Tuve fiebre durante varios días en los que me alimentaron con una comida escasa y maloliente; un vigilante apostado continuamente a la puerta, se asomaba cada cinco minutos para comprobar que yo no tramaba algún perverso proyecto. No me tenía en pie y, pocos días después tuvieron que arrastrarme ante el tribunal que me iba a interrogar.
Allí pude escuchar las cosas más increíbles que se decían de mi. Resultaba que yo era un enemigo de Francia porque había hablado en contra de la Cruz Roja en Rabat respecto a la administración de sus asuntos, asegurando que las comisiones se limitaban a controlar por encima los suministros. Además, yo era un nazi, uno de los peores, responsable de la muerte de muchos extranjeros, sobre todo franceses. Estaba considerado como un criminal, pues había engañado al Papa recibiendo una ordenación inválida.
Esto ya era bastante malo, pero lo peor estaba por llegar. El cargo final de la acusación afirmaba que no solo era un asesino de personas inocentes…, sino que había sido ¡el primer comandante de Dachau!
Naturalmente, me quedé sin habla ante tal sarta de mentiras, pero no pude contener una sonrisa al preguntar, divertido, cómo esperaban probar tan ridículas acusaciones. Pero se me borró la sonrisa cuando los jueces me mostraron una lista con veintisiete firmas de hombres de mi campo que juraban que yo era uno de los más temidos y odiados nazis. Figuraban los nombres de los que habían venido diariamente a recibir los artículos que enviaban las Hermanas cuando, de hecho, muchos cristianos renunciaban a ellos. Aquellos hombres ahora se paseaban con las ropas que les habíamos entregado, con las tripas llenas de los alimentos que otros, sacrificándose, les habían cedido. Y todo el tiempo habían conspirado y atestiguado que yo era el, con mucho, más infame nazi. Bajo la experta dirección de los nazis alemanes, informaron que yo conocía el lugar y las condiciones existentes en Dachau, daban nombres y fechas y describían las circunstancias en las que se me había visto cometer los crímenes. Aquello era más de lo que yo había imaginado, y comprendí claramente la gravedad de la situación. Los jueces me comunicaron abiertamente que mi vida corría peligro.
Fui a prisión, y un doctor me visitó. A continuación avisó de mi situación al Padre Bonaventure Hermentier, el capellán castrense de Mequinez, y una mañana oí de nuevo las inolvidables, aterradoras palabrotas a las que ya me había acostumbrado después de muchas visitas y de muchas veladas con aquel afectuoso aunque malhablado hermano fraile. Ahora volvía aquel franciscano, dotado de la peor lengua que yo he conocido y de un corazón tan tierno como el de un niño. Empujó a un lado a los soldados, extendió su mano hacia mí, un esqueleto depauperado, y me cargó sobre sus poderosas espaldas. En medio de continuas maldiciones, me introdujo en su coche y, muy pronto, yo estaba cómodamente acostado en su propia cama. Ordenó a sus criados que no dejaran entrar a nadie, y se marchó.
Oí volver el coche alrededor de media hora después; entró con un gran cerdo, que empezó a correr por el patio como si supiera lo que le iba a suceder. Al escuchar el ruido, miré desde la cama que estaba junto a la ventana, y reí tanto que, a causa de mi debilidad, tuve que apoyar la cabeza en el alféizar. Por supuesto, el cerdo iba a ser sacrificado, pero ¿dónde y cuándo? Primero había que capturarlo, y la captura resultó ser un gran espectáculo. El buen Padre no era tan ágil como el cerdo que, durante un buen rato, escapaba de su alcance: corría alrededor del coche, por debajo del coche, por aquí, por allá, y por todas partes, mientras el Padre Hermentier, tras él, con los faldones al aire, lo perseguía maldiciendo a voces, casi artísticamente. Por fin, sudando profusamente, se quitó el hábito y continuó su cacería hasta que, por fin, atrapó a su chillona víctima debajo del coche. Había llegado su última hora. Incluso el asesinato no tuvo lugar con demasiada facilidad, resultando más bien un horrible espectáculo; al final era difícil decir quién era el matarife y quién el cerdo, pues ambos estaban cubiertos de sangre. Finalmente, colgó al animal en el patio, y unas horas después me llevaban a la cama unas espléndidas chuletas de cerdo.
Mientras tanto, a la puerta de mi cuarto tenía lugar una acalorada discusión: el Padre, con su pintoresco aspecto de carnicero, desnudo hasta la cintura y cubierto de sangre, enarbolando en la mano derecha el enorme cuchillo asesino y empleando su grosero lenguaje habitual, tranquilizaba a los guardias de la cárcel que habían venido a buscarme, asegurándoles que se hacía responsable de mí. Pero no les quedó duda de que no iba a permitir que un sacerdote, y sobre todo un franciscano, muriera de hambre o fuera asesinado, especialmente cuando él estaba convencido de su inocencia. Se dio la vuelta, repitiendo la sencilla palabra, «¡Merde!».
En cierto momento, le dije que me parecía que quizá aquella palabra era un poco fuerte para que la empleara un sacerdote. Al día siguiente se presentó con un diccionario y me demostró que, como la palabra figuraba en él, podía usarla con absoluta propiedad. Ante tal lógica, no tuve nada que decir: simplemente sufrí un acceso de risa incontenible.
Permanecí dos semanas en su cama; por la mañana me traía la Comunión, y tres veces al día, me servía una chuleta de cerdo con la orden de que me la comiera toda, sin ni siquiera dejar restos para el perro o el gato. Yo obedecía, y en un par de semanas estaba bastante restablecido. Me devolvió a la prisión, pero antes se encargó de que estuviera limpia; añadió algunas mantas de parte de las Hermanas e incluso la Hermana Jeanne bajó de su celda solitaria para ayudarles. No sé cómo se enteró tan rápidamente, pero se ocupó con el Padre Hermentier de facilitarme las cosas. Uno de los sacerdotes que colaboraba con él relató el asunto a las Hermanas de Suiza en el convento de Grimmenstein de Walzenhausen, y muy pronto experimenté los frutos de sus continuas oraciones.
A las 5 de la tarde del día 27 de febrero de 1946, un oficial francés vino a decirme que, por veredicto del tribunal de guerra, la noche siguiente sería fusilado.
El Padre Hermentier estaba de viaje y no pudimos llamarle en busca de ayuda. Yo yacía en mi camastro, débil y desdichado. Los otros prisioneros que me rodeaban, que no eran soldados sino criminales, me preguntaron la causa de mi tristeza. Cuando les dije que me había llegado el turno antes que a ellos, uno me deseó un feliz viaje hacia el Cielo.
El oficial francés quiso saber la razón de que el prisionero riera de un modo tan cordial. Yo le dije que estaba contento porque iba a llegar al Cielo rápidamente.
El francés se me quedó mirando, incrédulo: «El Cielo… ¿crees que vas a ir al Cielo?».
«Sí, ciertamente; así lo espero».
Su asombro creció, y me preguntó: «¿Dónde está el Cielo? ¿Qué lugar es ese?», y otras preguntas. Yo no podía contestar a todas; era un francés que vivía en las colonias y, como supe más tarde, era médico.
Yo estaba deseando librarme de él, y le pedí que tuviera un poco de paciencia… que le enviaría una tarjeta postal desde el Cielo, pero que pasaría cierto tiempo hasta que hubiera cumplido mi etapa de Purgatorio.
Sacudió la cabeza y salió, pero volvió con algunos otros, todos ellos soldados negros con varias medallas prendidas en los uniformes. En mi presencia, les anunció que yo iba a ir al Cielo en la noche siguiente. Volvió una y otra vez, siempre haciéndome preguntas sobre el Cielo. Aquella noche me proporcionaron una buena comida… mala señal. Empecé a pensar que la cosa iba en serio.
A las 2:30h de la madrugada, entraron diez soldados y se llevaron a algunos de los prisioneros; iban a aplicarles la pena de muerte. A eso de las tres, se abrió la puerta de mi celda y entraron cuatro hombres: el oficial de la tarde anterior y tres soldados.
«Levántate; la compañía te espera en el patio».
Yo no estaba tan ansioso por ir al paredón; me sentía tan débil en el cuerpo y en el alma, que les dije: «Tendrán que llevarme, porque no puedo andar».
El oficial mostró cierta sorpresa; mandó salir a los soldados y les ordenó que cerraran por fuera la pesada puerta de hierro. Los hombres obedecieron asombrados y el corpulento oficial, tan grande como era yo antes de convertirme en el actual saco de huesos, se quedó conmigo. Colgó la antorcha que llevaba en la mano en una argolla de la pared y súbitamente se dirigió hacia mí con el sable en la mano. Yo pensé que había llegado mi hora, pero no… todavía no. Puso la punta de la espada sobre mi pecho y, con voz sofocada me preguntó: «¿De verdad vas a ir al Cielo?».
Sin atreverme a respirar profundamente por tener aquel agudo y frío acero tan próximo, dije lenta y suavemente: «Así lo espero».
De repente, apartó la espada, se sacó el cinto, dejó en el suelo su casco de acero, y asiendo mis manos férreamente, explotó: «¡Padre, quiero confesarme!».
Yo me quedé sin habla, con una mueca de dolor a causa del estrecho y fuerte apretón. ¿Estaría loco? Me retorcía las manos con una fuerza increíble mientras repetía: «Confesión, ahora, ¡por favor!».
Le dije: «Hay muchos sacerdotes en la ciudad; diríjase a uno de ellos».
«No, no; tiene que ser usted», gritó.
«¿Por qué yo?».
«Porque se va a ir al Cielo inmediatamente».
¿Qué podía hacer? Le oí en confesión. Lloraba mientras lo hacía, por primera vez en largos años; luego me besó las manos. Se sentía feliz, como nunca en mucho tiempo, y le dolía el tener que llamar a sus hombres para que me ejecutaran. Estaba convencido de mi inocencia, pero no podía hacer nada respecto a ello.
Le pregunté: «¿Quiere comulgar? Aún conservo dos Sagradas Formas». Asintió, y yo le di el Pan de Vida y luego me lo administré a mí mismo. Lloraba abiertamente; todo aquello resultaba excesivo incluso para mi, cuando, de repente, oímos un gran estrépito en el exterior. El oficial se puso en pie rápidamente y tomó su arma; entonces, entró en la celda otro oficial.
Llevaba un papel en la mano; empezaron a hablar excitadamente, con demasiada rapidez como para que mi fatigada mente pudiera traducir. Salieron y cerraron la puerta. Oí varios disparos en el patio. Oí marchar a algunos soldados, y después el silencio; en el ambiente reinaba una calma terrible.
¿Ahora qué?
Nada. No sucedió nada, y yo caí dormido, muerto de cansancio. Días después supe que había llegado de París la orden de reabrir mi caso y, como se descubrió después, la Santa Sede había intervenido tomando cartas en el asunto.
En cualquier caso, yo estaba salvado, y aquella confesión extraordinaria, que retrasó la ejecución, conspiró con la oportuna llegada de la orden de París que, una vez más, me arrancó de las fauces de la muerte.
UNA MUJER CON ASPECTO DE REINA
Aquella extraña experiencia y su extraordinario resultado fortalecieron mi fe en la legitimidad de mi misión más que cualquier otro suceso de mi vida sacerdotal. Y no es que me convenciera de mi propia invulnerabilidad; más bien me infundió una profunda humildad y una mayor aceptación de la voluntad de Dios en todas las cosas. Yo sabía que todo lo que me sucediera, todo lo que me aconteciera a lo largo de mi vida, estaba destinado a servirle.
Tenía la impresión de que aquel extraordinario acontecimiento había tenido lugar para demostrarme que estaba en el camino correcto y que todo lo que tenía que hacer era continuar siguiendo el que Él me marcara.
De modo que estaba salvado. Dos días más tarde me trasladaron a Marrakech, a un campo al sur de Casablanca. Pasé un día maravilloso con un piadoso y buen hermano franciscano. Sorprendido, me enteré de que al día siguiente me iban a enviar a Europa y, si todo iba bien, me permitirían volver a casa. Aquello me venía de perlas, pero me había librado por los pelos demasiadas veces como para confiar en aquella repentina suerte. Recibí «nueva» ropa vieja y me registraron el equipaje; todo estaba dispuesto para el viaje, pero, como siempre, se produjeron unos hechos misteriosos. Tenía razón en no alegrarme anticipadamente, pues me enviaron a una gran prisión donde celebré la Pascua con unos hombres enfermos de alma y de cuerpo. Me preocupaba su patética condición, pues era difícil pensar que mi mensaje de esperanza pudiera llegar a las profundidades de unas mentes dañadas por el terror.
Una mañana me dijeron que saldría al día siguiente, y así fue, pero no en barco, sino en un camión que me condujo a Uarzazate, en la zona sur del Atlas. Era un campo para oficiales y no había capellán. Cuando llegué, me llevaron a una habitación llena de oficiales. El general me llamó; cuando me acerqué se puso en pie y me estrechó la mano. Hasta entonces, no me había sucedido nada parecido. Cuando nos quedamos solos me pidió la bendición; más tarde me enteré de que era católico y un hombre noble de cuerpo y alma. Me prometió toda la ayuda posible, aunque no podía hacer mucho porque yo no era el capellán oficial. Yo estaba allí porque iban a estudiar de nuevo mi caso.
«¿Qué puedo hacer por usted, Padre?».
«Me gustaría tener aquí el equipaje y el maletín de la Misa», pero ya estaba allí todo, esperando mi llegada de Ksar-es-Souk. Por lo menos, pude celebrar de nuevo el Sacrificio de la Misa. Al principio, lo hacía en una pequeña habitación apartada; después, comprendimos que necesitábamos una capilla, de modo que a las tres semanas, y habiendo recuperado mis fuerzas, empezamos a edificar una con gran entusiasmo y con la ayuda del general. Acabamos en muy poco tiempo, ya que, gracias a la experiencia anterior, pude evitar los errores de Ksar-es-Souk. Resultó muy hermosa. Los oficiales, muchos de ellos cristianos auténticos, trabajaban más duramente que los suboficiales de Ksar-es-Souk, pues no consideraban, como ellos, que era indigno mancharse las manos con el trabajo físico. Gracias a su ayuda, todo resultó maravillosamente, y después de consagrarla, estábamos entusiasmados. Yo no tenía un permiso «oficial» para predicar, pero el general cerraba los ojos, y todo iba perfectamente.
Desgraciadamente, la excitación y las muchas millas de viaje fueron demasiado para mí. Caí gravemente enfermo, con la tercera pleuresía en medio año. El general hacía lo que podía, y su esposa me llevaba los mejores alimentos a la enfermería francesa donde insistieron en cuidarme. A las dos semanas fui capaz de tenerme en pie. Los doctores me habían atendido bien y el general me visitaba a diario. Iba a dar mi primer paseo por la habitación cuando, a última hora de la tarde, me hizo llamar. Con aire de tristeza me comunicó que tenía que marcharme por la mañana temprano.