Estaban dispuestos a demostrarnos que, como éramos seminaristas, llevábamos una vida muelle, que no éramos hombres y que no podríamos sobrevivir a los rigores de la instrucción militar. Pasaban horas maquinando planes para hacernos ver nuestra propia inferioridad y, al cabo de unas semanas de entrenamiento básico, advirtieron, irritados, que no solo estábamos en unas condiciones físicas extraordinarias, sino que nuestra formación religiosa nos proporcionaba la fuerza espiritual para aguantar sus violentos ataques a nuestra fe, nuestra moralidad y nuestras metas.
En sus ratos libres, los suboficiales pasaban el tiempo entretenidos en contarse mutuamente historias de borracheras, y en exagerar las anécdotas de sus proezas con las mujeres; nosotros proseguíamos tranquilamente nuestra formación leyendo todos los libros de filosofía y materias relacionadas que podíamos conseguir. Nos entregaban los caballos más resabiados; las obligaciones más odiosas recaían en nosotros y, lo peor de todo, nos impusieron las guardias en cada domingo de las primeras siete semanas para impedirnos asistir a Misa y comulgar. Nos apoyábamos unos en otros, no por temor, como ellos suponían, sino porque sabíamos que nuestra fuerza radicaba en nuestra fe y en nuestra unión en Cristo.
Cuando por fin pudimos salir del campamento, los doscientos nos precipitamos a un convento cercano donde recibimos la Sagrada Comunión a fin de conseguir las fuerzas necesarias para los días y las semanas siguientes.
Al acabar el tiempo de instrucción básica, los oficiales se sorprendieron de que ninguno de los seminaristas hubiera abandonado o hubiera sido expulsado; no se podían explicar de dónde procedía nuestra capacidad para resistir el duro trato que habíamos recibido. Comenzamos a pensar que la vida en aquel campamento interior tenía que ser peor que en el campo de batalla y así, otros diez estudiantes y yo nos presentamos voluntarios para ir al frente oriental. No nos movía tanto el deseo de luchar, como la profunda necesidad que sentíamos de salir del ambiente aciago y funesto de los cuarteles.
Tras dos días de viaje con destino desconocido, llegamos, bajo una lluvia torrencial, a una sección aislada de la frontera polaca. Nos encontramos con un campamento estéril en medio de un terreno estéril, llamado con el evocador nombre de «Gusanero». Aunque estábamos hambrientos no había nada de comer, excepto una sopa aguada que no satisfizo en absoluto nuestra hambre o nuestra sed. Esperando obtener algún alimento, buscamos y encontramos una cantina. Nos sorprendió la presencia de una gran variedad de uniformes: miembros de la
Wehrmacht
, como nosotros; cabos con el uniforme azul de la policía; muchos suboficiales de rango superior y algunos oficiales de las SS con sus uniformes negros. Como no llegaban las bebidas que habíamos pedido, fuimos a servirnos, pero no volvimos a la mesa que habíamos ocupado.
Rápidamente arremetimos contra un grupo de veinte hombres que estaban discutiendo apasionadamente sobre el Papa y la Iglesia católica; decían que el Papa era el mayor belicista de toda la Historia, y que el objeto final de esta guerra era el de acabar con el Papa y los sacerdotes que se llamaban a sí mismos seguidores de Cristo: «Los cristianos son peores que los judíos», decían, ultrajando a todo lo más santo y más sagrado para nosotros.
Nunca olvidaré el esfuerzo que nos supuso mantener la boca cerrada ante todos ellos. La sangre nos hervía en las venas al tener que mordernos la lengua mientras oíamos insultar a los santos o hablar irreverentemente de la Madre de Dios.
Por fin, me dirigí a uno de los oficiales que reía estrepitosamente: «Perdone mis palabras, señor, pues soy un recién llegado y aún no formo parte de este grupo, pero ¿es usted consciente de que los líderes del Reich han firmado un Concordato con la Iglesia católica? ¿Sabe que el cristianismo es una de las religiones que Alemania se ha comprometido a proteger?».
Al principio se quedaron sin palabras. Luego, el oficial preguntó: «¿Qué quieres decir?».
Yo respondí serenamente, pisando terreno seguro, «Probablemente conoce usted el riesgo que corre expresando de ese modo, en presencia de varios testigos, unos sentimientos que son exactamente opuestos a los del gobierno y a los del Führer».
«¿Crees conocer el modo de pensar del Führer?».
«En este caso, desde luego. Le recuerdo respetuosamente, señor, que ha manifestado claramente su opinión en discursos oficiales y a través de la firma del Concordato, de modo que cualquiera que ataque a la religión cristiana socava lo que el mismo Führer ha instituido como la base del gobierno alemán. Y él mismo ha declarado que ha de ser protegida».
No encontró respuesta para esto, pues yo no decía más que la verdad.
Por último, uno de ellos me preguntó si yo era un hombre de «negro» o un hombre de «pardo», pues el negro estaba destinado a los sacerdotes y el pardo a los nazis. Y conteniendo la risa con dificultad, repliqué firmemente:
«Yo soy un hombre de pardo».
Se sorprendió. «¿Cuándo te has unido a los pardos?», refiriéndose, por supuesto, a los miembros del partido.
Le contesté que me había unido a los pardos en 1936.
«¿Dónde?».
«En el Monasterio de los franciscanos de Fulda. Hace seiscientos años que visten un hábito pardo, mucho anterior, como estará usted de acuerdo, a las camisas pardas que existen actualmente».
La consecuencia fue una explosión de furia y de carcajadas. Por supuesto, yo sabía, así como mis compañeros, que aquella especie de insolencia me crearía problemas, pero mis opiniones políticas y mi fe estaban en profundo conflicto con los objetivos de los nazis, y guardar silencio en medio de aquel odio era más de lo que podía soportar. En realidad, no creo que fuera más valiente que mis compañeros… simplemente más franco por naturaleza ¡y quizá algo más temerario!
Las represalias no tardaron en llegar. La primera, a la mañana siguiente durante la instrucción, cuando el joven oficial que mandaba nuestro grupo, gritó: «¿Dónde están los curas?».
Nadie se movió. Sabíamos que no teníamos por qué contestar a aquella pregunta, pues, en realidad, ninguno de nosotros era sacerdote.
Entonces, vociferó: «¡Que los curas den un paso al frente!». No nos movimos.
Por fin, uno de los hombres que nos había oído la noche anterior señaló a dos de nosotros. El oficial bramó:
«¿No me habéis oído decir que los curas den un paso al frente?».
Yo repliqué en voz alta: «¡No soy sacerdote! Soy estudiante de teología. Aplicarme el término “cura” es un insulto a la Iglesia católica y a nuestra nación cristiana». Reinaba el silencio.
El joven teniente, aún más joven que yo, palideció, y dirigiéndose a mí y al otro seminarista que me acompañaba, vociferó: «¡Al árbol… aprisa! ¡Marchen!». Sonriendo irónicamente obedecimos la orden y trepamos al árbol más próximo. Adoptamos una cómoda posición a horcajadas sobre unas ramas y miramos hacia abajo. Por alguna razón, el teniente debió considerar inapropiada nuestra expresión: no nos mostrábamos compungidos sino victoriosos, de modo que lanzó una nueva orden: «¡Cantad un himno!».
Con toda la dignidad posible, considerando nuestra posición, empezamos a cantar a voz en grito el
Te Deum
… en latín, por supuesto. El pobre teniente solo conocía el alemán del ejército y vociferó: «¿Qué es eso? ¡Os he ordenado que cantéis un canto de iglesia!».
«Pero, mi teniente», repliqué en voz lo bastante alta como para que pudieran oírme los que nos rodeaban mostrando diferentes expresiones, «era un canto de iglesia. Lamento que no lo entienda usted. Pero, desde luego, las lenguas de la Iglesia son el latín, el griego o el hebreo. Los que no las conocen no pueden, desgraciadamente, comprender los cánticos de iglesia».
Estallaron las risas entre las filas formadas bajo nosotros. Habíamos puesto en ridículo al joven oficial y, aprovechando nuestra ventaja, empezamos a cantar de nuevo el
Te Deum
.
Cuando el teniente aulló: «¡Basta! ¡Bajad!», fingimos no haberle oído y permanecimos en nuestro árbol, siempre cantando la sonora y maravillosa música que se extendía a través del campo de instrucción. Afortunadamente, los dos contábamos con buenos pulmones.
Cuando por fin bajamos del árbol, empezaron sus intentos de venganza, que incluían toda clase de órdenes, las más dificultosas e incluso ridículas que podía imaginar. Intentando ponernos a prueba, agotarnos y dejarnos en evidencia al mismo tiempo, solo consiguió resultar aún más ridículo, pues nuestros años en los campamentos nos habían hecho duros y fuertes. En el cuartel de instrucción nos veíamos como si fuéramos de hierro.
Finalmente, cuando nos hartamos de cantar, obedecimos su orden de correr hacia el este del bosque, lo que hicimos lo más rápidamente y lejos posible, hasta que dejamos de oír su voz. Al cabo de dos horas lo habíamos atravesado completamente, mientras reíamos de la mala suerte del teniente por tenernos como reclutas. Suponíamos, acertadamente, que al cabo de algún tiempo tendría que venir a buscarnos. Nos sentamos tranquilamente al borde de la carretera al otro lado del bosque, y al poco tiempo vimos llegar un vehículo.
Cuando fuimos increpados públicamente por «no usar la cabeza y comprender que debíamos habernos detenido en algún punto», le recordamos lo que había dicho una y otra vez a los reclutas: «Dejad pensar a los oficiales o a los caballos; tienen mejores cabezas».
Nuevamente, la compañía estalló en carcajadas, y el infortunado oficial se limitó a amenazarnos. Más tarde supimos, para nuestra secreta diversión, que a muchos suboficiales les agradaba ver cómo se le bajaban los humos a su engreído teniente. Por supuesto, no cambió su actitud. Hay muchos modos de atormentar a un soldado y él los empleó todos con gran energía. La consecuencia fue que demostramos ser unos magníficos soldados. Al no encontrar en nuestra conducta militar algo que poder esgrimir en contra nuestra, no sabía qué hacer.
Entonces cometió un nuevo error. Mientras por las noches limpiábamos las armas y los uniformes, empezó a reunirse con nosotros, intentando convencernos de la locura que suponía ser cristiano. Como parte de su argumentación nos repetía algunos eslóganes que había conseguido retener en su vacío cerebro durante su formación nazi. Nosotros acudíamos a la batalla con nueve años de estudio de los clásicos y dos de filosofía intensiva de la que ignoraba todo. Aquello empezó a divertirnos, especialmente cuando otros oficiales y algunos suboficiales participaron en nuestras discusiones… que a veces se prolongaban hasta la medianoche. Fue para nosotros una oportunidad excelente para probar no solo la solidez de las ideas que la educación había infundido en nuestras mentes, sino para probar también nuestra fe. Nada podía resquebrajar el sólido frente de verdad que habíamos hecho nuestro en virtud de la Causa a la que servíamos.
Nuestra vida empezó a sufrir una estricta e injusta reglamentación, debido en parte a nuestra insistencia en que teníamos la verdad en esta polémica que parecía no tener fin. Pasábamos más de ocho horas diarias haciendo la instrucción sobre el hielo y la nieve de un lago helado entre Burschen y Finsterwald. Gracias a nuestro pasado, era imposible que cediéramos a este tipo de presión. A pesar de sentirnos agotados por el esfuerzo del día, acudíamos por las noches a una iglesia católica cercana con el fin de consolar y fortalecer nuestras almas para los debates que se avecinaban en los barracones. Sabíamos que, de alguna manera, teníamos que vencer; sabíamos lo importante que era para nosotros la lucha por las almas. Con guerra o sin guerra, con ejército o sin ejército, a pesar del acoso, de la intimidación, del ridículo y de la presión, no podíamos bajar la guardia ante aquellos hombres. Quizá algunos de ellos llegaran a conocer la verdad que les ofrecíamos; si era así, estábamos bien pagados.
Solamente uno de los once seminaristas de nuestro grupo abandonó la fe: el único que no nos acompañaba a la iglesia por las noches para la meditación y la oración.
LOS «ECLESIÁSTICOS»
Los tres años siguientes resultaron ser de los más interesantes de mi vida.
Surgió, por ejemplo, el tema del juramento a la bandera. La noche anterior nos enteramos de que en la fórmula no figuraba el nombre de Dios. Inmediatamente decidimos que no podíamos estar de acuerdo con una promesa tan extraña ni considerarla un juramento. A la mañana siguiente, los dos regimientos estaban en posición de firmes y algunos seminaristas ocupábamos el ala derecha de la primera línea. Llegó un general que dio una explicación sobre el significado del juramento a la bandera. Inmóviles, escuchamos a un oficial recitar la fórmula en la que afirmábamos jurar defender la Patria por el honor de nuestra sangre alemana. Los seminaristas no nos movimos mientras los mil soldados alzaban los brazos repitiendo las palabras del juramento que no era un juramento. El general observó que no nos uníamos a los demás y más tarde nos llamó para preguntarnos el motivo de que no hubiéramos jurado. Respondimos que un juramento se presta en nombre de Dios, y si no se menciona ese nombre, uno no está obligado a prestarlo. Sabíamos que adoptábamos una actitud muy firme, pero estábamos de acuerdo en no ceder en dicha cuestión de principios.
Por supuesto, nos preocupaba la reacción del general ante aquella especie de audacia. Guardó silencio durante unos momentos y luego, asombrado, se interesó por nuestra ocupación anterior. Le respondimos, y pareció desconcertado, como preguntándose qué hacíamos en el ejército.
A la mañana siguiente nos llamó antes que nuestro comandante, y nos dijo que podíamos optar por permanecer en el ejército o ingresar en las SS.
Nos quedamos atónitos. Yo repuse: «¡Pero,
Herr Oberst
! ¿Qué ocurre con el juramento? Estoy seguro de que conoce nuestra protesta».
Replicó: «Eso no será problema».
Y llamó a otro oficial, que nos tomó el antiguo juramento a la bandera, el que en otro tiempo incluía el nombre de Dios. ¡Así de sencillo!
«Ahora, como miembros de la sección política de las SS, sois libres para cumplir con vuestros deberes religiosos; en ese sentido, no os preocupéis».
«¿Señor?», pregunté, todavía desconcertado por el giro de los acontecimientos.
«¿Sí, Goldmann?».
«Perdone esta pregunta que puede parecer una impertinencia, pero ¿por qué nos quiere en la guardia de élite de las SS cuando no servimos para la
Wehrmacht
… que, de hecho, nos ha puesto en ridículo continuamente?».