Permaneció allí colgada, respirando entrecortadamente durante medio minuto, y luego empezó a avanzar, centímetro a centímetro, a lo largo de la cuerda. El movimiento pronto se hizo tan vertical como horizontal. Maia se esforzaba tanto que apenas notó el frío terrible cuando el agua se evaporó de su piel. Se agarró a la gruesa maroma con los pies, las rodillas, las manos, avanzando poco a poco hacia la borda.
El casco chocó contra su cabeza. Maia se dio la vuelta y contempló un oscuro panorama de madera extendiéndose en ambas direcciones. También divisó una fila de portillas, de una anchura no superior a los dos palmos, que se sucedían en el costado del barco, por debajo del nivel de sus rodillas. Eran demasiado pequeñas para entrar por ellas, pero la más cercana permanecía abierta y estaba a su alcance. Agarrando fuertemente la cuerda con ambas manos, Maia soltó las piernas para que pudieran oscilar hacia la diminuta abertura. Al segundo intento, metió un pie dentro y se apoyó en él, girando. Ahora pudo descansar casi todo el peso de su cuerpo en el alféizar y dar un respiro a sus manos, que todavía se aferraban a la cuerda. Oleadas de fatiga le recorrieron los brazos, las piernas y la espalda, hasta que su pulso se asentó en un rugido sordo.
Hasta aquí, muy bien. Sólo te quedan un par de metros más por escalar.
Algo le tocó el pie. Se enroscó alrededor de su tobillo y apretó. Maia estuvo a punto de gritar. Mordiéndose los labios con fuerza, se obligó a soltar el nudo de pánico en su estómago y a abrir los ojos. Por fortuna, la sorpresa era el único demonio a derrotar, ya que la presencia de abajo no le hacía daño, todavía. Por ahora, parecía contentarse con frotar rítmicamente su pie.
Maia inhaló y dejó escapar un suspiro entrecortado. Consiguió girar la cabeza, y vio una mano salir por la pequeña portilla. Una mano de mujer que la llamaba.
.¿Por qué no da la alarma?, se preguntó Maia, aturdida.
¡Espera! Esto es el nivel superior de carga. ¿Vivirían aquí las saqueadoras? No es probable.
Es más probable que tengan ahí a las prisioneras.
Hizo falta una molesta contorsión para que la cuerda girara y ella pudiese sujetarse con una mano mientras se acercaba más a la portilla. Al inclinarse, la porra de madera se le clavó en el vientre. El pie derecho empezaba a dolerle de tanto soportar todo su peso.
Con la mano libre, tocó la muñeca de quienquiera que la llamaba en silencio. La mano ajena se quedó rígida un instante, luego se retiró. Cerca de la abertura, Maia vio un tenue contorno acercarse… el perfil de un rostro humano. Entonces oyó un levísimo susurro.
—Me pareció reconocer mis zapatos de repuesto. ¿Cómo te va, virgie?
El murmullo era indistinguible; sin embargo, Maia conocía a la mujer.
—¡Thalla! —susurró. ¡Así que allí tenían retenidas a las vars radicales!
Oyó un leve tintineo de cadenas cuando la prisionera se acercó más a la portilla.
—Soy yo, sí. Estoy aquí con Kau y las demás.
—¿Y Kiel?
Hubo una pausa.
—Kiel está mal. Primero por la lucha, luego por discutir con nuestras anfitrionas.
Maia parpadeó.
—Oh, lo siento.
—No importa. Me alegro de verte, pequeña. ¿Qué estás haciendo aquí?
La sorpresa y el placer por aquel descubrimiento fueron rápidamente sustituidos por el dolor, tanto por la postura retorcida que mantenía como por el temor de que incluso sus susurros pudieran ser oídos en alguna parte.
No sabía nada de las condiciones de prisión de Thalla, y no le apetecía experimentarlas de primera mano.
—Voy en busca de Renna. Luego a buscar ayuda.
Otra larga pausa.
—Si salimos de aquí, podremos ayudarte.
.Sí, como un lúgar en una tienda de porcelana, pensó Maia.
.Las idealistas rads no eran enemigas para las saqueadoras. Eso ya había quedado demostrado, y esta vez eran aún menos y estaban todavía más débiles
.
Además, no os debo nada.
Con todo, Maia vaciló. ¿Tenía un plan mejor? Si una fuga rad conseguía aunque no fuera nada más que soltar los dos barcos, pudiera ser que incluso una rebelión abortada mereciese la pena.
—¿Haríais lo que yo mande? —preguntó.
Si no hubiera habido un momento de vacilación, Maia habría sabido que Thalla mentía.
—Muy bien, Maia. Tú eres la jefa.
—¿Cuántas guardianas hay?
—Dos, a veces tres, justo ante la puerta. Una de ellas ronca muchísimo.
Maia quería preguntar más cosas, pero el temblor de su pierna derecha iba en aumento. Un poco más y acabaría en la laguna, justo donde empezó. Suspiró pesadamente.
—Veré qué puedo hacer. ¡Pero nada de promesas!
El agradecido apretón de Thalla tembló. Maia cambió de postura para reemprender el ascenso. La presión de la porra de madera disminuyó y suspiró aliviada, sólo para hacer una mueca de dolor cuando otra cosa le lastimó el muslo. Con la mano libre, Maia rebuscó debajo del cinturón y sacó las tijeras envueltas en tela.
Impulsivamente, se inclinó una vez más y las lanzó a través de la pequeña y oscura abertura. La mano desapareció de su tobillo.
Maia no se entretuvo más. Aunque le dolían la espalda y la pierna derecha, sentía los brazos descansados, por lo que al principio hicieron la mayor parte del trabajo. Pronto estuvo deslizándose casi en vertical, con el casco rozándole la espalda. Era un viaje que nunca habría imaginado hacer cuando salió de su clan materno. Ahora sólo pensaba en el siguiente paso, en el siguiente movimiento coordinado de manos, rodillas y tobillos. Cuando, por fin, una de sus piernas pasó por encima de la borda, Maia rodó por la cubierta inferior del barco y rápidamente se refugió a la sombra del palo mayor. Jadeó en silencio con la boca abierta, esperando a que el dolor remitiera, a poder escuchar una vez más los sonidos de la noche.
Se oía el leve crujido del barco anclado al mecerse. El lamer de las olas contra el casco. Un bajo murmullo de conversación. Maia alzó la cabeza para contemplar el barco pirata, e
.Intrépido
, al otro lado del muelle. Un par de mujeres con pañuelo rojo se acurrucaban junto a un barril volcado sobre el que habían colocado una lámpara.
Aunque jugaban a los dados, no había varas de monedas a la vista, lo que explicaba la aburrida naturaleza del juego. Las jugadoras no parecían llevar la cuenta mientras alternaban su uso de las piezas de marfil y conversaban en voz baja.
Tras darse la vuelta, Maia advirtió con cierta sorpresa que el
.Manitú
parecía desierto. Naturalmente, por lo que Thalla decía, había un par de gruesas vars de guardia ante la puerta de la bodega de carga. Con todo, lo que había sacado de allí al resto de las saqueadoras tenía que ser terriblemente importante.
La vista y el oído eran vitales para advertir del peligro. Sin embargo, en cuanto se sintió más segura, Maia experimentó un súbito tropel de otras sensaciones, sobre todo olfativas
.Comida
, advirtió de pronto, agudamente, y corrió hacia popa con todo el sigilo posible. Justo debajo del alcázar, encontró el lugar donde se preparaba y se comía la cena. Había montones de platos sucios en remojo dentro de una olla de guiso, empapados en una bazofia. El potaje resultante era poco apetecible, incluso en el estado en que se hallaba Maia, así que siguió buscando, y obtuvo por fin su recompensa cuando encontró en un rincón un montoncito de galletas duras y una jarra abierta de agua fresca sobre una mesa ajada.
Bebió con ansia, mojando alternativamente las galletas. Mientras las devoraba, Maia buscó un saco, un trozo de tela, cualquier cosa con la que pudiera envolverlas y llevárselas a Brod. Al menos podría dejar un poco de comida para él en el pequeño bote.
No había nada a la vista que utilizar como bolsa, pero Maia sabía en qué otro sitio buscar. Con galletas en ambas manos, corrió hacia una fila de estrechas puertas situadas en la parte de atrás de la cubierta principal. Al abrir una, encontró una escalerilla que conducía a la habitación en la que ella misma había vivido hasta hacía unas cuantas semanas, junto con otra docena de mujeres, entre camastros apilados de cuatro en cuatro. Maia bajó en silencio, prestando atención hasta que verificó que en ninguna cama había saqueadoras durmiendo. No le había parecido probable, pues todo el mundo se había marchado a cumplir algún misterioso encargo.
Había entrado en busca de una bolsa, pero Maia se dio cuenta entonces de que estaba tiritando.
.¿Por qué no buscar también ropa nueva?
Empezó con su antiguo camastro. Pero alguien mucho más grande, y más apestoso, lo había ocupado desde la batalla en alta mar. Siguió su camino en la oscuridad hasta que por fin encontró una camisa y unos pantalones aproximadamente de su talla, perfectamente doblados en un extremo de una cama. Todavía masticando el pan rancio, Maia se quitó los pantalones y se puso los artículos robados. Tuvo que ajustarse al máximo el cinturón de cuerda, pero todo lo demás le venía bien. Una chaqueta limpia, aunque algo deshilachada, completó su atuendo, aunque no se la abrochó, por si le hacía falta volver a zambullirse. La idea la hizo estremecerse. Por lo demás, Maia se sintió mejor, y un poco culpable por el pobre Brod, helado y hambriento, a casi medio kilómetro de distancia.
.¿Y ahora qué?, se preguntó, recogiendo la porra y guardándosela bajo el nuevo cinturón. Las rads podían estar prisioneras en el
.Manitú
, pero dudaba de que Renna se hallara retenido en un lugar tan inseguro. Probablemente, estaba en el santuario. ¿Se atrevería a entrar a buscarlo? Cuanto más lo pensaba, más parecía tener sentido la idea de liberar a Thalla y a las demás. Si las rads podían apoderarse del
.Manitú
y no alertar a nadie mientras Maia se acercaba a la entrada del santuario, podrían llegar a crear suficiente distracción para permitirle la entrada.
La primera tarea es eliminar a sus guardianas. Parece sencillo. ¿Pero cómo podré hacerlo?
Sopesó las posibilidades.
.Podría acercarme a la puerta de la bodega y fingir ser una mensajera… gritar pidiendo ayuda. Cuando una salta, la derribo y entonces… ¿lo intento de nuevo? ¿O bajo a por la otra?
¿Y si hay tres? ¿O más?
Era un plan digno del cerebro de un lúgar… y Maia se sentía ferozmente decidida a hacerlo funcionar. Al menos, cuando hubiera superado esa fase ya no estaría sola. Tal vez las rads tuvieran alguna idea. Miró una vez más a su alrededor, en busca de armas. Sólo encontró un pequeño cuchillo, clavado al poste de madera de uno de los camastros. Lo arrancó y se lo metió en el bolsillo de la casaca.
Había subido ya la mitad de la escalera cuando la puerta se abrió de pronto, iluminando su cara y revelando una silueta grande. Maia sólo pudo quedarse mirando, aturdida.
—Me pareció haber oído a alguien allá abajo —gruñó una voz de mujer—. Vamos, no te escondas. ¡No daré la cara por ti la próxima vez!
La silueta se volvió, y Maia se quedó parpadeando, sorprendida. La siguió rápidamente, esperando coger a la saqueadora por la espalda mientras aún permanecían fuera de la vista del
.Intrépido
. Sin embargo, al llegar a la puerta, el corazón se le encogió al ver a otras cuatro mujeres en cubierta. Abrían una caja, de la que sacaron cuatro objetos brillantes.
Rifles, advirtió Maia. Aquellas piratas parecían bien equipadas. Ni siquiera la Guardia de Puerto Sanger estaba mejor armada. No obstante, no se sorprendió.
.Las vencedoras escriben la historia
, ahora lo sabía.
.Si Baltha y su banda tienen éxito en el caos que quieren crear, nadie pondrá reparos a unos cuantos crímenes más o menos
.
—¿Y bien? ¡Vamos!
La primera mujer llamó a Maia, que avanzó reticente con la cabeza gacha. Disimuló su sorpresa cuando le pusieron en las manos tres de las finas y pesadas armas, y las agarró con fuerza, sin saber qué más hacer.
—No te olvides de traer suficiente munición, Racila —dijo la líder a una pirata con la cara llena de cicatrices, que volvió a cerrar la caja—. Muy bien, regresemos o Togay nos tendrá a dieta de aire durante una semana.
Maia intentó quedarse la última, pero la jefa insistió en que fuese la primera. Cruzaron la pasarela, pasaron al muelle, y recorrieron los escandalosos tablones de madera hacia el lugar donde unos brillantes candelabros proyectaban charcos gemelos de luz a ambos lados de la entrada del santuario.
Rifles cargados, gritos, grupos de mujeres ansiosas corriendo en la noche. Sin duda aquello no era la celebración de la Víspera del Lejano Sol. En nombre de las Fundadoras, ¿qué estaba pasando? Para Maia, el peor momento fue cuando subieron los amplios y resquebrajados peldaños y pasaron bajo el feroz parpadeo eléctrico de los candelabros. Como no la descubrieron en el acto, comprendió que no era la oscuridad lo que la había salvado en el barco.
.O bien hay tantas mujeres en la banda que no se conocen todas entre sí (lo que parecía altamente improbable), o bien piensan que soy Leie .
La posibilidad de contar con ese factor, el de hacerse pasar por su hermana, ya se le había ocurrido a Maia.
Pero parecía demasiado previsible, demasiado arriesgado. Todas las niñas stratoianas, fueran clónicas o vars, aprendían a advertir sutiles diferencias entre mujeres «idéntica».. Leie sin duda llevaba el pelo de forma diferente, tenía cicatrices distintas, y un millar de detalles diferentes que aquellas mujeres que eran unas completas desconocidas para Maia reconocerían. Además, ¿qué hacer cuando Leie apareciera por fin?
Maia había decidido al final probar el subterfugio sólo si todo lo demás fallaba. Ahora no tenía elección. Sólo podía intentar prolongar la situación.
—¡Este maldito agujero es grande como una ciudad! —le dijo en voz baja una var bajita y de aspecto duro mientras se acercaban al ancho pórtico y atravesaban las altas puertas abiertas—. Debemos de haber registrado ya cien habitaciones. No puedo reprocharte que intentaras escaquearte y echar una cabezada.
Encogiéndose de hombros como una escolar pillada haciendo novillos, Maia murmuró, imitando el tono agrio de la otra mujer:
—¡Y que lo digas! No me alisté para corretear de esta forma. ¿No ha habido suerte todavía?
—No. No he visto ni rastro de ese maldito desde el cambio de guardia, a pesar de la recompensa que ofreció Togay.
Eso confirmaba las sospechas de Maia.
.Están buscando a alguien. Un hombre
. Su corazón redobló. Renna.