi Biblia en el bolsillo, me dispuse a darle su catequesis del domingo.
Después de una breve refriega, cayó al suelo sangrando. Realmente no sé cómo se hirió, a menos que fuera por un golpe en la cabeza, propinado por un puño disparado con rabia. El caso es que tenía una profunda brecha que sangraba profusamente.
Durante unos minutos permaneció inconsciente. Aquello podía ser grave: yo era el jefe del grupo, y el uso de la fuerza por parte de un superior contra los soldados de tropa estaba severamente castigado. No lamenté el incidente, pero tampoco quería perder el mando. Ignorando lo que iba a ocurrir, le curé la herida y lo mandé fuera del frente para que se recuperase.
Volvió al cabo de tres semanas sin haber abierto la boca. Permanecía silencioso cuando estaba cerca de mí y, sorprendentemente, los otros también. Sabían —tenían la prueba irrefutable— que en aquella compañía no se toleraban las tonterías sobre la religión.
Cuando, por fin, llegamos a nuestro cuartel general, me enteré de que ya había llegado la documentación sobre mi asunto con las SS. Las cosas volvían a ponerse interesantes. Ya estaba acostumbrado a encontrarme en apuros la mayor parte del tiempo, así que no me preocupé demasiado cuando descubrí que me seguían por todas partes: estaban reuniendo pruebas.
Llegaban incluso a entablar conversación conmigo intentando descubrir lo que pensaba sobre la guerra, los judíos, la Iglesia y los campos de concentración. Lo escribían todo, en ocasiones tres o cuatro de ellos al mismo tiempo, y yo, simulando desconocer sus intenciones, contestaba a todas sus preguntas.
Me abrían las cartas. Un amable soldado me sorprendió avisándome de todo lo que sucedía, ignorando que yo estaba al tanto. Aunque vino a decírmelo a media noche, en medio de la oscuridad, el hecho me emocionó, porque significaba que no se había extinguido la chispa de la decencia humana.
En realidad, no me importaba lo que estaban haciendo. Yo escribía para los soldados unas homilías como los sermones del Cardenal Galen. De una pequeña máquina de imprimir salían miles de copias que distribuíamos a lo largo de las filas de la marcha. Un grupo de maestros católicos y protestantes había organizado un periódico religioso clandestino del que yo era un colaborador entusiasta.
En el otoño tuvo lugar una dura batalla, y en el cerco de Moscú sufrimos la arremetida de los
Panzer
, que terminó en la huida y la destrucción de todo el ejército. El invierno cayó sobre nosotros súbitamente, y con tal dureza, que nadie podía soportarlo. En Navidad, lo que quedaba de la fuerza invasora alemana estaba de vuelta, retrocediendo como habíamos empezado a hacer nosotros dos semanas antes. La moral de la tropa estaba en el punto más bajo; muchos pensaban que habíamos perdido la guerra y, ciertamente, en el primer invierno se produjeron unas pérdidas de las que el ejército alemán no pudo recuperarse.
En enero de 1942 recibí, por fin, la orden de seguir el curso de enfermería que había solicitado y que se había demorado tanto a causa de la contienda. Yo no había disparado todavía un solo tiro, pues, por una razón o por otra, me había mantenido en puestos de no-combatiente, tales como radio, transmisiones, etc.; realmente, no sé todavía lo que habría hecho si me hubieran ordenado matar a alguien. Recibíamos las clases de enfermería directamente detrás de las líneas del frente, helados bajo la nieve invernal. Obtuve tan buenos resultados, que me nombraron suboficial. Durante algún tiempo, la vida fue todo lo agradable que puede ser en tales condiciones, pues un suboficial del cuerpo de enfermería tiene muy poco que hacer durante el invierno. Afortunadamente para mí, sufrí un ataque de disentería que no podían curarme en el frente, y me trasladaron en ambulancia a Rosenheim, al sur de Alemania.
Allí, unas buenas personas muy piadosas venían todas las mañanas a acompañar a los soldados hasta la cercana iglesia de los capuchinos. Fueron muy atentas conmigo cuando supieron que era un antiguo seminarista que difícilmente soportaba todo aquello. Siguieron seis pacíficos meses de recuperación, rotos únicamente por dos incidentes.
El primero fue mi intento de llegar a Dachau, donde estaba prisionero mi superior de la Orden Franciscana. Había oído hablar tanto de aquel infame lugar que deseaba verlo por mí mismo; únicamente el testimonio de mis propios ojos lograría convencerme de que algo tan loco y tan corrupto podía existir en Alemania. Cuando llegué, me encontré en la entrada con un antiguo conocido de las SS con el que había mantenido una buena relación. Se mostró sorprendido y complacido al verme y, amablemente, me acompañó a visitar el lugar. Aquello era aún peor de lo que yo esperaba. Había oído que maltrataban a los prisioneros, pero no había oído que los mataban también, sin piedad, riendo ante su indefensión. Los blancos especiales de su vileza eran los sacerdotes, a los que obligaban a hacer la instrucción formados durante horas, disparando contra los que caían a causa de la extenuación, la desnutrición o algún otro espantoso problema carcelario. Justamente cuando iba a preguntar por mi superior, sonó una alarma y tuvimos que salir para no ser descubiertos por los inspectores. Mi odio hacia el régimen nazi se hizo aún más intenso, y decidí volver lo más pronto posible para tratar de aliviar de algún modo la carga de aquellas desdichadas almas.
Cuando regresé al hospital empezaron a suceder ciertas cosas. El superintendente médico al cargo de los enfermos, un protestante sincero, me avisó de que algo se percibía en el ambiente; había llegado la Gestapo de Munich con objeto de recabar informes de los estudiantes sobre mi persona. Me interrogaron, y después de sacarme del hospital, me llevaron escoltado a Kassel donde me pusieron en arresto domiciliario en el cuartel. Gracias a la ayuda del comandante, que era un anti-nazi de corazón, pude asistir diariamente a Misa y comulgar, y acudir a algún sitio donde tomar una comida decente, pues la alimentación en el ejército empeoraba constantemente. Yo ignoraba lo que la Gestapo proyectaba hacer conmigo, hasta que, de repente, en agosto me enteré de que iban a someterme a juicio. Los cargos eran por «debilitar a las fuerzas armadas del pueblo alemán frente al enemigo». También estaba acusado de violar la ley de secretos. Una de las más importantes leyes de la época de Hitler.
En total, la acusación constaba de veintiocho puntos. El juez manifestó con toda claridad que yo había sido estrechamente vigilado desde mi época de las SS y que muchos cientos de personas habían hablado contra mí. Él mismo no simpatizaba con los nazis, pero las páginas y páginas de testimonios no le dejaban otra alternativa que instar el caso. Estaba realmente asombrado de que un humilde aspirante al sacerdocio, ex-candidato a oficial de las SS y sanitario, hubiera provocado tanto interés por parte de las altas autoridades. El juez me convenció de que mi situación había sido hasta entonces la de meramente sospechoso… pero que ahora era cuestión de vida o muerte.
Las causas como la mía siempre terminaban con la ejecución del acusado. Yo trataba de que mis pensamientos no se fijaran demasiado en ello, y aproveché el tiempo para visitar Fulda y mi comunidad acompañado de mis amigos protestantes de Bebra. Por fin, en agosto me citaron ante el tribunal. Uno de los oficiales de alto rango que simpatizaba con mi caso me llamó a su despacho y, con las puertas cerradas, me comunicó que no había esperanzas. Las deliberaciones y la sentencia tendrían lugar a mediados de septiembre.
«Confío en ti, Goldmann y, si me das tu palabra de honor de que estarás de vuelta el quince de septiembre, trataré de que obtengas un permiso para visitar a tu familia por última vez».
Era un privilegio sin precedentes y yo acepté al momento. Fui a Colonia empezando a comprender por fin el aprieto en que me encontraba. Por extraño que parezca, ni remotamente intenté escapar. En medio de mi inquietud tenía la persistente sensación de que las cosas iban a solucionarse. No es que estuviera despreocupado, de ningún modo, pero tampoco estaba asustado.
No lo dije a mis padres y disfruté de una estancia realmente feliz. El 14 de septiembre estaba de vuelta en Kassel, y el quince por la tarde me presenté ante los jueces.
«Goldmann», dijo el juez presidente, que no tenía el aspecto, que yo imaginaba, del que iba a dictar una sentencia de muerte, «¡está libre!…». Entonces sonrió, así como los demás miembros del tribunal. Yo estaba atónito. No podía creer a mis oídos, pero él me puso la prueba ante los ojos. Me tendió una copia del procedimiento donde leí el sorprendente hecho de que quedaba reconocido mi derecho a la libertad de expresión. El veredicto estaba redactado de un modo que no dejaba dudas sobre la opinión del tribunal sobre los nazis, lo que me dio un nuevo motivo de asombro; se trataba de un grupo de hombres realmente valientes. Era patente su decisión de hacer algo en contra de los nazis, pero en aquel momento no lo comprendí así. Me sentía tan feliz por haber recuperado mi libertad que pensaba muy poco en los motivos: me serían revelados más tarde.
Marché inmediatamente a comunicar a mi comandante la noticia de mi absolución; se sintió tan contento que, para compensarme del disgusto, según dijo… me concedió un permiso de cinco meses para proseguir mis estudios. Así que pasé estudiando un segundo invierno de permiso en Friburgo. Mientras tanto, mis camaradas vertían su sangre en Stalingrado, donde yo tendría que haber estado si el juicio no me hubiera obligado a quedarme en Kassel.
Toda mi división se quedó en Stalingrado, enterrada profundamente bajo la nieve.
LA FE DE LA HERMANA SOLANA MAY
Tras pasar el invierno de 1942-1943 dedicado a mis estudios, en abril regresé al campamento. Antes de volver de nuevo a Rusia, obtuve un día de permiso para ir a Fulda a visitar la tumba de mi madre.
Llegué el 17 de mayo de 1943, visité la tumba de mi madre y las de otros parientes y todavía dispuse de algún tiempo libre a consecuencia de la demora producida por una incursión aérea. Pasaba por Lindenstrasse cuando, de repente, me encontré frente al convento de las Hermanas en cuya capilla, diecinueve años antes, había ayudado a Misa por primera vez. Cuando estaba de rodillas rezando delante del altar, una menuda y envejecida Hermana se acercó a mí. Era la Hermana Solana May, la sacristana que me había enseñado a ayudar a Misa. Mi pequeña «madre adoptiva» me reconoció al momento y me pidió que fuera a charlar con ella en la sacristía. Aquella resultó ser una de las conversaciones más inolvidables de toda mi vida.