Maia apenas oyó su murmurada promesa de intentarlo.
—Y envíame a tu navegante, ¿quieres? —añadió, llamándolo cuando ya se marchaba—. ¡Nos vendrá bien la ayuda de un profesional!
Relevado de la guardia con el rifle, el joven oficial llegó cuando Leie y Maia consiguieron retroceder desde la nebulosa en espiral, revelando su inclusión en un puñado de brillantes galaxias. Y ese puñado demostró no ser más que una resplandeciente onda en un sinuoso arco que se extendía a través del vacío, titilando como una aurora cósmica. El navegante soltó una exclamación al ver la maravillosa imagen.
Maia reconoció que era todo un espectáculo, ¿pero qué significaba? ¿Era una pista hacia el camino que Renna había emprendido? Tenía que dar por entendido que sí, puesto que nada más en el enorme juego-simulación parecía tener el menor sentido. ¿Se suponía que tenían que encontrar un destino concreto en aquel macrocosmos, e «i». allí? ¿O eran aquellas convulsas entidades indicadores de otra clase?
Los problemas concretos lastraban el progreso en muchos sentidos. Manejar los controles era como intentar pilotar una barcaza de carbón por un canal estrecho y retorcido, toda una prueba de arranques, pausas y ajustes.
La inercia y los fallos mecánicos seguían ampliando demasiado la imagen para luego reducirla excesivamente.
Más aún; Maia no tardó en darse cuenta de que nadie, ni siquiera el navegante, tenía idea de dónde «estaba»..
—No usamos las galaxias para guiarnos en el mar —empezó a explicar—. Son demasiado difusas y hace falta un telescopio para verlas. Pero si pudierais mostrarme
.estrellas
…
Incapaz de contener su frustración, Maia murmuró:
—¿Quieres estrellas? ¡Te mostraré las malditas estrellas!
Cogió los controles y, de un tirón, centró el punto de mira directamente en una de las ruedas galácticas, que se abalanzó hacia fuera a terrible velocidad, haciendo que algunos de los hombres que la contemplaban gimieran. De repente, la pared se llenó de agudos puntitos individuales que se extendieron para llenar el cielo artificial de constelaciones. .
¿Pero qué constelaciones? Entre las pautas que acudieron a su mente, no apareció ninguna amiga familiar.
Ningún indicador bien conocido señalaba la longitud, la latitud y la estación al ojo entrenado.
—Oh —murmuró el navegante lentamente—. Ya veo. Serían diferentes, dependiendo de… la forma en que miráramos y desde dónde… —Hizo una pausa, debatiéndose con las nuevas ideas que implicaba lo que mostraba la pared—. Probablemente no es ni siquiera nuestra galaxia, ¿verdad?
—¡Magnífica observación! —replicó Leie, mientras la irritación de la propia Maia se convertía en conmiseración. Aquellos conceptos eran probablemente difíciles de entender para un hombre enraizado en las artes tradicionales.
—No sabemos si alguna de esas galaxias es la nuestra —comentó—. Puede que todas sean modelos artificiales, surgidos de un juego complicado, sin nada que ver con el universo real. Ojalá no sea así, si queremos conseguir algo. Vuelve atrás, Leie. Tenemos que intentar hallar algo familiar.
Mientras el paisaje estelar retrocedía para ocupar su lugar una vez más entre los demás, Maia supo que la búsqueda podía resultar imposible. El único objeto intergaláctico que tenía alguna esperanza de reconocer era Andrómeda, la vecina más cercana de la Vía Láctea. ¿Qué posibilidades había de dar con esa espiral en concreto, desde el ángulo adecuado, por larga que fuera la búsqueda?
.Todo esto suponiendo que mi corazonada sea cierta… que maniobrar dentro de esta curiosa realidad fingida tenga algo que ver con la forma en que escapó Renna .
Si era así, a él debía de haberle sido mucho más fácil. El Visitante podía programar su tablero de juego para buscar características específicas de la Vía Láctea. Una forma de los brazos de la espiral, o tal vez incluso un perfil de color. Una vez programada, la máquina haría el resto.
.Mientras que yo no tengo un tablero. Ni sus conocimientos. Ni la menor idea de la relación de todo esto con su huida de las piratas .
—¿Lo mueves girando ese pequeño sextante? —preguntó el navegante mientras se inclinaba para ver cómo Leie manejaba delicadamente los diminutos y recalcitrantes controles—. ¿Tiene que ser éste?
—No lo creo. No tiene nada de particular, excepto una conexión de datos.
—Muchos de los antiguos la tienen. Si lo hubiera sabido, habría convencido a una saqueadora para que trajera el mío del
.Manitú
. Es más grande, y está mejor conservado.
Maia hizo una mueca. Todo el mundo parecía pensar que trataba mal sus herramientas.
—¿Qué es lo que dice aquí, en la ventana de datos? —continuó él—. ¿Son una especie de coordenadas?
—No —replicó Leie, sin volverse—. Frases enigmáticas, principalmente. Cosas de religión. El Acertijo de Lysos.
Toda su atención estaba centrada en manejar los controles mientras Maia observaba cuidadosamente el avance de los grupos galácticos, que fluían de izquierda a derecha por la pared, buscando algo familiar. Ausente, Maia corrigió a su hermana:
—Es lo que parecen ser. En realidad, creo que son órdenes. Las condiciones de inicio para la partida que se jugaba aquí.
—Mm —comentó el navegante—. Pues me habrían engañado. Habría jurado que eran coordenadas.
Maia se volvió y lo miró.
—¿Qué?
Él tenía la barbilla sobre la parte superior del atril, junto al pequeño aparato, casi rozando la muñeca de Leie.
Señaló la fila de minúsculas letras rojas.
—Nunca he visto nada así escrito en un templo. Los números siguen cambiando a medida que ella toca los controles. Más bien parece…
—Déjame ver. —Maia intentó colocarse entre ambos.
—¡Eh! —se quejó Leie.
Amablemente, el joven se retiró para que Maia pudiera ver los cuatro grupos de símbolos que brillaban en la pequeña pantalla.
Aparte del primer enigmático grupo, los otros tres conjuntos de números se agitaban en un constante estado de cambio. Mientras Maia observaba, el «4». pasó a ser un «4»., y luego brevemente un «4». antes de ser de nuevo un «4».. Maia miró a Leie.
—¿Estás moviendo algo?
—No, lo juro. —Leie mostró ambas manos.
—Bien, continúa. Empuja un poco, despacio.
Leie se inclinó para agarrar con dos dedos una de las ruedas medidoras. De inmediato, el segundo grupo empezó a difuminarse.
—¡Alto! —exclamó Maia.
Los números bailaron, y luego se fijaron en el valor 12E+18.
—Otra vez. Sigue así.
Maia se levantó, y contempló la pantalla mientras Leie continuaba. Las galaxias pasaron de izquierda a derecha a gran velocidad. Sólo uno de los grupos de números de la ventanita parecía afectado por ello. La «». brillaba invariable, pero Maia vio cómo el «+». se convertía en «+».… y al final en «+»..
—Tienes razón —le dijo al navegante—. Son coordenadas. Me pregunto por qué han reemplazado lo que había escrito antes. —Se volvió hacia el otro lado—. Leie, intentemos bajar a cero…
Sus palabras fueron interrumpidas por ondas de choque que reverberaron por toda la sala. Los ecos de estampidas se extendieron desde la entrada. Esta vez, no se trataba de un solo tiro de aviso, sino de una rápida serie de descargas seguidas de gritos. Los hombres que observaban la pantalla desde sus bancos se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia la puerta, dispuestos a ayudar a sus camaradas de guardia en el pasillo. El navegante vaciló sólo un segundo antes de tomar la misma decisión y unirse al grupo.
Leie miró a Maia.
—Iré yo.
Maia sacudió la cabeza.
—No, debo ser yo. Pero si logran superarnos…
—Romperé el sextante —prometió Leie.
—¡Mientras tanto, reduce los números tanto como puedas! —gritó Maia mientras seguía a los hombres, cojeando. La rodilla se le había hinchado y le dolía más que nunca. Tras ella, el modelo del universo continuó su difusa carrera a lo largo de la pared.
Los marineros se apretujaban cerca de la esquina del pasillo. Los disparos habían cesado cuando ella llegó, y la conversación de los varones indicaba consternación y miedo; no un combate inminente. Maia tuvo que abrirse paso a codazos entre el fuerte olor a hombre. Cuando llegó a primera fila se quedó con la boca abierta. El médico del barco estaba arrodillado junto a la forma postrada del primer oficial del
.Manitú
, intentando detener los borbotones de sangre que escapaban de una herida. Un cuchillo manchado de escarlata yacía en el suelo, muy cerca. No había rastro del capitán Poulandres.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó al alférez con el que había hablado antes. El joven parecía inquieto y estaba tan pálido como el herido.
—Era una trampa, señora. O tal vez las saqueadoras se han vuelto locas. Oímos muchos gritos. El capitán intentó calmarlas, pero pudimos ver que lo acusaban de algo. Una de ellas sacó un cuchillo mientras otra la emprendía a patadas con el capitán —gimió al recordar—. Se lo llevaron a rastras mientras nos disparaban desde ese lado, impidiéndonos intervenir.
.Maldición, pensó Maia, conteniendo su natural impulso de conmiseración por el pobre Poulandres. ¡Contaba con que consiguiera tiempo, no con que provocara una guerra abierta! ¿Qué quedaba ahora, prepararse para el ataque con el que había amenazado Baltha?
El primer oficial murmuraba algo al médico. Maia se agachó para poder oírlo.
—… dijo que debíamos haber ayudado a las rads… El capitán no dejaba de preguntar cómo… ¿Cómo y por qué ayudaríamos a un puñado de únicas a hacerse con
.nuestro
barco? Pero no quisieron escuchar…
Maia sintió un doloroso pinchazo en la rodilla herida cuando se apoyó en el suelo, junto al oficial.
—¿Qué has dicho? ¿Quieres decir que el
.Manitú
se ha…?
—Ido… —Suspiró el marinero—. No dijeron cómo. Pero cogieron al capitán y… —Puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento.
Tras un momento de aturdido silencio los hombres empezaron a discutir, muchos de ellos sacudiendo la cabeza con la irremediable pasividad de la desesperación.
—No veo otra posibilidad. ¡Tenemos que rendirnos!
—El capitán la cagó con algo que dijo. Deberíamos enviar otra delegación…
—¡Vendrán y nos cortarán en pedazos!
Alguien ayudó a Maia a incorporarse. De repente, pareció que todo el mundo la miraba.
.Sólo porque os ayudé a salir de la cárcel, y os metí en un lío aún mayor, eso no me convierte en una líder, pensó cáusticamente, viendo el incipiente pánico en los ojos dilatados de los hombres. Privados de sus oficiales de rango, recurrían a las viejas costumbres de la infancia, buscando una figura autoritaria de mujer. La época del año no los ayudaba. «Indeciso como un hombre en inviern»., decía un refrán. Sin embargo, Maia sabía que las estaciones por sí solas no eran decisivas. La tripulación podía plantar cara, si alguien mantenía a los hombres ocupados y aumentaba en ellos la necesidad de pasar a la acción. Vio a un veterano contramaestre junto al rincón, empuñando el rifle automático.
—¿Puedes encargarte de esta situación? —preguntó.
El veterano marinero asintió, sombrío.
—Sí, señora. Supongo. Sólo quedan la mitad de las balas, pero puedo esperar y hacer que cuenten.
Esa fiera declaración ayudó a cambiar un poco el estado de ánimo. Otros varones murmuraron que estaban de acuerdo. Maia asomó la cabeza a la esquina y contempló los oscuros pasillos.
—Hay un montón de basura y escombros en las habitaciones cercanas. Los más rápidos de vosotros podrían correr de una a otra, bien rápido para que ellas puedan distinguiros en la oscuridad, y lanzarlo todo al salón principal. Si no conseguimos levantar una barricada, al menos la basura servirá para refrenar una carga.
El alférez asintió.
—Buscaremos tablas y piedras… cosas que usar como armas.
—Bien. —Maia se volvió hacia el doctor—. ¿Qué podemos hacer, en caso de que usen humo?
El anciano se encogió de hombros.
—Rasgar trozos de tela, supongo. Humedecerlas con…
Un agudo grito a sus espaldas los interrumpió. Era la voz de Leie, que resonaba incluso aquí.
—¡Maia! ¡Ven a ver esto!
Dividida entre sus deberes en conflicto, Maia se mordió los labios. Si los hombres se venían abajo ahora, se rendirían o incluso algo peor en cuanto las saqueadoras decidieran atacar. Por otro lado, ni siquiera una tenaz resistencia serviría de mucho a la larga, a menos que se encontrase una solución definitiva. Y la esperanza para eso se encontraba al fondo del pasillo.
—Como oficial de rango, debería quedarme —le dijo el navegante, y Maia supo que tenía razón, según las normas. Pero las presentes circunstancias no eran normales.
—Por favor —instó—. Te necesitamos abajo. —Se volvió hacia el joven alférez—. ¿Pueden confiar en ti tu cofradía y tus compañeros?
El joven apenas era un año mayor que Maia. Sin embargo, se irguió y cuadró los hombros.
—Sí —respondió, y pareció tan aliviado como Maia al oír las palabras—. ¡Cuenta con ello! —dijo con determinación, y se volvió para encararse a los hombres. Unas breves órdenes complementaron las sugerencias de Maia.
—Muy bien —dijo el navegante, tranquilizado—. Pero démonos prisa.
Cuando se dieron la vuelta para recorrer el pasillo, Maia estuvo a punto de caerse, ya que su pierna izquierda amenazaba con ceder. El joven oficial la rodeó con un brazo, y la ayudó a avanzar cojeando hacia la sala que contenía la pared milagrosa. Tras ellos, sonidos de rápida y organizada actividad sustituyeron lo que, sólo unos momentos antes, había estado a punto de degenerar en pánico total. Durante el breve trayecto, Maia reflexionó.