Naturalmente, deseaba visitar Lisieux para dar gracias a Santa Teresita como lo había prometido, pero mi permiso de viaje no se extendía hasta allí. Lo único que podía hacer era conseguir ropa civil de mis amigos e intentar viajar en secreto, aunque eso significaba, quizá, salir de la lista de hombres libres. Mi francés era lo bastante bueno como para que me tomaran por un alsaciano. Puse mis ornamentos en la maleta para poder decir Misa en Lisieux.
Llegué felizmente, y encontré las cosas mejor de lo que esperaba. Me alojé en el seminario de la Misión de Francia y pasé varios días maravillosos con mis compañeros seminaristas. Me impresionó profundamente el ambiente de amor y alegría que reinaba allí.
Me permitieron decir Misa en la iglesia de la tumba de la santa y, cuando relaté la extraña historia de mi ordenación y el papel que en ella había desempeñado Santa Teresita, me regalaron una pequeña reliquia suya. Fue una auténtica peregrinación, en la que sentí profundamente el espíritu de la santa. Recé en su tumba; luego volví tranquilamente a París y a Chartres y llegué al mismo tiempo que la noticia de mi inminente y directo regreso a casa.
Extraño sentimiento el de viajar como un hombre libre de nuevo, sin un soldado a mi espalda y sin la sensación de inseguridad que atormenta al prisionero.
Después de una breve parada en el convento de la montaña cerca de Gegenbach para agradecer a las Hermanas sus fieles y perseverantes oraciones de tantos años, llegué a Fulda, a la Casa Madre de la provincia, sembrando el asombro y la alegría con mi visita.
No duró mucho. Al cabo de una hora, el prefecto de estudios, que empezaban inmediatamente, me llamó a su celda y, con palabras muy poco cordiales, me dijo que mi modo de obtener las Sagradas Órdenes no figuraba en los estatutos franciscanos. Tenía el deber de comunicarme que no todos los frailes estaban de acuerdo con mis impetuosos y enérgicos procedimientos. El poco enterado prefecto ignoraba las contundentes y tormentosas circunstancias de mi vida que me habían llevado a semejante final.
Para los profesores y para todos los de la casa, yo no era más que un sacerdote recién ordenado: no podía oír confesiones ni predicar sermones hasta que terminara mis estudios y aprobara los exámenes. Realmente, aquello era un baño de agua fría. Después de cuatro años de una amplia experiencia en la cura de almas, ser tratado como un sacerdote recién ordenado e inexperto, resultaba humillante. Bien, quizá lo necesitaba para terminar los estudios de teología y aprobar los exámenes. Pocas horas después de recibir estas noticias, llegó una más: me permitirían decir Misa, pero eso era absolutamente todo. Yo comprendí que hacían lo que consideraban justo, pero al principio me dolió un poco. Además, adivinaba cierta envidia por parte de algunos al haber sido ordenado tan pronto.
El prefecto de estudios me dijo que tenía que empezar desde el comienzo y, según su programa, necesitaría tres años para completar mis estudios. El Padre Provincial había dicho que tenía que hacer mis exámenes a mi propio paso; ahora, yo deseaba demostrarles que la guerra no había embotado mi entendimiento ni mi razón, sino que mi precipitada ordenación me había hecho más agudo y reflexivo. Asistía solamente a las clases que consideraba importantes y me levantaba a las 2:50h de la madrugada para ponerme a estudiar alrededor de las tres. Después de un par de días de estudio continuado, ya dominaba una parte, y me presenté al examen en el aula del profesor sin decirlo al prefecto de estudios. Varios profesores se mostraron muy complacientes en este sentido y yo aprobé con éxito sus exámenes.
Al cabo de nueve meses, tenía todos los resultados; se los llevé al prefecto de estudios, que se quedó sorprendido y asombrado. No daba crédito a sus ojos, pero todo estaba allí, negro sobre blanco y todo en orden. Había aprobado satisfactoriamente todos los exámenes. No podía hacer otra cosa más que admitirme al examen de teología pastoral, que aprobé la víspera del Miércoles de Ceniza. Me concedieron las licencias para la cura de almas. Durante la Cuaresma prediqué por todas partes, pasé muchas horas en el confesonario y fui, de alma y corazón, un pastor de almas.
Pasé un año en Fulda como coadjutor de un anciano y sabio párroco que me enseñó muchas cosas sobre mi ministerio. La parroquia se estaba rehaciendo de los estragos de la guerra, y allí comprendí lo inmaduro que era. De aquel párroco aprendí algo de calma y prudencia, así como muchas cosas prácticas que no habían tenido lugar en las circunstancias irreales de un campo de prisioneros. Tuve que empezar a vivir de nuevo en un mundo civilizado, y todo aquello me dio la oportunidad de hacerlo.
Los americanos me detuvieron una docena de veces, en algunas ocasiones en mitad de la noche, y me llevaron a Wiesbaden con objeto de interrogarme como a un posible criminal nazi. Tenían en su poder todos los documentos de las cárceles francesas, incluidos algunos de mis sermones que habían mecanografiado. Debía haber varios cientos. Finalmente, tuve que explicarles mi implicación en el atentado del 20 de julio y, después de investigarlo, decidieron que, según aquellos datos, yo no podía ser un nazi.
Yo deseaba hacer realidad mi sueño de ir al Japón y solicité un visado, pero pasaron varios años antes de que me lo concedieran. Mientras tanto, iba donde me enviaban, y trabajé con seminaristas jóvenes en Holanda y en Alemania. Solamente merece destacarse una experiencia única. En 1951, diez jóvenes y yo viajamos a Roma en bicicleta. Llegamos, después de pedalear durante ocho semanas, y fuimos recibidos en audiencia por el Santo Padre en Castelgandolfo. Cuando supo que aquellos muchachos deseaban ser sacerdotes franciscanos, les impartió su bendición, y me concedió generosamente una especial como preceptor de aquellos jóvenes aspirantes.
Durante los ocho días de nuestra estancia en Roma recibí la carta de un anciano sacerdote que había sido mi amigo durante muchos años. Me decía que no dejara de visitarle en un monasterio del sur de Alemania cuyo nombre me era familiar porque la célebre artista Berta Hümmel había sido religiosa en él. Yo no había estado nunca en aquel lugar. Una carta posterior me hacía saber que la Hermana Verónica, que había rezado por mí, me estaba esperando.
Hice un viaje adicional a una pequeña ciudad llamada Saulgau, donde había un convento de franciscanas, y caminé durante treinta minutos a través de un maravilloso paraje hasta llegar al gran convento y Casa Madre de Siessen. No había estado nunca en aquella zona, y mucho menos en aquel convento.
Llamé al timbre y di mi nombre a la Hermana Portera. Gritó de alegría, me dejó con la boca abierta delante de la puerta, y fue en busca de la Superiora. Volvió con rostro radiante y faldas flotantes (un poco inadecuadamente, en mi opinión) y me dijo que las Hermanas esperaban mi visita desde hacía mucho tiempo.
«Hermana, debe haber un error… esta es mi primera visita a esta zona y yo no tengo contacto alguno con esta casa».
Sonrió. «Venga, muy pronto verá que está equivocado». Me condujo al edificio donde se alojaban las Hermanas enfermas, a una habitación que tenía el nombre de «Hermana Verónica» en la puerta. Me hizo pasar, y vi a una anciana Hermana tendida en el lecho, con las profundas arrugas del sufrimiento marcadas en el rostro, que, sin embargo, reflejaba su paz, su serenidad y su alegría interior. Me sorprendieron también los aproximadamente doce pájaros que había en el cuarto, algunos en la cama y otros en sus manos. Volaban desde la ventana a los árboles cercanos, pero volvían y se posaban de nuevo cuando la Hermana los llamaba por su nombre.
Hablé suavemente para no molestar a los pájaros y le dije que me habían pedido que me detuviera allí, pero que ignoraba la razón.
«Si se sienta, la oirá», respondió. Parece que, hacía muchos años, el Padre Bernardine, al que había conocido cuando era un muchacho, se había interesado por un joven que, habiendo salido de Fulda con su familia, se vio obligado a enfrentarse con las tentaciones de la ciudad y a superarlas a lo largo de su camino hacia el sacerdocio. Allí, en la capilla, el Padre describió a las Hermanas algunas de las pruebas que esperaban a un joven que luchaba por su vocación, unas pruebas tan severas, que podría perderse aquella gracia, que parecía tan poderosa en el muchacho. Pidió que alguna Hermana se encargara de rezar y sacrificarse de un modo especial por aquel joven, para que la Iglesia fuera bendecida con un nuevo sacerdote.
La Hermana Verónica obtuvo permiso de la Superiora, y preguntó al Padre Bernardine lo que había que hacer. Él la llevó a la capilla y, delante del Santísimo Sacramento, ella se consagró al Corazón sacerdotal de Jesús, y prometió ofrecer sus oraciones y sacrificios diarios por aquel muchacho Así, inició una plegaria ininterrumpida.
Poco después cayó gravemente enferma; durante veinte años tuvo que guardar cama y sufrir numerosas operaciones. Fue toda una vida de padecimiento y dolor.
«Nunca se quejaba», comentó la Superiora posteriormente, «incluso cuando la Hermana Enfermera se mostraba desabrida. Si tratábamos de consolarla, sonreía y decía, “Sé por quién estoy sufriendo; he de proteger la vocación de un muchacho que desea ser sacerdote”».
Ahora, sentada en la cama y con una gran alegría reflejada en su ajado rostro, decía: «Ahora veo de nuevo lo bueno que es Dios; he rezado y padecido durante veinte años, y Él me ha premiado generosamente».
¡No pude pronunciar palabra! Ahora comprendía la otra razón por la que me había convertido en sacerdote de un modo tan especial… Dios había aceptado las oraciones y los sufrimientos de aquella alma santa, como había aceptado las oraciones y súplicas de la Hermana Solana May.
Una vez más, el poder de la oración me iba a devolver a casa inmediatamente. Estuve descansando durante un día en el monasterio de Grimmenstein, cerca de Walzenhausen, donde desde hacía quinientos años estaban asentadas las Hermanas de la Adoración Perpetua. La Superiora, Hermana Maira Theresia Jocham me había escrito pidiéndome que fuera a visitarlas cuando pudiera, y ésta era la ocasión.
Allí escuché la siguiente historia:
Durante el mes en que fui condenado a muerte por un tribunal militar en África, un Padre suizo tuvo la oportunidad, como amigo de un oficial francés y del capellán de Mequinez, de leer la documentación relativa a mi caso. Estaba convencido de que no era más que un conjunto de mentiras y fraudes. También sabía que la sentencia se iba a cumplir en muy corto plazo, así que escribió rápidamente a las Hermanas de Grimmenstein explicándoles el caso y haciéndoles una llamada urgente para asaltar el Cielo con peticiones por la salvación del joven sacerdote alemán. Las Hermanas rezaron día y noche en continua adoración, y ya he explicado el singular modo en que se produjo mi rescate.
«Ya lo ve; esto es la oración. Hemos rezado por usted durante meses y años; ahora lo vemos entre nosotras y sabemos que nuestras plegarias fueron escuchadas», dijo la Hermana Superiora. Me enseñó la Capilla de la Adoración; mi nombre figuraba en una tarjeta sobre el reclinatorio de las Hermanas, de modo que ninguna de ellas se pudo olvidar de ofrecer una oración especial por el sacerdote.
Se habían cumplido las palabras de Jesús en la Sagrada Escritura: Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre se os concederá.
Volví a Alemania lleno de gratitud y de alegría, y pasé algunos años trabajando como profesor de unos doscientos jóvenes aspirantes al sacerdocio.
Por fin llegó el tan ansiado día en el que recibí mi visado para ir al Japón, un visado que llevaba años esperando. El 23 de enero de 1954 pronuncié mi último sermón en Alemania para una numerosa misión, y el mismo día salí en avión hacia Tokio. Nuevamente sufrí el mareo.
Llegué en la fiesta de la Conversión de San Pablo y contemplé un curioso paisaje… la nieve y el hielo cubrían la ciudad, como un retrato simbólico de almas humanas que vivían todavía en el invierno del paganismo y necesitaban urgentemente ser inflamadas por la gracia del Hijo de Dios y derretidas por la llama del Espíritu Santo.
Aunque mi historia, como todas las historias, debe terminar, es preciso tener presente que la vida de la Iglesia continúa sin cesar. Actualmente, diez años después [1964], soy párroco de Santa Isabel en Tokio-Itabashi, y la realidad del tierno cuidado de Dios por sus hijos nunca ha sido más palpable. De un modo u otro, nuestra labor da fruto: tenemos una hermosa iglesia y un centro parroquial, una casa de retiro en la montaña donde, todos los veranos, cientos de mujeres pobres, cristianas y no cristianas, encuentran un acogedor alivio del calor de la ciudad. Todavía no esperamos administrarles el bautismo, pero sigue adelante nuestro plan de ayudar a los estudiantes para que decidan por sí mismos. Todavía tengo la desgraciada tendencia a trabajar hasta sentir un cansancio tremendo, y todavía me parece tener cierta facilidad para provocar el entusiasmo en mi terreno. Pero en estas tierras paganas, a pesar de los obstáculos, a pesar de las palpitaciones de mi corazón, a pesar de los ocasionales brotes de la enfermedad y del desánimo, perseveramos en la inquebrantable confianza de que, ocurra lo que ocurra a los hombres que siguen el Camino de la Cruz, la invencible vida de la Iglesia continúa…, un hilo irrompible tejido a través, sobre y alrededor del mundo entero, para que los hombres de buena voluntad de cualquier lugar puedan algún día experimentar la dulzura y la impresionante realidad del Amor de Dios.