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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

Un seminarista en las SS (2 page)

No obstante, la mayor parte de las veces llegaba con quince minutos de antelación. La Hermana Sacristana me daba a leer un libro piadoso. Pero el hecho de que llegara físicamente no significaba que me acompañara la atención o que no deseara seguir durmiendo. Más de una vez, cuando me tocaba cambiarlo, se me cayó el Misal durante la Misa. Al principio, el latín era superior a mis fuerzas y solamente pronunciaba con claridad y en voz alta las primeras y últimas palabras cuando me correspondía hacerlo.

Un día sucedió una cosa realmente apasionante que cambió el curso de mi vida, y no de un modo dramático ni en una fracción de segundo como en una ficción, sino lentamente, a lo largo de los años. Como estaba acostumbrado a comulgar con frecuencia, acudía semanalmente a la confesión. Veía todas las mañanas a los Padres Franciscanos y ellos me invitaban a su convento. Bromeaban diciéndome que, si les ayudaba a Misa, podría unirme a la comunidad y comer peras dulces a diario. Muchos años después, cuando me convertí en un miembro de su orden, descubrí que aquello solo había sido una mentira piadosa.

En una ocasión, vino un franciscano del Japón y nos dio una conferencia. También predicó un sermón en la parroquia sobre las maravillosas tierras de Oriente. Eso excitó mi imaginación como nada lo había hecho hasta entonces. Después de la Misa entré en la sacristía y le pedí que me llevara con él cuando volviera al Japón. Se echó a reír y me dijo que era demasiado pequeño. Aquello me indignó, porque a los nueve años era el chico más alto de la clase y estaba extraordinariamente orgulloso de mi estatura. Mi sueño secreto era el de crecer aún más aprisa y llegar a ser más alto que mis dos hermanos mayores, de modo que sería el primero en tener ropas nuevas, y ellos tendrían que usar las heredadas que ahora eran mi poco afortunado aunque decente lote.

Yo expliqué al sacerdote franciscano que, probablemente, ya era lo bastante alto para el Japón. «Pero ¿qué dirán tus padres?», preguntó. Yo le indiqué que había otros seis hermanos en casa. Me iría tranquilamente con él, y Madre, con su trabajo y todos sus otros chicos, no me echaría de menos.

Se echó a reír cariñosamente y dijo: «Me temo que no lo haré. No puedo robar un chico… sería un pecado. Pero si realmente quieres ir al Japón, conozco un método mucho más seguro».

«¡Dígamelo, Padre, por favor!».

«Reza diariamente un Avemaría por esa intención, y algún día llegarás al Japón. ¿Me lo prometes?».

Aquello no era difícil, así que se lo prometí y empecé a rezar un Avemaría todas las noches. La primera vez, comprendí que no era tan fácil como parecía en un principio, pues me quedé dormido mientras rezaba. Disgustado conmigo mismo, la noche siguiente recé tres, una por la que había dejado la noche anterior, otra por aquella misma noche y la tercera por si la Santísima Virgen María estaba tan disgustada conmigo como lo estaba yo.

Después, todo fue mucho más fácil, y no logro recordar si llegué a olvidarme de recitarla o si volví a quedarme dormido. Este fue mi primer paso realmente independiente en el largo camino que acabaría por conducirme hasta el sacerdocio.

Mi madre murió cuando el mayor de mis hermanos tenía doce años y el más pequeño uno. Se marchó con Dios mientras vivíamos en Fulda. El día de su entierro, en un lluvioso octubre, fue el más sombrío de mi infancia. Padre estaba absolutamente destrozado; permaneció inmóvil ante la tumba, sin verter una lágrima. Al entierro asistieron miles de personas, en su mayoría mujeres de granjeros de los alrededores de Fulda que se habían sentido atraídas por la amabilidad de Madre, su solicitud y la reputación de sentido común que se había ganado a lo largo de los años. Fue el cortejo fúnebre de mucha gente agradecida que había compartido con ella lágrimas y confidencias frente a una humeante taza de café.

Después de la muerte de Madre, la sacristana, Hermana Solana May, me dijo: «Yo ocuparé el lugar de tu madre», pero no me explicó cómo se proponía hacerlo. Más tarde, supe que su superiora le había dado permiso para que rezara pidiendo que yo llegara a ser sacerdote franciscano. A raíz de la visita del misionero me había oído expresar ese deseo en varias ocasiones. Y también pidió a las más de doscientas hermanas de la comunidad que rezaran por aquella intención: calculaba correctamente que yo necesitaría veinte años para completar los estudios requeridos y, ante el Santísimo Sacramento, prometió rezar por mí durante veinte años hasta que nuestro Señor hiciera de mí un sacerdote franciscano.

Yo ignoraba el plan de la Hermana Solana y continuaba ayudando a Misa. A pesar de mi deseo de ir al Japón como franciscano, a pesar de las Avemarías nocturnas por esa intención, a pesar de mi asistencia diaria a la Misa, y a pesar de las oraciones de mi madre antes de su muerte y de las reprensiones de mi padre, yo tenía mala fama en la ciudad.

Formaba parte de un grupo de chicos que eran demasiado salvajes y maleducados para los buenos burgueses de Fulda. El hecho de asistir a Misa y comulgar no implicaba avance alguno. Creo que quizá era más inquieto que malo…, pero cualquiera que fuera el origen de mi comportamiento, yo volvía locos a los mayores. Mi padre solía pensar que me había tragado un demonio, al que con toda sinceridad y merecidamente había que expulsar. Si el demonio hubiera residido en los fondillos de mis pantalones, sus esfuerzos habrían sido eficaces, pero su bastón de bambú no llegaba a mi corazón. Como mi carne estaba marcada por aquel bastón, yo frotaba el bambú con cebollas hasta que se rompía… lo que, por cierto, daba lugar a infructuosas aplicaciones posteriores.

Seguí siendo incorregible hasta la muerte de mi madre. Aunque estaba abatido por su pérdida, y de momento juré que intentaría ser bueno, los jóvenes olvidan fácilmente. Una madura ama de llaves intentaba mantenemos a raya. Fräulein Nolte solo tenía un defecto: era luterana y en consecuencia, por muy devotamente que rezara, algún día se iría al Infierno. No hacía la señal de la Cruz y solía faltar a la iglesia los domingos. Aunque no era una prueba definitiva, decía María en lugar de María Santísima, y probablemente por eso estaba predestinada a la condenación eterna. Yo se lo decía con frecuencia, pero no me hacía caso.

Después de que Fräulein Nolte viniera a cuidarnos, nos hicimos más piadosos y jugábamos a decir Misa en nuestra casa. Fabricamos un altar con todos los accesorios, incluido un cáliz que llenamos con zumo de frutas, y a veces organizábamos procesiones por los tres pisos de la casa. Vestidos con ropas brillantes, salmodiábamos en alta voz, y cantábamos con mayor intensidad al acercarnos a la pobre Fräulein Nolte. Creíamos que así le dábamos a conocer nuestra opinión, pero ella continuaba mostrándose tranquila y cariñosa, y cuidaba de nosotros, malos chicos, como si hubiera sido enviada por el Cielo, lo que ciertamente podía ser verdad. ¡Cómo la hostigábamos, y qué avergonzados nos sentíamos cuando, con su inagotable paciencia, nos hacía ver que íbamos demasiado lejos, haciendo burla de los elementos más sagrados y solemnes de nuestras vidas solo por demostrar a aquella inofensiva y cariñosa anciana que creíamos que iba a condenarse porque no compartía nuestra fe! Ahora me siento feliz al pensar que me será permitido reunirme con ella en el Cielo, darle las gracias y pedirle perdón.

Cuatro años después de la muerte de Madre, Padre se casó con la más joven de sus cuñadas. Aunque nunca ocupó el lugar de nuestra madre, hacía tiempo que la conocíamos y estábamos acostumbrados a ella, y enseguida llegamos a quererla. La llegada de tres chicos más y, por fin, de dos niñas, completó el retrato de la familia y contribuyó al bullicio de un hogar en constante movimiento.

Al poco tiempo del segundo matrimonio de Padre, nos trasladamos a Colonia donde se convirtió en lo que siempre se había considerado: «un hombre importante». El cambio de escuela resultó muy interesante, ya que la de Fulda había sido excepcional y exigente, y no tuvimos problemas para adaptarnos a los nuevos profesores.

Ingresamos en la
Bund Neudeutschland
, donde pasamos cinco años inolvidables bajo la dirección de los Padres jesuitas. La
Bund
impartía a los jóvenes una educación cristiana natural, con lecciones, deberes para casa, canciones y juegos, viajes, excursiones, además de enseñarnos a atender a los pobres, a los que sufrían y a los desdichados. Dirigían nuestro grupo unos sacerdotes perfectamente idóneos, pues eran jóvenes, de mentes preclaras, que convivían con nosotros como si, también ellos, fueran unos muchachos todavía. Sabíamos que nos comprendían.

Con el paso del tiempo, y cuando Alemania cayó bajo el sombrío hechizo de Adolf Hitler, creció el antagonismo entre el grupo de jóvenes cristianos y el de jóvenes hitlerianos. Nos enzarzábamos en lo que, finalmente, resultaron ser batallas… auténticas peleas en las que corría la sangre y aparecían las navajas. Soportábamos nuestras heridas como símbolos del martirio. Considerábamos las detenciones y la cárcel como parte de la aventura. Y no es que fuéramos realmente conscientes de los peligros morales o políticos que implicaba el empeoramiento de la situación en nuestro país; simplemente nos enfrentábamos a los nazis como a nuestros enemigos naturales, considerándonos como soldados de Cristo, en torno al que se centraban nuestra educación y nuestras vidas.

Sin embargo, las cosas cambiaron muy pronto. Cuando tuvimos que asistir a una escuela cuyo director era un ferviente nazi, empezamos a captar la realidad de lo que estaba amenazando a nuestro país. Como los católicos éramos buenos estudiantes, no podían expulsarnos, a pesar de unas batallas verbales que hacían palidecer de rabia al director. Pero todos nosotros estábamos en peligro.

Por fin nos detuvieron. Delante del juez declaramos firmemente que
nosotros
éramos los nuevos alemanes, no los nazis, y que el único camino para salvar a Alemania pasaba por Jesucristo. La situación empeoró rápidamente, y en 1934 quedó prohibido el trabajo de los grupos de jóvenes católicos. A pesar de eso, estábamos dispuestos a enfrentarnos con cualquiera para demostrar que éramos hombres, que éramos cristianos y que éramos dignos de nuestras aspiraciones. Así, la prohibición de nuestros trabajos y de nuestras reuniones solo sirvió para enviarnos de «excursión», como lo llamábamos en aquellos días. Si la policía nos pescaba por la calle camino de alguna de nuestras tareas, nos mandaba a casa con la camisa y los pantalones exclusivamente.

En un juicio ante el Tribunal de menores, el director me gritó: «¡Te expulsaremos! ¡Eres una mancha para el buen nombre de la escuela!». Y siempre éramos amnistiados de nuevo.

Nos introducíamos en lo más profundo de la Selva Negra para llevar a cabo nuestras misiones cristianas. Cuando intentaban impedir que saliéramos de la ciudad, nos escondíamos en el mercado bajo los montones de coles dispuestos para el traslado. ¡Cualquier cosa con tal de continuar con nuestra misión!

Para nosotros, seguían siendo lo más importante las charlas religiosas, la Misa comunitaria semanal a la que nunca faltábamos, los retiros y los días de recogimiento, y los días festivos. Todo el año era para nosotros una fiesta religiosa.

En la festividad de la Santísima Trinidad se reunió la totalidad de la
Bund Neudeutschland
, todos católicos jóvenes acosados. Los muchachos de las Juventudes Hitlerianas y de las SS estaban convocados para entablar una pelea después de la ceremonia religiosa en la catedral. Eran numerosos y corrió la sangre; hubo que llevar a su casa a más de uno.

En estas circunstancias, teníamos poco tiempo para estudiar; todavía aprobaba los exámenes, pero, para ser un líder de la Juventud Católica, mis notas habían bajado. El trabajo del grupo me parecía más importante y necesario que los estudios académicos. Después de la graduación nos enviaron a un campo de trabajo en el Lüneberger Heath, una ocupación que elegí libremente. Hasta entonces, había crecido en el ambiente protector de la escuela y, a pesar de nuestras peleas con las Juventudes hitlerianas, desconocíamos los auténticos caminos de la vida. Cuando vi cómo era la media del hombre en el campamento, me quedé asombrado. Me resultaba increíble que aquellos hombres pensaran, dijeran e hicieran tales cosas. Lo que más me sorprendió fue que los llamados líderes eran los más depravados de todos; el médico del campamento era el primero en dar información a los recién llegados sobre toda clase de vicios. Aquellos hombres no solo rechazaban el cristianismo y la Iglesia católica, sino que rechazaban también su propia humanidad.

¡Qué alegría y qué alivio sentía los domingos cuando recorría en bicicleta las casi quince millas hasta la iglesia católica donde, con el corazón lleno de gratitud, participábamos en la Misa y recibíamos la Sagrada Comunión que nos daba fuerzas para continuar durante otra semana! La vida en aquel lugar terrible era difícil, pero en los tiempos venideros la experiencia me hizo ver que había sido una buena escuela.

Por fin, a finales de 1936 pude hacer realidad el proyecto que acariciaba secretamente: entrar en la Orden franciscana. Mi padre no mostró gran entusiasmo; opinaba que, si quería ser sacerdote, lo menos que podía hacer era entrar en el seminario para llegar a ser sacerdote diocesano, ¡incluso quizá obispo! ¿Por qué elegir a los franciscanos?

Pero mi propósito era firme. Con su bendición, entré tranquilamente en el noviciado franciscano de Gorgheim Sigmaringen; de allí pasé a Fulda, donde en el verano de 1939 terminé mis estudios de filosofía. La Divina Providencia lo dispuso así para que yo adquiriera una sólida formación en filosofía y en todos mis estudios científicos, de modo que cuando llegara el momento de la prueba y el infortunio, estuviera preparado.

Un día después del examen final de filosofía, me llegó la orden de presentarme para incorporarme al ejército. Tenía veintidós años y, novicio o no, me convertí en soldado, no por propia elección sino por mandato. La infortunada guerra había comenzado.

Capítulo 2

EL HOMBRE DE LA CAMISA PARDA

En los últimos días de agosto de 1939, unos doscientos estudiantes de teología llegaban a los cuarteles de Fulda con miles de otros jóvenes reclutas alemanes. Nos asignaron a una división de caballería y encargaron de nuestra instrucción a unos suboficiales. Algunos de nuestro grupo eran franciscanos, y los demás procedían de distintas órdenes religiosas. Los oficiales y los suboficiales que tenían nuestra preparación en sus manos nos miraban por encima del hombro.

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