Pero no había nada de metal rojo. Ningún acertijo de símbolos móviles. Sólo fila tras fila de bancos. El único otro rasgo digno de mención eran las frases talladas que cubrían todas las paredes, menos la que se alzaba detrás del estrado, con epigramas en el dialecto litúrgico del
.Cuarto Libro de Lysos
. Por lo demás, era sólo un maldito y desierto salón de conferencias.
Maia miró a su alrededor mientras bajaba por el pasillo, entre los bancos, preguntándose por qué Renna se había esforzado tanto para que lo trasladaran allí.
—¿Qué es este sitio? —preguntó el grumete, asombrado—. No es un coso de Vida. Ni un terreno de juego.
¿Rezaban aquí?
Maia sacudió la cabeza, aturdida.
—Tal vez, con todas esas inscripciones en las paredes… aunque estoy segura de que no todas esas líneas son textos sagrados.
—¿Entonces qué…?
—Ahora cállate, por favor. Déjame pensar.
El muchacho guardó silencio, mientras Maia fruncía el ceño y se concentraba.
.Renna escapó de aquí. Ése es el dato clave. Podemos suponer que las saqueadoras lo registraron de arriba abajo en busca de puertas ocultas y pasadizos secretos, así que no te molestes en repetir ese esfuerzo. En cambio, trata de seguir el razonamiento de Renna .
Primero, ¿cómo sabía que tenía que ser trasladado aquí? Se tomó muchas molestias para conseguirlo.
Aunque Renna, como ella, había estado antes encarcelado en un santuario, nada de esa experiencia anterior podía haberle llevado a prever un lugar como éste.
A la propia Maia le habría costado trabajo creer lo que veía si no hubiera visto antes la cercana catacumba de defensa.
.Tengo que resolver esto, y más rápido que él. Las saqueadoras se volverán locas cuando averigüen lo que hemos hecho .
Otro aguijonazo aumentó su ansiedad.
.Con todo el mundo en alerta de guerra, seguro que localizarán a Brod cuando intente bajar. Lo abatirán como a un indefenso conejo-alado .
Concentrándose, Maia intentó mirar la sala con otros ojos, para ver qué había visto Renna.
Pasó unos minutos rebuscando entre las mantas y la paja apilada allí donde él debió de tener su cama, deshecha ya por las otras mujeres que habían buscado pistas antes que ella. Maia siguió avanzando, sin encontrar nada de interés hasta que su mirada se volvió una vez más hacia los epigramas cincelados que recorrían las paredes laterales y la posterior. Conocía bien algunos, pues se los había aprendido de memoria durante las largas y tediosas horas pasadas en la Capilla Lamatia, cuando entonaban pesadas letanías a Madre Stratos. .
Lo que, escrito en letra normal, se traducía así:
… encontrar lo que está oculto… bajo extrañas estrellas perdidas
Maia hizo una mueca. Era una imagen apropiada, ya que tal vez no viviera para volver a ver las estrellas.
.Me pregunto qué hora será
, se dijo mientras se volvía para escrutar las paredes. Entonces se detuvo, observando una zona anómala.
A pesar de sus heridas, Maia corrió escaleras abajo, y luego sorteó el escenario semicircular central. Le había parecido ver ordenadas manchas marrones allí donde las líneas de símbolos inscritos se acercaban a la pared delantera, carente de adornos. No eran letras. A Maia le resultaban mucho más interesantes.
—¿Qué te parece? —le preguntó al grumete, señalando el puñado de manchas situado justo debajo de uno de los arcanos símbolos del alfabeto litúrgico. El joven entornó los ojos, y Maia deseó fervientemente que Brod estuviera allí en su lugar.
—No lo sé, señora. Parece que alguien tiró la comida. La misma bazofia que la nuestra, supongo.
—Fíjate con más atención —insistió Maia—. No la tiró. La utilizó. ¿Ves? Puntos cuidadosamente pintados… un puñado, bajo una sílaba. Y aquí hay otro grupo.
Maia contó. Había un total de dieciocho grupitos de puntos, ninguno de ellos igual.
—¿Ves? No se repite ninguna letra. ¡Cada símbolo del alfabeto tiene su propio conjunto único! ¿No es interesante?
—Uh… si usted lo dice, señora.
Maia sacudió la cabeza.
—Me pregunto cuánto tiempo tardó en hacerlo.
Consideró la situación de Renna. Prisionero por segunda vez en un mundo extraño, aburrido de muerte, desesperado y exhausto, debía de haber contemplado las enigmáticas frases hasta que se mezclaron con las manchas que flotaban bajo sus párpados cargados. Sólo entonces debió de ocurrírsele jugar a un juego, usando las palabras talladas como puntos de partida. Pero primero las palabras escritas debían ser transformadas en…
Unos súbitos gritos llegaron desde el pasillo. Maia se dio la vuelta, y segundos más tarde apareció un hombre en la entrada del coso, agitando los brazos vigorosamente. .
—¡Tres de las zorras acaban de doblar la esquina y han caído en nuestras manos! La mala noticia es que gritaron antes de que pudiéramos amordazarlas. Se cuece jaleo en las escaleras. El capitán dice que pronto tendremos problemas.
Maia asintió con un breve ademán, y volvió a contemplar las primitivas marcas de la pared.
.Renna debió de utilizarlas como código de referencia, mientras trabajaba en esta sala
.
¿Pero trabajar en qué? Aún tenía consigo su tablero de juego electrónico (que las saqueadoras no habían considerado más que un juguete), así que podía haber probado incontables combinaciones de puntos y de reglas para manipularlos.
.Muy bien, imagínatelo jugueteando con los símbolos de la sala donde los prisioneros y él estuvieron primero. Supongamos que se enteró de algo por las escrituras de las paredes. Se enteró de que, en alguna otra parte del santuario, había un lugar mejor… y se las arregló para que lo llevaran a ese sitio. Muy bien, ¿y luego qué?
Eso aún dejaba por resolver la cuestión del modo. Un juego intelectual era una cosa. Atravesar paredes era otra muy distinta. Incluso la puerta que se había alzado ante Maia y Brod en la cueva marina contenía un enigma con un propósito claro: servir de combinación a la cerradura que abría la puerta. Al observar esta habitación, no vio nada parecido a una puerta. No había otra forma de salir de ella más que el camino por el que habían entrado.
Ninguna en absoluto.
—¡Ah! —exclamó Maia, cerrando los puños. Le dolían el costado izquierdo y la pierna y empezaba a tener jaqueca. Sin embargo, de algún modo debía rehacer los pasos mentales seguidos por un alienígena tecnológicamente avanzado, sin tener siquiera acceso a las mismas herramientas que él poseía.
Gruñendo, se sentó en uno de los bancos de la primera fila, y hundió la cabeza entre las manos. Ni siquiera levantó sus cansados ojos cuando una salvaje descarga de fusil sacudió las paredes, haciendo que el antiguo polvo flotara en suaves velos.
—Creo que ya se lo he hecho entender a Poulandres. Por el momento tirará a no dar, una bala cada vez. Eso las detendrá. En caso de que nos ataquen, creo que hará lo que sea necesario.
Leie estaba sentada junto a Maia, a medio metro de distancia. Su voz era vacilante, como si no estuviese segura de que quisieran oírla. Leie había empezado a hablar dos veces, y Maia estaba convencida de que iba a comentarle lo sucedido entre ambas, su larga separación y el pesar que sentía por la forma en que había llevado su relación. No llegó a pronunciar esas palabras, aunque el esfuerzo bastó para aliviar parte de la tensión. En el fondo de su corazón, Maia sabía que probablemente no obtendría otra disculpa. Ni tampoco la exigiría.
—¿Y bien? —resumió Leie con voz forzada—. ¿Qué hará falta para saber qué ha pasado aquí?
Maia suspiró pesadamente, sin saber por dónde empezar.
Comenzó resumiendo la clave cifrada que Renna había dibujado en la pared, cómo cada puñado de puntos probablemente representaba una disposición de piezas de un tablero del Juego de la Vida. O, más probablemente, una variante del juego que difería en su detallada ecología. Maia podía percibir que cada configuración trazada en la pared podría ser contenida en sí misma con el sistema de reglas adecuado, aunque era difícil explicar cómo lo sabía.
Mientras se lo contaba a Leie, fueron interrumpidas dos veces más por sonoros informes: simples tiros de advertencia, disparados para mantener a las saqueadoras a raya. No había gritos que indicaran un ataque a gran escala, así que ninguna de las dos se movió. La embelesada atención de Leie animó a Maia a acelerar su historia, y pasó rápidamente por alto la violencia, el tedio y el peligro de los últimos meses, pero reveló su sorprendente descubrimiento de un talento, un talento que se basaba en un extraño reino intelectual y artístico.
—¡Lysos! —susurró Leie cuando supo los datos esenciales—. ¡Y yo que pensaba que me habían pasado cosas raras! Después de enterarme de que desembarcaste en Grange Head y de que tenías un trabajo seguro en Valle Largo, decidí permanecer embarcada durante algún tiempo con… —Se detuvo y sacudió la cabeza—. Pero eso puede esperar. Continúa. ¿Nos ayudará este asunto de la Vida a descubrir cómo salió Renna de una habitación cerrada y sin otra salida?
Maia se encogió de hombros.
—¡Ya te digo que no! Oh, el juego puede transmitir datos, como un lenguaje transformado en otro tipo de sistema de símbolos. Renna debe de haber traducido algunas de las frases de las paredes… tal vez por el contexto de algo que aprendió en la Gran Biblioteca, en Caria.
.actuar
! Aplicar esos datos al mundo real. Hacer que se produzcan hechos físicos.
—Como salir de la cárcel.
—Exactamente. Como salir de la cárcel.
Leie se levantó y se detuvo junto a la primera fila de bancos, ante el escenario semicircular donde se levantaba un atrio rectangular de piedra pulida.
—Después de que desapareciera, la mayoría de nosotras registró por turnos esta sala —dijo—, esperando encontrar paneles secretos y cosas así. No es que yo intentara serles útil, no después de que matasen al capitán Corsh y a sus hombres… y sobre todo después de que creyera que te habían volado en pedazos… —Leie cerró brevemente los ojos, el recuerdo del dolor escrito en su rostro—. Ante todo, buscaba una forma de seguir a Renna, de escapar también. Por eso puedo decirte que no hay ningún panel secreto. Al menos ninguno que yo pudiera descubrir. Sin embargo, advertí un par de cosas.
El sombrío estado de ánimo de Maia impidió que ésta alzara la cabeza y dejase de mirarse las manos.
—¿Qué advertiste? —preguntó, deprimida.
—Levanta el culo y ven a verlo por ti misma —replicó Leie, con un atisbo de su antigua brusquedad. Maia frunció el ceño, pero se levantó y se acercó. Leie la esperaba junto al amplio atrio; señaló una fila de diminutos objetos empotrados a un lado del gigantesco bloque de piedra. Algunos parecían botones. Otros eran pequeños agujeros de bordes metálicos.
—¿Para qué sirven? —preguntó Maia.
—Esperaba que tú me lo dijeras. Cada una de nosotras intentó pulsarlos. Los botones chasquean como si tuvieran que hacer algo, pero no pasa nada.
—Tal vez servían para encender las luces. Lástima que no haya energía en el santuario.
Por falta de tiempo, Maia había pasado por alto los detalles sobre las catacumbas militares que Brod y ella habían explorado, y que aún zumbaban con titánicas energías. Maia daba por supuesto que las dos redes de cuevas artificiales estaban completamente separadas, con el fin de que las eremitas y buscadoras de tesoros que recorrían esta parte nunca se toparan con las ocultas instalaciones defensivas emplazadas justo al lado.
—He dicho que no pasa nada —replicó Leie—. Eso no quiere decir que no haya energía.
Maia se quedó mirando a su hermana.
—¿A qué te refieres?
En ese momento sonó otro disparo cuyo eco repercutió dentro de la cámara e hizo que los dientes de Maia castañetearan. Las dos muchachas esperaron, y suspiraron cuando no se escucharon más tiros. Con un dedo, Maia señaló un par de diminutas anillas de metal, situadas a un centímetro de distancia, en el borde del atril, cerca de los botones. Las anillas rodeaban unos agujeros pequeños y profundos. Maia apretó el dedo contra una, y levantó la cabeza, perpleja.
—No siento nada.
—¿Tienes un trozo de metal? —preguntó Leie—. ¿Como una vara de dinero? Medio crédito valdrá.
Maia sacudió la cabeza. Entonces recordó.
—Tal vez tenga algo.
Con la mano derecha soltó la funda de cuero del sextante portátil que llevaba en el antebrazo izquierdo.
Torpemente, sacó el diminuto instrumento.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Leie, observando abrirse la tapa con el grabado del zep’lin. Maia se encogió de hombros.
—Es complicado. Digamos que de vez en cuando me resulta útil.
Desplegó los brazos. Uno de ellos terminaba en una punta afilada (normalmente se utilizaba para leer los números de una rueda medidora), que podía volverse hacia fuera. Parecía lo bastante estrecha para usarla como sonda.
—Bien —dijo Leie—. No voy a decirte que fui la única que tuvo la idea y se puso a buscar electricidad. Otras lo intentaron, y no sintieron nada. Pero se me ocurrió que tal vez la corriente era demasiado baja para ser detectada con la mano. ¿Recuerdas cómo comprobábamos aquellas lastimosas baterías salinas tan flojas que la Sabia Madre Claire nos hacía fabricar en clase de química? Bueno, pues hice lo mismo aquí. Cuando no miraba nadie, inserté una vara de monedas y toqué el metal con la lengua.
—¿Sí? —preguntó Maia, cada vez más interesada, mientras insertaba la estrecha punta en uno de los diminutos agujeros.