No obstante, lo dejaba con un sentimiento de alivio, porque, desgraciadamente, durante nuestra estancia en el seminario, había surgido cierta discordia entre los prisioneros de guerra. El resultado de la contienda era ya indudable: Alemania había perdido. Entre los cautivos surgieron dos facciones bien definidas y en abierta oposición. Algunos de ellos simpatizaban con los nazis y estaban inquietos y agitados por el modo en que se desarrollaban los acontecimientos. En su mayor parte, los soldados compartían de buena fe la ideología del Partido Nazi, pues podían argüir que el Papa había firmado un concordato con él y que nuestros obispos nunca se habían pronunciado abiertamente en contra de aquel criminal sistema.
Los otros, que en su mayor parte se oponían a ellos y los odiaban como al demonio, no se atrevían a mostrar abiertamente su actitud por temor a las represalias…, bien contra ellos al término de la guerra o, si sus palabras llegaban a ser conocidas en Alemania, contra sus familias. El fracaso del atentado contra la vida de Hitler, que tuvo lugar el 20 de julio, sacó todas las diferencias a la luz. La ruptura era patente, y las palabras «traidor» o «perjuro» se escuchaban con frecuencia. A pesar de mi naturaleza fundamentalmente pacífica, todavía estaba de acuerdo con los que opinaban que la muerte de Hitler era la única solución. Yo pedía perdón interiormente por mi participación, mientras seguía pensando también que era la única solución.
Las discusiones iban y venían por toda la casa e incluso nuestro buen abad llegó a implicarse en ellas, aunque como cabeza de aquellos hombres, y hombre de paz él mismo, debió permanecer al margen de los temas políticos. Los que no éramos nazis solíamos decir que deseábamos ser buenos alemanes para una auténtica y mejor Alemania. Esto no nos lo podían discutir los nazis, aunque un tribunal de Berlín juzgaba entonces a nuestros dirigentes más destacados. La situación llegó a ser muy desagradable, y para mí resultó un alivio tener que dejar el lugar. También me sentía impaciente por comenzar mi «tarea de Padre» en el sentido de empezar a ejercer mi ministerio, algo que no podía hacer mientras continuara allí. Si hubiera sabido lo que me esperaba, me habría quedado, soportando gustosamente los inconvenientes de la montaña.
Llevé a Hans conmigo, desde luego; posteriormente, pasaríamos juntos por nuevas experiencias.
UN VIAJE HACIA EL CAUTIVERIO
El viaje desde Argelia hasta Marruecos duró casi tres semanas. Desde el primer día comprendimos que los agradables días de paz y de relativa libertad vividos en la montaña habían desaparecido como si no hubieran existido jamás. Por las noches, nos alojábamos con criminales en unas cárceles locales sucias y malolientes, llenas de bichos. Era un mundo de corrupción; en las cárceles reinaban las peleas, los robos y una depravación antinatural, especialmente entre musulmanes. Yo dije Misa una vez, cuando hicimos una parada en Buda; luego, continuamos el largo viaje hacia Marruecos, siempre vigilados por un sargento que, aunque no hacía nada por ocultar su odio hacia los alemanes, trataba de protegernos de los ataques. En una ocasión, a pesar de esa protección y de su vigilancia, estuvimos a punto de perder la vida.
Llegamos a la frontera y entramos en Oujda, la primera ciudad de Marruecos. Teníamos que cambiar de tren en una estación, pero debíamos esperar al siguiente durante varias horas. Los franceses controlaban a los musulmanes con la amenaza de sus armas y trataban a los habitantes ni siquiera como a esclavos, sino como a animales. La mayoría de los franceses se comportaban brutalmente con los árabes, adoptando la forma más baja de la crueldad de señores feudales. No teníamos nada que declarar en la aduana porque no llevábamos más que alguna ropa en las mochilas, de modo que el vigilante decidió trasladarnos a un lugar donde esperaríamos la salida del tren.
Teníamos que pasar junto a un grupo de obreros, y, para mi sorpresa, les oí hablar en alemán. Cuando vieron nuestros uniformes, se pusieron como fieras, rodeándonos a los tres y dirigiéndose a mi como el representante de aquellos hombres perversos que los habían sacado de Alsacia para ir a morir allí como mendigos. Según ellos, yo era uno de los que habían quemado vivos a sus hijos y habían deshonrado a sus mujeres y a sus hijas… algo que oí por primera, pero no por última vez. El sargento trató de calmarlos, pero eran unos cien y, de repente, nos vimos los dos solos. Nos llevaron junto a un poste de la luz, al que trepó uno de ellos mientras otro traía una gruesa cuerda. Estábamos rodeados y no podíamos movernos.
De repente, gracias a mi elevada estatura, vi pasar a un sacerdote con una sotana blanca como la nieve. Asustado, grité, «¡Padre! ¡Están intentando ahorcar a un sacerdote!».
Se detuvo al momento y, ante mi sorpresa, vi en su pecho una hilera de medallas, pues se trataba de un capellán castrense. Se dirigió hacia la multitud, en un momento se hizo cargo de la situación, y mandó a los hombres que se retiraran. Pistola en mano se abrió camino y, audazmente, nos rescató. Los presuntos verdugos recuperados del susto, comenzaron a atacarnos de nuevo.
Entonces, el capellán tocó un silbato; inmediatamente, un sargento armado salió de la estación de ferrocarril acompañado de doce soldados negros. A una orden del capellán nos empujaron al interior de la estación, mientras él, a punta de pistola, contenía a la enfurecida multitud. El sargento negro me preguntó la razón de todo aquello y, cuando se enteró de que yo era un sacerdote, se arrodilló y me besó la mano, así como la mayoría de sus hombres que también eran cristianos. Cuando supieron que estaba recién ordenado, todos me pidieron la bendición. ¡Qué cerca estuvieron el odio y el respeto en tan poco tiempo!
El sargento hizo una llamada telefónica, y muy pronto llegó un auto con un grupo de soldados que nos rodeó. En el exterior se habían reunido ya un centenar de ciudadanos enfurecidos que nos amenazaban, pero ante las armas que les apuntaban, con el capellán a la cabeza, no se atrevieron a nuevas violencias. Subimos al auto y llegamos a unos barracones. Tan pronto marcharon el capellán y sus hombres, los nuevos guardianes nos trataron como a animales, encerrándonos en una cárcel imposible de describir.
Era un edificio estrecho, con celdas alineadas. No había puertas, sino unos agujeros a través de los cuales los hombres salían a la luz del día. ¿Eran hombres todavía? Hacía tiempo que carecían de toda higiene, y los andrajos que vestían apenas cubrían sus cuerpos. No había señales de corte de pelo o de afeitado. Se sentaban al sol y trataban de librarse de los piojos o se acercaban amenazadoramente a nosotros que, aunque demacrados, estábamos mejor vestidos. Un muchacho grande, fuerte, de aspecto feroz, se nos acercó, nos miró durante un instante y, antes de que nos diéramos cuenta, se apoderó de uno de nuestros sacos, que contenía las pocas cosas que nos permitían tener, y empezó a abrirlo. Mientras tratábamos de recuperarlo, los otros se pusieron furiosos y empezó la pelea. Entonces aprendimos que, en la cárcel, hay que hacer las cosas bien.
Yo no sabía qué actitud tomar, pues me sentía distinto de aquel muchacho, pero el joven Hans no dudó un momento. Con increíble fuerza y enorme agilidad, asió al salvaje y lo arrojó a un rincón. El saco estaba de nuevo en nuestro poder. Los otros hombres gritaban ante aquella sorprendente exhibición de fuerza y nadie se atrevió a acercarse a nosotros. Sin embargo, yo me preguntaba lo que nos depararía la noche.
El grupo de hostiles prisioneros se reunió alrededor del enorme muchacho; no había duda de sus intenciones. Teníamos que salir de allí, sencillamente, y aquello era de mi incumbencia. Salí a la puerta y llamé al general del campamento. No hubo respuesta. Grité más y más fuerte, pero sin resultado. Una vez agotada mi paciencia, intenté, con ayuda de Hans, echar la puerta abajo. Entonces vinieron los soldados que, afortunadamente, eran soldados negros. ¿Qué queríamos? Yo les dije que deseaba ver al general, pero nadie hizo el menor movimiento para ir a despertarle.
Entonces saqué mi cruz, el emblema de capellán, y ellos salieron corriendo; al cabo de unos momentos apareció un oficial.
«¿Qué desea?».
Hablé secamente, preguntando: «¿Qué clase de trato es este, encarcelar a un sacerdote junto a los criminales? Según mis documentos, debe usted saber quién y lo que soy. ¿Acaso ignora las declaraciones de la Cruz Roja Internacional, reconocidas por Francia?».
Y saqué la deteriorada bandera de la Cruz Roja que, una vez más, me prestó un buen servicio. Deseaba exponer una queja sobre el maltrato y el incumplimiento del acuerdo internacional por parte de Francia. Hablaba en voz muy alta, secamente, en un francés rápido (aunque estoy seguro de que, en medio de mi excitación, distaba mucho de ser un francés perfecto). Pero me hice entender. El oficial se quedó sin habla. Yo vi que el valor y la audacia habían ganado terreno; nos llevó a Hans y a mí a un cuarto de guardia y nos pidió perdón. No sabía que yo era sacerdote; por supuesto, gozaríamos de protección, como exigía la Cruz Roja.
Saqué mi copia de los estatutos de la Cruz Roja, pero estaba en inglés. El mayor inglés que me había entregado al militar francés pensó que me sería más útil en un campo de concentración francés. Entonces yo me preguntaba por la necesidad de tomar tales precauciones; ahora ya lo sabía. A pesar de que el oficial francés no hablaba inglés, y de que yo no había estudiado la copia, causó la correspondiente impresión.
Me interrogó sobre mis derechos como sacerdote. «El derecho de decir Misa». Añadí que Francia era una nación católica, la hija mayor de la Iglesia, y él me aseguró que era católico.
«Aguarde un momento, padre».
Entró en la habitación contigua e hizo una llamada; a los diez minutos llegó un coche, y el oficial me invitó a subir. Creí haber oído la palabra monasterio, pero probablemente no era así. Y no obstante, lo era, pues después de algún tiempo llegamos a una iglesia y, entrando por una puerta lateral nos encontramos en un monasterio franciscano cuyo Padre Portero nos estaba esperando.
¡Qué alegría estar de nuevo con mis hermanos en un monasterio franciscano! Todos se mostraron muy cordiales, y enseguida apareció el sacerdote de sotana blanca que nos había salvado del furor de la turba alsaciana. Pude decir Misa inmediatamente, pues no había comido. A continuación sirvieron un exquisito almuerzo, «la celebración retrasada de una Primera Misa», como dijo el Superior. Salió a telefonear y enseguida regresó con la buena noticia de que podíamos quedarnos allí, siempre que diéramos nuestra palabra de no abandonar la casa bajo ninguna circunstancia. Así lo hicimos, encantados. Disfrutamos de nuestra relativa libertad en un ambiente fraternal, tomamos un baño y nos pusimos ropa limpia. Fue maravilloso, aunque solamente duró un día.
Al mediodía siguiente, un sargento nos condujo a la estación de ferrocarril, donde nos estaba esperando el tren. Y una vez más, los alsacianos tuvieron unas «amistosas» palabras hacia nosotros. Esta vez, los guardias estaban preparados, y salimos de la ciudad sin más impedimentos. Viajamos en dirección a Mequinez. Nuestro nuevo guardia, aunque hombre de pocas palabras, era una buena persona y nos alimentó bien. El viaje a través de África del Norte resultó ser muy interesante.
En Mequinez nos encerraron inmediatamente en un barracón del recinto. Era un alto edificio de cemento, frío y desapacible, con agua en el suelo de las celdas y ratas que corrían a plena luz del día; sobre el cemento, unas mantas sucias y raídas: así era nuestro alojamiento. Nuestro alimento consistía en una papilla de mijo al estilo árabe, que solo el hambre nos obligaba a comer. De nuevo apelé a la Cruz Roja, y, en atención a ella, un guardia que hablaba algo de inglés llamó a un oficial, que se echó a reír pero salió a ver qué podía hacer. De repente, una voz realmente sobrecogedora, que usaba unas palabras de increíble obscenidad como las que acostumbran a emplear los soldados, pronunció mi nombre. Me quedé aterrado. Oí pasos cerca de nuestro calabozo y súbitamente, un soldado se presentó ante nuestra puerta. Era un hombre grande, corpulento, de rostro amistoso y fuerte voz cargada de palabrotas… y era un franciscano. Se trataba del capellán castrense del puesto. Sus muchos años entre soldados le hacían expresarse como un soldado, pero tenía el corazón de un niño y, cuando vio nuestra situación, empezó a insultar al ejército y a los soldados por habernos colocado en semejante lugar. Reprendió a estos últimos y quiso sacarnos de allí inmediatamente. No lo consiguió, pues a la mañana siguiente teníamos que marchar, pero nos trajo mejores mantas, mejor comida y mucha fruta. Más adelante, el buen Padre Buenaventura me salvaría la vida.
A la mañana siguiente nos metieron en un auto y nos sacaron de la ciudad, pero no llegamos muy lejos. Enseguida nos detuvimos en una plaza en la que había muchos hombres reunidos. Parecían esperar algo. Naturalmente, los franceses estaban separados de los nativos, que se sentaban en el suelo. Por fin, llegó un autobús. Parecía una bamboleante arca de Noé. Los franceses ocuparon los primeros puestos, que estaban separados del resto.
Los nativos corrieron como locos a ocupar los asientos traseros y entre hombres y mujeres se entabló una pelea. Por fin, alguno de los nativos se subió al techo del autobús, y las mujeres y los animales se acomodaron en los asientos del fondo. Yo me preguntaba cómo iban a encontrar sitio tantos hombres y tantos animales hasta que, por fin, el sargento nos mandó a la zona de las mujeres y los niños. No sé cómo conseguimos entrar, pero allí estábamos, entre niños sucios y mujeres jóvenes y viejas que no habían visto el agua durante meses. También había pollos, un perro, dos cabras y un gato. Las mujeres usaban un perfume apestoso que se mezclaba con el fétido olor a rancio de los hombres y los animales. El viaje comenzó subiendo hacia las colinas, entre curvas, arriba y abajo; los del interior empezaron a comer… y enseguida a devolver todo lo que habían comido. Aquel vehículo era una porquería cada vez más y más calurosa. La gente empezó a despojarse de la ropa, hasta que la mayoría de los pasajeros iban casi desnudos. Rápidamente el aire se hizo pesado y pútrido. Los que sentían una necesidad se aliviaban aquí y allí, de modo que el autobús se convirtió en un retrete rodante. Yo no pude soportarlo más: empecé a ver negro y me caí, todo lo que podía caerme. Cuando abrí los ojos, descansaba en el pecho de una mujer que, amablemente, trataba de reanimarme. Cuando vi cómo lo hacía, volví a ver negro y me desmayé de nuevo. A falta de agua, la mujer me escupía en el cogote e intentaba reanimarme echándome el aliento.