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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (78 page)

BOOK: Tiempos de gloria
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—¡Sí! Te juro que se nota un leve cosquilleo de…

La voz de Leie se apagó cuando vio lo que pasaba. También Maia contemplaba asombrada el pequeño sextante.

En el centro de su arañada y erosionada superficie, una ventanita en blanco había cobrado vida, quizá por primera vez en siglos. Parpadearon letras diminutas e imperfectas, a las que faltaban esquinas y bordes, hasta que se fijaron en un brillo constante.

—¡Gran Madre de vida!

La exclamación hizo que ambas muchachas levantaran la cabeza del asombroso espectáculo. Todavía parpadeando por la sorpresa, Maia vio que el capitán Poulandres y uno de sus oficiales se encontraban en la puerta, en lo alto del pasillo, observando con expresión aturdida.

El pensamiento inicial de Maia fue pragmático:
.¿Cómo han podido ver el sextante desde tan lejos?

—Yo… —Poulandres deglutió con dificultad— venía a deciros que las piratas quieren hablar. Dicen… —Sacudió la cabeza, incapaz de concentrarse en su urgente mensaje—. Por Lysos y el mar, ¿cómo habéis conseguido hacer eso?

Maia comprendió que el capitán no podía ver las diminutas letras que brillaban en la cara del sextante. Debía de estar mirando otra cosa. Algo alto, y a su espalda. Juntas, como tiradas del mismo hilo, la dos gemelas se volvieron, y abrieron la boca al unísono.

Allí, cubriendo la enorme pared frontal del salón, había un inmenso entramado de líneas microscópicas sobre las que danzaban partículas multicolores, innumerables, más pequeñas que motas. Un espectáculo orgiástico y colorista de pautas que fluían en corrientes, remolinos, junglas de simulada estructura y confusión… caos y orden… muerte y vida…

A pesar de todas sus aventuras y de su experiencia, algunos aspectos del carácter están demasiado arraigados para que una cambie. Una vez más, fue Leie la primera en recuperarse para comentar con una voz seca y ronca, mirando de reojo a Maia:

—Uh. Eureka… ¿no?

El efecto fue aún más espectacular cuando, poco después, las piratas trataron de intimidar a los fugados cortando la luz. Ya no fluía energía a través de la sarta de bombillas eléctricas. Sin embargo, los miembros de la tripulación del
.Manitú
que no estaban de guardia se habían reunido a esas alturas en la antigua celda de Renna, bajo la tormenta de formas de colores que giraban lentamente sobre la «Pared de Vid»., como la llamaban. Los hombres permanecían sentados en grupos, o arrodillados ante la muestra, abriendo sus preciados libros de referencia, pasando páginas bajo el suave brillo multiespectral, y discutiendo. Aunque habían confirmado que las dieciocho pautas simples formaban parte de aquel particular pseudomundo, ni siquiera el jugador más experto era capaz de encontrarle un sentido al panorama de formas giratorias.

—Es magia —concluyó el cocinero jefe, asombrado.

—No, no es magia —replicó el médico de a bordo—. Es mucho más.
.Es matemática
.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó un joven alférez al que Maia había conocido en el
.Manitú
, hablando con acento de clan superior y tratando de parecer hastiado—. Las dos cosas son sistemas de símbolos. Te hipnotizan con abstracciones.

El viejo médico sacudió la cabeza.

—No, muchacho, te equivocas. Como el arte y la política, la magia consiste en persuadir a los demás para que vean lo que tú quieres que vean, haciendo encantamientos y agitando los brazos. Siempre se basa en la idea de que la
.fuerza de voluntad
del mago es más fuerte que la naturaleza.

Los colores del techo dibujaron reflejos móviles en la calva del viejo cuando éste se rió a carcajadas.

—¡Pero a la naturaleza le importa un bledo la fuerza de voluntad de nadie! La naturaleza es demasiado fuerte para ser doblegada, y demasiado justa para caer en favoritismos. Es tan cruel e implacable con un clan materno como con el más bajo var. Sus reglas se aplican a todo el mundo. —Sacudió la cabeza, suspirando—. Y ama profundamente las matemáticas.

Contemplaron en silencio las asombrosas figuras giratorias. Finalmente, el joven alférez se quejó enfadado.

—¡Pero los hombres no son buenos matemáticos!

—Eso nos han dicho —respondió el médico con voz grave—. Eso nos han dicho. .

Oyendo la conversación, Maia comprendió que los tripulantes le serían de escasa ayuda. Como ella, carecían de formación en las elevadas artes en las que debía basarse aquel prodigio. Su amado juego estaba bien, pero las sencillas simulaciones de Vida que jugaban en los barcos y santuarios modernos no eran más que trucos secretos acumulados e intuición. Era como un cuenco de agua en comparación con el gran mar que tenían delante. Ella había intentado mirar los puntos individuales, para descifrar las reglas del juego posición a posición. Al principio creyó poder distinguir un total de nueve colores, que respondían cuatro veces tan poderosamente a los vecinos más cercanos como a los siguientes, y así sucesivamente. Luego miró con más atención, y advirtió que cada punto estaba formado por una masa de manchas más pequeñas, cada una interactuando con las que la rodeaban. A distancia, la combinación producía la ilusión de ser una mancha sólida.

—Maia… —Era la voz de Leie, acompañada de un golpecito en su hombro. Se dio la vuelta. Su hermana señaló el fondo del salón, donde un mensajero corría velozmente escaleras abajo. Era un riesgo, dada la iluminación siempre cambiante. El grumete llegó sin aliento. Sólo tenía tres palabras para Maia.

—Ya vienen, señora.

No fue fácil apartarse de la deslumbrante pared. Estaba segura de que sería más útil allí. Pero después de varios intentos, las saqueadoras enviaban por fin una delegación. Poulandres insistió en que Maia se uniera a él para hablar en nombre de los fugados.

—¿Por qué no lo haces tú mismo? —había preguntado antes, a lo que él había respondido enigmáticamente:

—Ningún viaje llega a puerto sin capitán. Ningún cargamento se vende sin propietaria. Es necesario.

Poulandres se reunió con ella en la puerta. Lentamente, en consideración a la cojera de ella, se acercaron a la esquina estratégica. Los colores cambiantes los siguieron y Maia no dejaba de mirar hacia atrás, como atraída por una fuerza palpable. Tuvo que hacer un esfuerzo para liberarse. Las perspectivas de tener éxito en la negociación no parecían buenas, y así se lo había dicho al oficial.

—Sí. Ningún bando puede atacar sin afrontar graves pérdidas. Por ahora, estamos en tablas, pero nosotros nos encontramos atascados en un callejón sin salida. Con el tiempo suficiente, podrán superarnos de varias formas.

—Así que es una sentencia de muerte. ¿De qué tenemos que hablar, entonces?

—De muchas cosas, muchacha. Las piratas saben que pasa algo ahí abajo. No nos atacarán hasta que lo hayan intentado primero con la persuasión.

Maia y el capitán encontraron al navegante del barco en la esquina, con el rifle, atento a un leve resplandor que dejaba entrever el lejano tramo de escaleras. Las saqueadoras conservaban aquella luz para poder detectar cualquier ataque efectuado por los hombres. Por otra parte, una carga por sorpresa en la oscuridad podría costarles su ventaja en armas, número y posición. El callejón sin salida se sostenía, por ahora.

Dos leves manchas se destacaron contra la distante penumbra. Incluso al máximo de su adaptación a la oscuridad, los ojos de Maia tardaron algún tiempo en discernir dos siluetas femeninas que se acercaban a buen ritmo.

—¿Preparada? —preguntó Poulandres. Maia asintió, reacia, y ambos se pusieron en marcha mientras el navegante los cubría con el rifle. Ahora que era cuestión de proteger a sus camaradas, ella estaba segura de que el oficial podría sobreponerse a sus reparos, si era necesario. Al otro lado, las tiradoras sin duda apuntaban más allá de sus emisarias.

Las difusas siluetas cobraron forma, convirtiéndose en brazos, piernas, cabezas, rostros. Maia a punto estuvo de detenerse en seco cuando reconoció a Baltha. La otra delegada era la mano derecha de la líder pirata, Togay.

Maia tragó saliva y consiguió seguir caminando, medio paso detrás del capitán, a su derecha.

Los dos grupos se detuvieron a varios metros de distancia. Baltha sacudió la cabeza, un roce de pelo corto y rubio.

—Bien. ¿Qué demonios pensáis que estáis haciendo? —preguntó.

—No mucho —replicó Poulandres con desgana—. Permanecer con vida, sobre todo. Durante un tiempo.

—Durante un tiempo, sí. Todavía seguís aquí, así que no finjáis haber encontrado una salida secreta. ¿Qué te apetece, capitán? ¿Quieres que tus hombres mueran por el fuego o por el agua?

Maia venció su boca seca.

—No creo que vayáis a usar nada de eso.

—¡Manténte apartada de esto, minucia! —replicó Baltha—. Nadie te ha preguntado nada.

Poulandres contestó en un tono tranquilo, grave y helado.

—Sé amable con nuestra propietaria adoptada.

Maia luchó contra su reacción natural, la de girarse y mirar al hombre, que hablaba como si aquello fuera una negociación sobre un cargamento en disputa. Claramente, su finta tenía por objetivo conmocionar a sus enemigas.

.¿Ésta?
—preguntó Baltha, señalando a Maia, tan incrédula como Poulandres pudiera haber deseado—. ¿Esta basura veraniega única? Es aún más inútil que su hermana muerta.

—Baltha, usa los ojos —dijo Maia tranquilamente—. No estoy muerta del todo. Y por cierto, ¿desde cuando una robamierdas como tú se dedica a poner motes a las demás?

.¿Robamierdas…?
—Atragantándose con la palabra, Baltha se detuvo bruscamente y la miró. Avanzó involuntariamente y jadeó—. ¿Tú?

El placer pudo más que la reserva de Maia.

—Siempre tan rápida aprendiendo, Baltha. Enhorabuena.

—Pero vi cómo volabas…

—¿Volvemos al tema que nos ocupa? —interrumpió el capitán Poulandres, en el momento más apropiado—. Cada bando tiene ciertas necesidades urgentes, y otras a las que cabe renunciar. Yo, por ejemplo, tengo una necesidad personal de ver cómo os cargan de cadenas y acabáis trabajando como lúgars en la granja de rehabilitación de un templo. Pero admito que es más prioritario, pongamos por caso, salir de este lío con todos mis hombres vivos —sonrió sin ganas—. Dime, ¿qué es lo que vosotras más deseáis, y a qué renunciaríais por conseguirlo?

Baltha siguió mirando a Maia. Por eso fue la otra mujer la que respondió con un claro acento de la costa de Méchant.

—Queremos al Exterior. No renunciaremos a su recuperación. Todo lo demás es negociable.

—Mm. Tendría que haber garantías, por supuesto.

—Por supuesto. —La mujer parecía acostumbrada a regatear—. Quizás a cambio de…

Baltha se sacudió visiblemente la perplejidad que le causaba la presencia de Maia. La var interrumpió ácidamente.

—Esto es una locura. Si supieran dónde está el alienígena, lo seguirían. Veo tu farol, capitán. No tienes nada con lo que negociar.

El marinero se encogió de hombros.

—Echa un vistazo detrás de nosotros. ¿Ves esa extraña luz? Incluso desde aquí, te darás cuenta de que hemos conseguido más que vosotras en casi dos días de búsqueda.

Baltha miró por encima de sus hombros y contempló los leves reflejos multicolores sobre la lejana pared. La frustración se dibujó en sus duros rasgos.

—Ayudadnos a recuperarlo, y os dejaremos vivir, y también el
.Manitú
, cuando zarpemos.

Poulandres se mordió el labio inferior. Entonces, para sorpresa de Maia, asintió.

—Eso estaría bien… si creyéramos que podemos confiar en vosotras. Se lo diré a los hombres. Mientras tanto, un gesto de buena voluntad sería volver a conectar la luz. Dentro de un rato hablaremos de comida y agua. ¿Te parece bien por ahora, Maia?

.¡Y un cuerno!, pensó ella. Sin embargo, contestó con un breve ademán. Sin duda, el capitán se limitaba a ganar tiempo.

Baltha hizo una mueca y se dispuso a responder, pero la otra mujer se lo impidió.

—Hablaremos entre nosotras y os enviaremos noticias dentro de una hora.

Las dos piratas se dieron la vuelta y se marcharon. Baltha lanzó una mirada envenenada por encima de su hombro cuando Maia y Poulandres empezaron a volver sobre sus pasos.

—¿De verdad estás dispuesto a entregar a Renna? —le preguntó Maia al hombre en voz baja.

—Eres una var. No sabes lo que representa que tantas vidas dependan de ti… —Poulandres hizo una pausa de varios segundos—. No pretendo cumplir ese trato endiablado, si puedo evitarlo. Pero no te lo tomes como una promesa, Maia. Por eso tenías que venir a este encuentro, para que lo supieras. Protege tus propios intereses. No siempre tienen por qué coincidir con los nuestros.

.El honor de los marinos, pensó Maia.
.Está obligado a advertirme de que más tarde tal vez tenga que volverse en mi contra. Es un código extraño
.

—Sabes que no pueden permitirse dejaros marchar —dijo—. Habéis visto demasiado. No pueden dejar que se conozcan sus identidades.

—Eso también depende —dijo Poulandres crípticamente—. Ahora mismo, lo importante es que hemos ganado un poco de tiempo.

.¿Pero qué pasará cuando no quede tiempo? ¿Cuando a las saqueadoras se les acabe la paciencia? «Fuego o agu»., ha dicho Baltha. Y si eso no funciona, si no pueden vencernos ellas solas, no descarto que busquen ayuda. Tal vez incluso recurran a sus enemigas .

No era descabellado imaginar a la banda llegando a un acuerdo con sus opuestas políticas, las Perkinitas, a cambio de lo que hiciera falta para destruir la ciudadela rocosa. En el fondo, ambos extremos tenían más en común de lo que parecía.

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