Tras soltar los bultos atados a lomos de un animal, Thalla entregó a Maia una burda chaqueta de lana, que ésta se puso agradecida. Aún se estaba abrochando cuando Kiel la cogió del brazo y la llevó hacia el borde de la plataforma, al que habían acercado un caballo. La luz de la luna brillaba en los flancos listados de la bestia, que bufaba y pateaba. Maia no pudo evitar apretar los dientes. Su experiencia como amazona se reducía a haber montado las bestias domadas por las hábiles Trevero, contratadas durante las salidas de verano para que las vars Lamai pudieran cumplir un artículo más del compendio de «preparación para la vid». de la forma más rápida y barata posible.
—No te morderá, virgie —dijo la mujer que sujetaba las bridas, riendo.
El orgullo pudo más que la aprensión, y Maia consiguió agarrarse al pomo de la silla sin temblar. Apoyó el pie izquierdo en el estribo y montó a horcajadas. El caballo danzó, probando su paso. Ella extendió la mano para coger las riendas, alegrándose de que la criatura no se encabritara de inmediato. Aliviada, Maia se inclinó para acariciarle el cuello.
—¿Qué demonios es eso?
Eran palabras de protesta. Maia se volvió para ver cómo el hombre, Renna, señalaba la bestia que tenía delante. Kiel se acercó y le tocó el brazo, como para despejar sus temores.
—Es un caballo. Aquí los usamos para cabalgar y…
Renna ladeó la cabeza.
—Sé lo que es un caballo. Me refiero a esa cosa que lleva a lomos.
—¿A lomos? Bueno… es una silla, para montar.
Perplejo, él sacudió la cabeza.
—¿Esa cosa gruesa es una silla? ¿Por qué es distinta de las demás?
Todas las mujeres, incluso Maia, se echaron a reír. Maia no pudo evitarlo. La pregunta era tan incongruente, tan inesperada… ¡Tal vez él viniera del espacio exterior, después de todo! La expresión de preocupada consternación de Renna no conseguía sino hacerla reír todavía más, de modo que tuvo que cubrirse la boca con la mano libre.
También Kiel intentó ocultar la risa.
—Naturalmente, es una silla para montar
.de lado
. Sé que preferirías una carreta o un palanquín, pero no hemos podido… —La mujer se interrumpió en mitad de la frase y se lo quedó mirando—. ¿Qué estás haciendo?
Renna había saltado del porche y palpaba bajo la montura que estaba destinada a él.
—Sólo… un ligero… ajuste —gruñó—. Ya está.
Para sorpresa de Maia, la gruesa silla acolchada resbaló y chocó contra el suelo. ¡Entonces, de forma aún más sorprendente, el hombre cogió con ambas manos la crin del caballo y de un salto se montó sobre el animal, a horcajadas, como una mujer! Las otras reaccionaron con un gemido audible. Maia dio un respingo al notar un involuntario retortijón en los riñones.
—¿Cómo puedes…? —empezó a preguntar Thalla, la boca seca.
—No me vendrían mal unos estribos —la interrumpió él—. Pero podremos montar a pelo por turnos hasta que encontremos algo. Ahora salgamos de aquí.
Kiel parpadeó.
—¿Estás seguro de que sabes lo que estás…?
Por respuesta, Renna cogió las riendas y puso a su montura al trote, en dirección hacia donde el sol se había ocultado horas antes. En dirección al mar. Mientras ellas le observaban, dejó escapar un grito de júbilo tan intenso que Maia sintió un escalofrío. El hombre había dado voz a lo que ella quería expulsar de sus propios pulmones.
La sorpresa dio paso a la pura alegría cuando también ella picó espuelas. Su montura obedeció al instante y echó a correr en la misma dirección, lanzando polvo hacia el recuerdo de su encarcelamiento.
El grupo no siguió la ruta directa hacia la seguridad, la salida de Valle Largo. Sin duda las Perkinitas buscarían allí primero. Kiel y las demás tenían un plan. Tras aquel primer trote jubiloso, la caravana continuó a paso vivo rumbo sur suroeste.
Aproximadamente una hora después de su partida, oyeron un leve sonido en la distancia, tras ellas. Un grave resonar. Al volverse, Maia vio la fina columna de piedra iluminada por la luna, que disminuía con la distancia y empezaba a hundirse en el horizonte. Varios puntos brillantes encendidos indicaban que las ventanas cobraban vida a lo largo de su oscura superficie.
—¡Maldita puesta de luna! —exclamó Kiel, azuzando su montura e imprimiendo un ritmo más rápido—. Esperaba que la tuviéramos hasta el amanecer. Dejemos huellas.
Maia comprendió pronto que Kiel no hablaba figuradamente.
La banda se internó a propósito en terreno despejado, donde la velocidad era buena pero los cascos de los caballos dejaban también marcas fáciles de seguir.
—Es parte de nuestro plan, para que las Perkinitas se vuelvan perezosas —explicó Thalla mientras seguían cabalgando—. Tenemos pensado un truco. No te preocupes.
—No lo hago —respondió Maia. Estaba demasiado contenta para preocuparse. Tras cabalgar durante un rato, se detuvieron, y la rubia alta de duro aspecto se alzó en sus estribos para mirar hacia atrás con un catalejo—. No hay rastro de nadie pisándonos los talones —dijo, cerrando el aparato. Entonces redujeron el ritmo, para no agotar a sus monturas.
Al responder a una breve insinuación de Thalla, que preguntó cómo la habían tratado en prisión, Maia se encontró narrando de cabo a rabo su llegada a la ciudadela de piedra, la terrible cocina de las carceleras Guel, lo horrible que había sido pasar el Día del Final del Otoño en un sitio como aquél, y cómo esperaba no volver a ver jamás el interior de un santuario masculino. Sabía que estaba farfullando tonterías, pero si Thalla y las demás parecían divertidas, no le importaba. Cualquiera diría tonterías después de un cambio tan súbito de fortuna, de la desesperación a la excitación, con el fresco aire de la libertad llenando sus pulmones como un vino fuerte.
Siguió otro período de trote veloz y paso ligero. Pronto una luna inferior, Aglaia, se alzó para unirse a Durga en el cielo, y alguien empezó a tararear una saloma marinera. Otra mujer se unió a ella con la letra, cantando con una rica y fluida voz de contralto. Maia se incorporó ansiosamente al coro.
¡Oh, soplad, vientos del mar occidental,
y soplad, soplad hei-ho!
¡Sed clementes con estos pobres marineros
y soplad, soplad hei-ho!
Tras escuchar unas cuantas estrofas, Renna añadió al estribillo su profunda voz de tenor, que resultaba apropiada para una balada marinera. Miró a Maia a los ojos en un momento dado, le hizo un guiño, y ella se encontró respondiéndole con timidez, no demasiado disgustada.
Siguieron más canciones. Maia comprendió pronto que había una división entre las mujeres. Kiel, Thalla y la otra (una morena pequeña llamada Kau), eran sofisticadas, educadas en la ciudad, y Kiel era su líder intelectual.
En un determinado momento, las tres se unieron en un himno cuya letra era decididamente política.
¡Oh, agrupaos hijas de la tormenta,
lo que parece tallado en piedra aún puede ser cambiado!
¿A quién le importará qué parezcáis
cuando el orden de la vida haya sido alterado?
Maia recordaba la melodía de aquellas noches pasadas en la cabaña compartida de la Casa Lerner, cuando escuchaban la emisora de radio clandestina. La letra encerraba una furiosa determinación por alterar el orden actual, rompiendo decididamente con el pasado. Las otras cuatro mujeres conocían también la canción, y pusieron voz al estribillo. Pero había una sensación de contención, como si las demás no estuvieran de acuerdo con algunos fragmentos y pensaran que los versos eran demasiado blandos en otros. Cuando llegó de nuevo su turno, las otras cantaron una vez más baladas que Maia conocía del colegio y del hogar infantil. Baladas tradicionales de aventuras. Canciones de linternas mágicas y tesoros secretos. De cálidos hogares dejados atrás. De talentos revelados, y de deseos hechos realidad. Las melodías eran reconfortantes, aunque las cantantes no lo fueran. Por sus acentos y rasgos, Maia calculó que las dos mujeres más bajas y fornidas debían de ser de las islas del Sur, legendario hogar de saqueadoras y hábiles comerciantes, mientras que las otras dos, incluyendo a la rubia fornida, hablaban con el fuerte acento típico de aquella parte del Continente Oriental. Maia se enteró de que la rubia se llamaba Baltha, y le pareció que era la jefa de las otras cuatro.
En conjunto, parecían un grupo de vars duras y confiadas. No aparentaban tener ningún miedo, ni siquiera de que por alguna casualidad Tizbe Beller y sus guardianas las alcanzaran.
La canción se acabó antes de su siguiente pausa para ajustar el rumbo y cambiar de monturas. Tras reemprender la marcha, todas guardaron un rato de silencio, dejando que el ritmo de los cascos de los caballos hiciera grave música de percusión de naturaleza más terrena. Sin la distracción de las canciones, Maia notó el frío. Notaba los dedos especialmente sensibles, y acabó metiéndose las manos en los bolsillos del grueso abrigo y sujetando las riendas a través de la ropa.
Renna se adelantó para cabalgar junto a Kiel, lo que provocó algunos murmullos entre las otras mujeres.
Baltha lo desaprobaba abiertamente.
—No es cosa de hombres cabalgar así —dijo, viendo desde detrás cómo lo hacía Renna, las piernas a horcajadas de su montura—. Es obsceno.
—Parece que sabe lo que se hace —dijo Thalla—. Pero me da escalofríos. Incluso ahora que tiene una silla normal. No comprendo cómo no se hace daño.
Baltha escupió en el suelo.
—No se debería permitir a los hombres hacer ciertas cosas.
—Cierto —añadió una de las fornidas mujeres del sur—. Los caballos están hechos para las mujeres. Está claro por la diferencia de constitución entre nosotras y los hombres. Lysos así lo ha querido.
Maia sacudió la cabeza, sin saber qué pensar. Más tarde, cuando por casualidad acabó cabalgando junto a la montura de Renna, el hombre se volvió y le dijo en voz baja:
—La verdad es que estos animales no son muy diferentes a los que conocí en la Tierra. Un poquito más gruesos, y con estas extrañas franjas. Creo que tienen el cráneo más grande, pero me resulta difícil recordarlo.
Maia parpadeó, sorprendida.
—¿Tú eres… de la Tierra? ¿La auténtica…?
Él asintió, con una expresión de tristeza en el rostro.
—Lejana y olvidada. Sé que creías que tal vez fuera de Florentina o de algún otro sistema cercano. Me temo que no hubo tanta suerte.
—¿Lo has oído todo? —preguntó Maia. En ese momento, él cabalgaba muy por delante del resto.
Renna se cubrió una oreja.
—La atmósfera es aquí mucho más densa que en mi mundo de nacimiento, con diferencia. Transmite mejor el sonido. Puedo oír susurros a cierta distancia, aunque esto también significa que sufro dolores de cabeza cuando la gente grita. No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
Le hizo un guiño por segunda vez esa noche, y la sensación de extrañeza de Maia se evaporó. En un instante fue sólo otro marinero amistoso e inofensivo, de permiso tras un largo viaje. Su tono confidencial era natural, una expresión de confianza basada en el hecho de que se habían conocido y compartido secretos antes.
Maia contempló la bóveda estrellada.
—Señálame la Tierra —pidió.
Alzándose sobre los estribos, Renna escrutó el cielo. Por fin, volvió a sentarse.
—Lo siento. Si aún estamos despiertos al amanecer, podré encontrar el Trífido. El Sol está cerca de su apéndice izquierdo. Naturalmente, la mayoría de las estrellas más cercanas del Phylum están ocultas bajo la nebulosa del Ceño de Dios, lo que vosotras llamáis la Garra, justo al este del Trífido.
—Para llevar aquí menos de un año, sabes mucho de nuestro cielo.
Renna exhaló un suspiro. Su expresión se hizo más grave.
—Tenéis unos años muy largos en Stratos.
Maia notó que tal vez sería mejor abstenerse por el momento de hacer más preguntas. El rostro de Renna, que parecía joven a primera vista, era ahora un rostro preocupado y cansado.
.Es mayor de lo que parece
, advirtió.
.¿Qué edad hay que tener para viajar tan lejos como él lo ha hecho? Aunque tengan congeladores en las naves estelares y se muevan casi a la velocidad de la luz.
No podía echar toda la culpa de su ignorancia a la educación selectiva de Lamatia. Siempre le había parecido que aquellos temas tenían muy poca relación con los asuntos que esperaba que le concernieran. No por primera vez, Maia se preguntó:
.¿Por qué abandonamos prácticamente el espacio? ¿Lo planeó Lysos de esa forma?
¿Quizá para asegurarse de que nadie volviera a encontrarnos?
Si así era, la impresión sufrida por las sabias, consejeras y sacerdotisas de Caria City tenía que haber sido todavía peor cuando la Nave Visitante entró en órbita el invierno anterior. Debían de haberse visto sumidas en un caos total.
.¡De esto estaba hablando la vieja cacatúa en la tele de Lanargh!, comprendió Maia.
.Renna ya debía de haber sido secuestrado entonces. Lo que intentaban hacer era encontrarlo sin alertar al público.
Maia supo en qué pensaría Leie en aquel momento. ¡En la recompensa!
Probablemente, eso buscaban Thalla, Kiel y las demás. Naturalmente. Thalla le había mentido en los pasillos del santuario. No habían acudido a por ella, después de todo. O al menos no sólo a por ella. Su principal objetivo había sido Renna todo el tiempo, lo que explicaba la silla para cabalgar de lado. ¿Por qué si no llevar una cosa así todo el camino, a menos que fuera para recoger a un hombre?
Pero no se lo reprochaba. Maia estaba acostumbrada a no ser importante. El hecho de que se hubieran molestado en llevarla consigo era suficiente para que les estuviera agradecida. Y el intento de Thalla por mentir había sido amable.
La llanura abierta terminó bruscamente cuando llegaron a un terreno de cañadas rotas similar al que Maia recordaba, donde el Clan Lerner cavaba sus minas y escupía residuos de sus fundiciones. Suponía que ahora se encontraban mucho más lejos, al noreste, pero los contornos eran similares: cañones erosionados que cruzaban la pradera como cicatrices de una antigua batalla. Con cuidado, el grupo se internó en el primer grupo de estrechas cañadas, pasando junto a los nidos cuyas colonias hicieron ruidos amenazantes para expulsar a los humanos y los caballos. Los trinos y graznidos se volvieron triunfales cuando sus esfuerzos parecieron dar fruto y la amenaza pasó.
Baltha se encargó de guiarlos por el retorcido laberinto; en algunos puntos, sólo los sesenta grados superiores del cielo eran visibles, lo que las obligó a reducir el ritmo incluso después de encender dos lámparas de aceite.