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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (9 page)

La invasión tardó muy poco en producirse. En primer lugar, aparecieron muchos aviones de reconocimiento. No teníamos armas antiaéreas, así que nos vimos forzados a sentarnos y contemplar cómo realizaban su trabajo. Luego se presentaron seis pesados navíos de guerra armados, que nos enviaron sus saludos. Nosotros nos escondimos en el acantilado.

A continuación, en la cresta de la montaña frente a nosotros apareció un hormiguero de soldados. Tranquilizados por nuestra silenciosa presencia, se atrincheraron. Nosotros teníamos la orden de reservar para el ataque las preciosas municiones de que disponíamos. Les veíamos preparar los morteros. La zona comenzó a parecer un campo de maniobras aliado, mientras nosotros tratábamos desesperadamente de convencernos de que era simplemente una demostración de la potencia del fuego aliado. En la cumbre de la montaña instalaron la artillería pesada, y, junto al pesado cañón empezó a tomar forma un montón de municiones Era obvio que nos sabían incapaces de alcanzarlos con nuestras armas. A los dos días, dieron comienzo los bombardeos enemigos. Sus proyectiles nos llovían de día y de noche. La muerte caía sobre nosotros desde el mar desde la montaña y desde el aire Ninguno de nuestros soldados osaba sacar la cabeza sin convertirse en la diana de muchas armas. Aunque estábamos protegidos, nuestras pérdidas fueron grandes, pues todo el terreno estaba siendo sistemáticamente bombardeado.

Al cabo de tres días, teníamos más de cuatrocientos muertos y heridos. ¿Cómo iba a terminar aquello? El enemigo lanzó dos ataques, pero se tuvo que retirar cuando lo alcanzamos con nuestras ametralladoras causándole muchas víctimas. Entonces, los bombardeos empezaron de nuevo.

Para atender a los heridos, el 5 de agosto de 1943 organizamos un puesto tras un acantilado situado en una alcantarilla que, debajo de una calle, servía para conducir el agua de lluvia. Estábamos trasladándolos desde el frente, cuando uno de mis amigos, un ciudadano de Baden, se acercó a mí y me preguntó si no habría medio de ayudar a los agonizantes.

«¿Qué quieres decir? ¿No ves que estoy haciendo todo lo que puedo?». Llevaba mucho tiempo sin dormir ni descansar, y el agotamiento hizo que mi voz sonara más dura de lo que me proponía.

«No estoy pensando en sus cuerpos, Goldmann, sino en sus almas. Están muriendo como perros, sin confesión ni Sagrada Comunión. Tú hablas italiano, ¿no es así?».

Asentí. Estaba tan paralizado por todo aquello, que incluso no me sorprendió darme cuenta de que, entre todos ellos, yo debía haber sido el primero en pensar en lo que me proponía.

«Conduce hasta Patti y trae un sacerdote; pídele que traiga la Comunión, ya te las arreglarás».

Aquella idea me despertó y me dio nuevas fuerzas. Solicité y obtuve permiso para volver a la ciudad en una ambulancia. El conductor y yo llegamos a Patti alrededor de las cinco de la tarde con el doble encargo de encontrar un sacerdote y, si era posible, algo de material quirúrgico que escaseaba peligrosamente. El lugar estaba casi desierto, pues el sonido de los cañones llegaba hasta los habitantes.

Encontré una pequeña iglesia al final de la ciudad, y para mi alegría, se trataba de una comunidad de capuchinos. Hablé con dos ancianos hermanos capuchinos y pedí a uno de ellos que me acompañara llevando el Santísimo Sacramento.

El anciano sacerdote replicó: «Lo lamento, no puedo hacerlo. Debe pedirlo al obispo». Y señaló hacia la catedral en la cumbre de la montaña.

Recorrimos todo el sinuoso y estrecho camino hasta la cumbre y aparcamos la ambulancia en la plaza, delante de la catedral. En el extremo más alejado, se sentaban tres hombres ante una mesa sobre la que habían desplegado un mapa. Con ayuda de unos gemelos de campaña podían ver las posiciones alemanas junto al mar. También eran visibles algunas de las aliadas.

Detrás de la mesa se sentaba un sacerdote, un hombre bajo, corpulento y de amable apariencia. Era el peor vestido, pues su sotana llevaba algún tiempo sin lavar y sus ennegrecidas mejillas demostraban que, o había perdido la maquinilla, el interés por usarla, o quizá ambos. En tiempo de guerra, uno se vuelve muy observador. Dejé al conductor al pie del vehículo y me acerqué al grupo, que me observaba sorprendido. Estaban tan absortos en su tarea que no habían oído la llegada de la ambulancia por la empinada carretera.

«¿Alguno de ustedes tendría la amabilidad de llevarme junto al obispo?», pregunté cortésmente.

El caballero que se sentaba a la derecha del sacerdote se puso en pie, hizo una profunda inclinación y se presentó como el alcalde de la ciudad.

«Yo soy Karl Goldmann», dije, inclinándome también profundamente. «Perdone mi brusquedad, Herr Alcalde, pero no deseo hablar con usted. Deseo ver al obispo sobre un asunto de enorme urgencia. ¿Sería tan amable de llevarme con él?».

Entonces, el caballero que se sentaba a la izquierda del sacerdote se levantó y me preguntó si le era posible ayudarme: era el juez de la ciudad.

¡Aquello ya era demasiado! «Señor, aprecio su amabilidad, pero tampoco usted puede ayudarme. Necesito hablar con el obispo».

Ahora el sacerdote se puso en pie, alzó la mirada hacia mí (era mucho más bajo que yo) y me preguntó por el motivo de mi interés en ver al obispo.

«No quiero hablar con usted, sino con el obispo. Le pediré, como a los otros caballeros… ¿será tan amable de llevarme con él?». No me gustaba la impaciencia que denotaba mi voz, pero me estaba cansando, y por demás, aquel juego que parecían estar jugando conmigo.

Con voz cortante, el sacerdote replicó: «Puede usted hablar conmigo de su asunto con toda tranquilidad. Soy el obispo de Patti».

Lo miré desde arriba, así como a la indescriptible sotana sucia, a la cara sin afeitar… y me eché a reír. Exclamé bruscamente: «¿Usted el obispo? ¡Jamás!».

Me miró indignado. Entonces, sacó un anillo del bolsillo, se le puso en el dedo y lo agitó delante de mí: «Soy el obispo, ¿o no?».

¡Lo era! Enrojeciendo, me incliné para besar el anillo.

Pero él, quizá para darme una lección de humildad, se inclinó y mantuvo el anillo tan cerca del suelo que tuve que arrodillarme en el polvo y agacharme para poder besarlo. Cuando ambos nos incorporamos, él mostraba una sonrisa de perdón y de plena satisfacción. Volvió a ocupar su puesto en la mesa y me preguntó amablemente por lo que deseaba de él. Yo indiqué hacia el campo de batalla de abajo.

«Soy un seminarista que sirve en el cuerpo médico. Ahí están muriendo muchos soldados, soldados católicos que hace meses que no ven a un sacerdote ni se confiesan. Los heridos agonizan, y sus almas están en un peligro mortal. Los moribundos no tienen sacramentos».

«¿No tienen capellán en el ejército?», repuso.

«No, no lo hay. Las divisiones recién formadas no tienen capellán, y uno que teníamos está de permiso».

«En ese caso, no podemos hacer nada por usted», replicó.

«Sí pueden. Por eso he venido hasta aquí».

«¿De qué se trata? ¿En qué está pensando?».

«Le pido que me proporcione un sacerdote que dé la Comunión a los enfermos y consuelo a los moribundos».

Se me quedó mirando como si dudara de mi salud mental. «¿Cómo? ¿Un sacerdote que baje con usted al grueso de la batalla?».

«Sí, que baje. Y yo trataré a toda costa de devolverlo sano y salvo».

«¿Puede usted garantizar una cosa así?».

«Naturalmente que no. ¿Quién puede garantizar que alguien va a volver vivo de una batalla?».

«No enviaré a sacerdote alguno, ni ordenaré ni mandaré a nadie que vaya al frente de una guerra que no le concierne».

Repliqué: «¡Los italianos y los alemanes son aliados! ¡Luchan juntos en la misma guerra contra el mismo enemigo!». Las sonrisas de los tres no estimularon mi moral. Poco tiempo después, me enteré de por qué sonreían.

De momento, mi único interés se cifraba en conseguir un sacerdote y, con toda claridad, dije: «No se trata ahora de alemanes o italianos, sino de católicos; y si estamos en la diócesis del obispo local, no es por deseo nuestro, de modo que, en mi opinión, el obispo es responsable de nosotros en cierta medida».

En aquel momento, los tres rompieron a reír, y el alcalde dijo: «No existe responsabilidad entre los ciudadanos de este país y el enemigo».

Repliqué: «¡No somos enemigos, sino alemanes!».

«Para nosotros, no existe diferencia alguna; aquí no nos gustan los alemanes».

Después de aquello, perdí la paciencia. Grité: «¡No se trata de si les gustan los alemanes o no! Se trata de saber si los católicos que se encuentran en peligro de muerte van a recibir ayuda espiritual…, ¡de si voy a conseguir un sacerdote, o no! ¡La filosofía puede esperar hasta que las armas terminen de disparar!».

La respuesta continuaba siendo contundente: «¡No!».

Supliqué al obispo italiano: «¡Si supiera lo que ocurre ahí abajo! Los lamentos y los gemidos de los heridos…, ¡de los agonizantes! Le ruego que lo considere de nuevo».

De nuevo, la glacial respuesta: «¡No!».

¿Qué haría ahora? «Por última vez, Excelencia, se lo ruego. ¿Puede proporcionarme un sacerdote?». Expresé mi petición de un modo frío y formal.

«Nunca», fue la respuesta.

Se acabó. Solo me quedaba una cosa por hacer. Reuniendo toda mi decisión y prometiendo interiormente toda clase de actos de penitencia, saqué mi
Lüger
y la puse delante de la nariz del obispo.

«Tiene usted tres minutos; después, o bien tengo un sacerdote para llevar el Santísimo Sacramento a las tropas… o será usted quien me acompañe al campo de batalla».

Temblaba, y estaba mortalmente pálido. «¡Le quedan treinta segundos!».

El obispo tartamudeó algo sobre extorsión, pero yo insistí con un: «¿No sabe que estamos en guerra?». Había terminado el plazo. Ordené al conductor de la ambulancia que, armado con la ametralladora, vigilara a los dos caballeros y no les permitiera moverse del lugar.

«El obispo me va a acompañar a la iglesia para buscar el Santísimo Sacramento».

En medio de una patente agonía mental, tartamudeó:

«¿Tiene la amabilidad de acompañarme a mi casa?». No pude negarme.

El obispo se sentó, se enjugó el sudor y me preguntó si, durante mi formación eclesiástica, había recibido alguna de las Sagradas Órdenes. Le contesté: «Soy un profeso franciscano, pero todavía no soy ni siquiera subdiácono».

«No puedo proporcionarle un sacerdote», dijo el obispo, «pero tengo algo aquí…», hurgó en su escritorio en busca de algo ¡que yo esperaba devotamente no fuera un revólver! «¡Ah! Es un documento de Roma que me permite confiar a su cuidado la conservación y distribución del Santísimo Sacramento».

Me quedé atónito. Dije: «Pero para un tema tan sagrado, ¡tengo que confesarme primero!». Y, después de dejarle en la terraza al cuidado del conductor armado, corrí literalmente montaña abajo hacia el convento de capuchinos, sin pensar en protegerme subiéndome a la ambulancia.

Me confesé y pedí el certificado de haber recibido el sacramento de la Penitencia. Me apresuré a volver a la montaña y encontré a los tres todavía sentados a la mesa bajo la mirada de mi conductor. Presenté el certificado al obispo, sobre el que él escribió la siguiente nota:

Residencia del Obispo

Patti, 4. 8. 43

En vista de las extraordinarias circunstancias y de las facultades especiales otorgadas por la Santa Sede, concedemos al clérigo católico de la 29 División
Panzer
alemana que, con la debida reverencia, administre la Sagrada Comunión a sus camaradas, especialmente a los heridos.

Firmado Ángelo Vescovo

Aquello era más de lo que yo esperaba y, sinceramente, di las gracias al obispo pidiéndole perdón. Él me lo concedió generosamente y, al salir, pude ver que tenía los ojos llenos de lágrimas. No sabría decir si eran de alivio y alegría al ver que aquel peligroso alemán salía de su casa sin haber usado la pistola.

Capítulo 8

BAUTISMO DE FUEGO

De vuelta al convento de los capuchinos al pie de la empinada montaña, conseguí una píxide que contenía diez Hostias consagradas. Llenos de alegría, y tras obtener también algún material médico, regresamos junto a los soldados.

El primero en recibir la Sagrada Comunión fue mi amigo de Baden, el que me había urgido a que encontrara un sacerdote para los heridos y los moribundos. El siguiente fui yo mismo, pero en aquel momento irrumpió un mensajero en una motocicleta; acababa de explotar una bomba en el campo, en medio del batallón, y había muertos y muchos heridos. Por otra parte, la Novena Compañía informó también que la mitad de sus números estaban heridos o muertos. No tenían material quirúrgico. El equipo médico necesitaba ayuda inmediata.

Aquello era realmente muy grave. El pueblo, de casas aisladas, estaba aproximadamente a una milla. Para llegar a él, teníamos que atravesar una calle a la vista del enemigo, y además, un poco más allá, cruzar un puente que estaba completamente vigilado por los aliados.

Era un «viaje hacia el Cielo», como llamábamos a aquellas tareas. Mi doctor opinaba que no podíamos arriesgar el equipo médico en aquellas circunstancias desesperadas; no había posibilidad de llegar al lugar sano y salvo. Yo me asomé por la esquina del acantilado y pude ver que en la calle explotaba una salva de cañonazos.

Al otro lado del puente nuestros soldados heridos se desangraban hasta morir, sus lamentos llegaban hasta nosotros…, y no había nadie para prestarles ayuda. Yo me retiré a un extremo, saqué la píxide del bolsillo izquierdo y me administré la Comunión.

Luego, volví junto al doctor y dije: «Voy a bajar». Me miró fijamente y repuso: «¿Eres consciente de que no volverás?».

«Quizá». Mi fiel conductor,
Private
Faulborn, estaba deseando llevarme en el camión, pues no había otro vehículo disponible. Este mismo chófer, gracias a su destreza, había salvado en muchas ocasiones mi vida y la de otros. Yo tomé en la mano la bandera de la Cruz Roja y, sentándome encima del asiento del conductor, grité: «¡Vámonos!».

El motor rugió al momento. Oscilando locamente en las peligrosas curvas, emprendimos el viaje desde la montaña hacia el pueblo. Inmediatamente, el enemigo hizo fuego, pero nosotros corríamos haciendo caso omiso. Yo me sujetaba con la mano izquierda a un armazón de madera unido a la parte trasera del camión, y con la derecha agitaba la bandera de la Cruz Roja mientras rezaba fervorosamente. Por fin, el enemigo reconoció la bandera y dejó de disparar. Todo estaba en silencio; el rugido del motor era el único sonido en todo el valle.

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