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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (10 page)

Al pasar por delante de la línea de batalla, totalmente destruida, el comandante me gritó: «¿Estás loco?». Nos abalanzamos por detrás de las ruinas de las casas deteniéndonos junto a una pared medio caída. Protegido por los muros destrozados, corría hacia el puente, que estaba defendido por una ametralladora emplazada en él. Al otro lado, a menos de cien yardas, pude ver a los soldados británicos en sus trincheras. Entre ellos y yo, el puente, y detrás, en un espacioso corral, los restos de la Novena Compañía. ¡Tenía que llegar hasta allí! Pero ¿cómo hacerlo a través del puente?

Asomé ligeramente la cabeza, y al momento la ametralladora entró en acción. ¡De allí no salía vivo ni una rata! Agité de nuevo la enseña de la Cruz Roja sobre mi cabeza de modo que únicamente quedaran a la vista la bandera y mi brazo. Empleé el brazo izquierdo, de modo que si una bala hacía blanco, el derecho quedara indemne. Pero no hubo disparos. Reinaba el silencio. Todo estaba tranquilo y yo oí que alguien decía: «¡Alto el fuego! ¡La Cruz Roja!». Me incorporé, y agitando continuamente la bandera, crucé el puente. A ambos lados, los soldados contemplaban la escena. Sin molestias y sin problemas alcancé el extremo opuesto y entré en la bodega de la granja donde se ocultaban unos treinta hombres, lo que quedaba de la Novena Compañía. Entre ellos, había muchos heridos. Con la ayuda de otros soldados, conseguí incorporar a algunos de ellos y, apoyándolos en mis hombros y protegidos por la bandera, logré introducirlos en el camión.

Todos en la zona permanecían tranquilos, observando. Yo estaba de nuevo en el puente, cuando escuché de improviso un peligroso rugido por encima de mi cabeza. Miré hacia arriba y vi un caza cuyo piloto desconocía obviamente lo que estaba haciendo yo bajando por el puente. Justamente acababa de arrojarme contra el parapeto, cuando dejó caer media docena de bombas que explotaron cerca de mí y que, piadosamente, no me alcanzaron. Inmediatamente, me las arreglé para llegar a un reducido hueco en la bodega, donde había grandes barriles de vino. Uno de los hombres entró con la noticia de que los ingleses habían iniciado el ataque.

Nuestras ametralladoras dispararon salvajemente hacia ellos, pero la mitad de nuestros artilleros murieron. Corrí a través del oscuro pasillo hasta llegar a los heridos que estaban junto a la ametralladora frente a la casa. Con la mano izquierda sostenía la bandera de la Cruz Roja, mientras apretaba contra mi pecho el bolsillo que contenía el Santísimo Sacramento. Cuando alcancé a ver la luz, a través de la puerta abierta pude observar a varios soldados alemanes muertos sobre la ametralladora y a seis ingleses que, en dos grupos, disponían su artillería sobre el muro que anteriormente habíamos ocupado nosotros. Las dos ametralladoras apuntaban a la puerta abierta de la bodega donde me encontraba. De repente, desde menos de veinte yardas de distancia, llovió sobre mí una descarga terrible. Las balas me pasaron junto al brazo izquierdo, golpeándome repetidamente en el capote, pero ni siquiera me dañaron la piel. En lugar de ello, alcanzaron la bodega e hirieron o mataron a algunos de los que estaban a mi espalda. Yo me tiré al suelo y retrocedí ileso.

Ahora era demasiado tarde para prestar alguna ayuda; los soldados salieron corriendo por la puerta de atrás y, al alcance de las armas enemigas, intentaron cruzar el puente. Ignoro cuántos de ellos llegaron al otro lado. Yo me encontré en la derruida casa de una granja al otro lado del puente, en medio de las ruinas de un cuarto de estar.

Tuve que recuperar el aliento; mi pecho parecía estallar. No sé cuánto tiempo pasé sintiendo los latidos de mi corazón en la garganta. Por último me tranquilicé, pero la tensión de las últimas horas y la presión de tantas noches sin dormir ni descansar eran enormes. Me sentía demasiado débil como para moverme. De repente, oí un ruido en la misma habitación. Alguien gemía en un rincón. ¿Un inglés?

Cuidadosamente, me deslicé entre las ruinas en dirección a los lamentos. En una cama hundida, encontré a un anciano italiano, probablemente el patriarca de la familia. Estaba enfermo y sangraba por las heridas sufridas durante el bombardeo. Sobre la cama caía un rayo de luz. Cuando me acerqué a él, con el casco en la cabeza y cubierto con la sangre de los heridos que había cargado, el anciano me miró aterrado y gritó: «¡No me mates! ¡No me mates!».

Le tranquilicé, diciéndole que no iba a matarle sino a ayudarle.

Enseguida me di cuenta de que se estaba muriendo. Además de la enfermedad que le había obligado a guardar cama, tenía varias heridas en el abdomen y más huesos rotos de los que pude contar. Cada vez que le tocaba intentando examinarlo, el pobre hombre rompía en lamentos.

Le pregunté si era católico —una pregunta casi innecesaria, viendo que era italiano y que apretaba un rosario en la mano— y si deseaba recibir la Sagrada Comunión.

Se me quedó mirando con aire incrédulo, tan sorprendido que, por un momento, pareció haber olvidado sus dolores, y preguntó: «¿Es usted sacerdote?».

No podía responder a su pregunta con un simple «Sí», y carecía de tiempo para darle explicaciones, así que en lugar de ello, repuse: «Llevo el Santísimo Sacramento conmigo».

Me miró, primero con duda y luego con alegría. A pesar de sus dolores, intentó arrodillarse cuando puse la Sagrada Forma delante de él. Rezamos juntos el acto de contrición —naturalmente, yo no podía oírle en confesión— y le di el Viático. Vertió lágrimas de alegría y felicidad y se tendió de nuevo en la cama respirando suavemente. Tuve la impresión de que se acercaba su fin.

Durante todo este tiempo, yo estuve absolutamente despreocupado por la batalla que se libraba en el exterior. Entonces, oí pasos y me pregunté quién sería… ¿amigo o enemigo?

Cuidadosamente, me acerqué a mirar por la ventana rota. Para mi consternación, vi ingleses en largas columnas marchando sobre el puente frente a la casa, cargados con armas y equipamiento. Una inmensa hilera de enemigos avanzaba por delante de la ventana. ¡Estaba aislado! Las líneas enemigas se situaban entre nuestra nueva posición y yo. No tenía posibilidad de escapar. Lo único que podía hacer era esperar y contemplar maravillado la abundancia de soldados y de equipamiento. ¡Parecía no tener fin! Durante dos horas o más se produjo un continuo raudal a través del puente. A la caída de la tarde, llegó finalmente la calma. Me preguntaba qué podía hacer. El anciano había exhalado su último suspiro mientras yo miraba por la ventana. Me deslicé cuidadosamente, buscando solo una rápida retirada. Dos soldados hacían guardia en el puente. Me era imposible escapar pues los soldados me oirían o me verían. Sin embargo, no existía otra posibilidad de huida. Empezaba a caer la noche.

Los dos soldados de guardia estaban muy cerca, justamente por donde yo tenía que pasar si deseaba regresar junto a mis tropas. Realmente no creía poder conseguirlo. Sin embargo, intenté uno de los más viejos trucos conocidos por los combatientes para huir de los enemigos. Busqué una piedra y la arrojé al otro lado del puente por encima de las cabezas de los soldados. Oyeron el ruido e inmediatamente se pusieron en guardia. A continuación, lancé otra piedra un poco más allá. Uno de los soldados se mantuvo alerta mientras el otro salía silenciosamente en dirección al ruido. Tiré una tercera piedra aún más lejos que las anteriores. Entonces me incorporé, pues ambos dirigían su atención hacia el otro lado del puente. El que había salido a investigar llamó a su compañero, que acudió a reunirse con él.

Me lancé sobre el parapeto donde habían estado de guardia. Evitando cuidadosamente dejar rodar las piedras, me tiré por el lado escarpado del cauce del arroyo seco. Los soldados se asomaron al lado opuesto y yo bajé hasta el fondo del barranco con las botas en la mano. Muy pronto dejé de oírlos, de modo que corrí lo más rápidamente posible. A derecha e izquierda había bosquecillos de olivos cuyas hojas plateadas brillaban a la suave luz de la luna. No obstante, aunque no sorprendente en medio de aquel peligro mortal, la visión de aquellas hojas brillando levemente me hizo pensar en nuestro Salvador y en su vigilia en el huerto de los Olivos. Mientras corría a través del huerto en la dirección que pensaba me llevaría junto a mis camaradas, iba rezando en voz baja.

De repente, divisé unas figuras frente a mí. Los soldados británicos no me habían visto todavía, ya que no esperaban a nadie por la retaguardia. Me era imposible cruzar por allí.

El único medio de alcanzar las líneas alemanas era el de vadear las aguas, pues había salido del huerto de olivos justamente al borde del mar. Aquello me resultaba extremadamente peligroso, pues no soy un buen nadador y corría el riesgo de caer en las profundidades. Pero, ya que no se presentaba otra opción, me introduje cuidadosamente en el agua que, afortunadamente, no estaba demasiado fría. En la mano izquierda llevaba en alto el Santísimo Sacramento y, vigilando atentamente la orilla opuesta, avancé vadeando. Sin embargo, nadie pensaba en ver a un posible alemán cruzando con el agua hasta el cuello y llevando en alto la mano izquierda en actitud suplicante. En el mar aparecían los enormes barcos de guerra que protegían los emplazamientos costeros. Yo caminaba por una especie de tierra de nadie sin vigilancias entre los dos puestos de las fuerzas contendientes.

Acababa de ganar la orilla opuesta a la guardia enemiga cuando oí un avión sobre mi cabeza. Inmediatamente, los reflectores de los barcos iluminaron el firmamento, escrutando primero el cielo y luego el agua. Yo caía en plena luz, así que lo único que me quedaba por hacer era hundir la cabeza mientras mantenía en alto la mano con el Santísimo Sacramento y rezaba con todas mis fuerzas.

Por fin, pasó el peligro y pude emerger de mi desagradable inmersión, con la boca llena de océano salado, y el corazón, de fervorosas acciones de gracias. Todavía me quedaban unos pocos escollos que superar a fin de no dejarme ver por encima del agua. Por fin, pensé que ya estaba lo suficientemente alejado como para arriesgarme a salir a la orilla. Lo conseguí con éxito y empecé a correr hacia adelante, siempre en medio de grandes precauciones. Dentro del uniforme empapado, estaba helado de frío. No tenía tiempo de sacarme las botas, que iban rebosantes de agua. Una hora más tarde oía el quién vive. Era el centinela alemán.

La recepción fue tan calurosa que me sentí sorprendido y emocionado. No sabía que, de algún modo, yo era un símbolo para aquellos hombres y, cuando creyeron que no volvería, lamentaron profundamente mi pérdida. Ahora, al verme aparecer chorreando, apenas daban crédito a sus ojos. El comandante me dijo: «¡Goldmann, me asombras! Para escapar de ese modo, tienes que tener el demonio dentro. ¡No esperábamos volver a verte!». Me ofreció café caliente y mandó buscar el uniforme de algún soldado muerto para que pudiera vestir ropa seca.

Pensé en lo extraño que era el hecho de que mi comandante mencionara al demonio, cuando yo sabía mejor que nadie a quién debía personalmente mi extraordinaria supervivencia.

El uniforme me quedaba un poco pequeño, pero algunos días después conseguí uno que me servía y que había pertenecido también a un soldado caído. En los días siguientes, nuestras pérdidas fueron muy considerables.

Capítulo 9

«LEVÁNTATE Y TRABAJA»

Durante las dos o tres semanas siguientes, entablamos una ingeniosa batalla contra un enemigo que nos superaba en hombres y en material. Se convirtió en una contienda entre ratones y gatos en la que, en ocasiones, olvidábamos que luchábamos por nuestra existencia, pues nos habíamos hecho unos expertos en trucos y estratagemas que empleábamos para sacar con vida a un puñado de hombres de la trampa mortal que era aquel valle. Durante el día, era imposible cualquier movimiento, así que hicimos un aliado de la oscuridad. Nos protegíamos de los disparos de los barcos introduciéndonos en los túneles del ferrocarril. Como difícilmente podían temernos, navegaban osadamente, tan cerca de la orilla como les era posible. Entonces, encontramos en las montañas algunos cañones antiaéreos y nos apuntamos algunos tantos directos sobre los navíos antes de que se retiraran fuera de nuestro alcance. Después de eso, descansamos. ¡Oh!, siempre que podíamos enviábamos al enemigo unas ocasionales salvas de proyectiles con objeto de mantenerle alejado, pero principalmente tratábamos de reposar y recuperar fuerzas. Al tratarse de una carretera costera y gozar de una posición claramente favorable, fuimos capaces de mantenerla durante largo tiempo.

En esta época corrimos numerosas aventuras. Empezaron a escasear los suministros y las provisiones de todo género y, como estábamos completamente aislados del principal cuerpo del ejército, tuvimos que «mantenernos por nuestra cuenta». Durante algún tiempo, vivimos recolectando uvas y otros muchos deliciosos frutos que maduraban en huertos descuidados y parcialmente destruidos. Sin embargo, esta dieta vegetariana no era muy adecuada para el estómago alemán y, a finales de agosto, ya estábamos hartos. Un día, durante un reconocimiento, localizamos en el puerto unos barcos italianos naufragados y parcialmente hundidos. Decidimos que merecía la pena correr el riesgo de sacarlos y quizá encontrar algunas provisiones en su interior.

Vaciamos un camión ambulancia y yo salí con unos pocos soldados a los que mandé armarse con pistolas automáticas y munición. Llegamos a la ciudad de Milazzo, que daba al puerto y había quedado completamente desierta después de los numerosos bombardeos aliados. El muelle estaba casi totalmente destruido y nos asombró el poder de las bombas, capaz de destrozar unos muros semejantes; algunos barcos seriamente dañados y parcialmente hundidos se mostraban tentadores en la rada, a escasa distancia del malecón. No había marineros a la vista…, todos parecían haber huido. Cuatro de nosotros preparamos una pequeña barca y remamos hacia el desecho que nos parecía más prometedor. Nuestro juicio resultó ser acertado: en el barco encontramos unos tesoros fabulosos, cosas con las que solamente habíamos soñado en tiempos de paz. Llenamos el bote e hicimos tres o cuatro viajes hasta cargar el camión todo lo posible. ¡Nuestros camaradas iban a pasar un buen rato!

No había ni un ser humano a la vista. Tan pronto como guardamos la última caja de comida y amarramos la lona sobre el camión, un grupo de marineros italianos surgió de repente por una calle lateral. Habían estado escondidos y, evidentemente, habían bebido en abundancia. Cuando vieron que nos llevábamos las provisiones de su barco —lo que pudieron comprender fácilmente, sobre todo al ver que no habíamos olvidado las botellas de un vino excelente—, unos cincuenta de ellos bloquearon la carretera con aire amenazador y exigieron que descargáramos el camión.

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