La llevaron a un templo. No el grandioso monumento de mármol que dominaba la ciudad desde los acantilados del norte, sino un retiro modesto de una sola planta que se extendía a lo largo de una hectárea vallada de bosques bien atendidos, a varios kilómetros río arriba del corazón de la atestada metrópoli. Maia podía ver que el ambiente semirrural era un artificio cuidadosamente atendido por los pequeños pero prósperos clanes que compartían el vecindario. Claros arroyos corrían entre jardines, montañas de paja, molinos y talleres industriales.
Era un lugar donde generaciones de niñas, y las hijas de sus hijas, podrían jugar, crecer y atender los asuntos familiares a un ritmo reposado; confiadas en un mundo cuyos cambios serían lentos.
Los amurallados terrenos del templo eran poco atractivos. La capilla contenía los símbolos adecuados para venerar a la Madre Stratos y a las Fundadoras como era debido, aunque Maia sospechaba que no todo era ortodoxo. Guardianas vestidas de cuero patrullaban la empalizada. En el interior, el esperado aire de cultivada serenidad quedaba anulado por un barniz de tensión latente.
A excepción de Naroin y de su hermana más joven, ninguna de las mujeres se parecía.
Tras dejar atrás la capilla, los lúgars que transportaban el palanquín de Maia se acercaron a una modesta casa de madera, apartada del conjunto principal, rodeada de un porche. La doctora que había tratado a Maia a bordo del barco Gentilleschi conversó con dos mujeres, una alta y de aspecto severo, vestida con hábitos sacerdotales, y la otra rotunda, con túnica de diaconisa. Naroin, que las había acompañado desde el muelle fluvial, dio un largo rodeo a la casa para comprobar su seguridad, mientras Hullin echaba una rápida ojeada a su interior. Tras reunirse cerca del porche, ambas intercambiaron movimientos de cabeza.
Con la ayuda de una monja-enfermera, Maia bajó del palanquín, soportando estoicamente el profundo dolor de su rodilla y su costado. La ayudaron a subir una corta rampa hasta la casa, y se detuvieron en la entrada, cuando la alta sacerdotisa se inclinó para mirarla a los ojos.
—Aquí tendrás paz, hija. Hasta que decidas marcharte, ésta será tu casa.
La mujer gruesa vestida de diaconisa suspiró, como si no aprobara que se hiciesen promesas que después resultaran difíciles de cumplir. A pesar del dolor y la fatiga, a Maia le pareció que había aprendido más de lo que las otras deseaban.
—Gracias —dijo roncamente, y dejó que las enfermeras la condujeran por el porche hasta una habitación con puertas deslizantes hechas de paneles de madera, finos como el papel, que daban a un jardín y un pequeño estanque. Las sábanas de la cama eran más blancas que una nube. Maia no recordó que la ayudaran a acostarse.
Los murmullos del agua y el viento entre las ramas la arrullaron en su sueño.
Despertó para encontrar, junto a su cama, los delgados volúmenes que le habían regalado los Pinniped, además de una cajita y un papel doblado. Abrió la nota.
.Me iré durante una temporada, pequeña var, decía.
.Dejo a Hullin para que mantenga un ojo abierto. Aquí son buena gente, aunque tal vez un poco locas. Te veré pronto. Naroin
.
La partida de la detective no supuso ninguna sorpresa. Maia se había preguntado ya por qué Naroin se quedaba con ella tanto tiempo. Sin duda tenía trabajo que hacer.
Maia abrió la caja. Dentro del papel de envolver encontró una funda hecha de cuero aromático, atada con una cinta. La abrió y halló en su interior un brillante instrumento de bronce y cristal. El sextante era hermoso, perfecto, y tan bien fabricado que le resultó imposible de determinar su antigüedad, salvo por el hecho de que no poseía pantalla ni ninguna forma obvia de acceder a la Vieja Red. Con todo, a simple vista era mucho más valioso que el que había dejado en Jellicoe.
Maia desplegó los brazos y acarició el aparato. De todas formas, esperaba que Leie consiguiera recuperar el antiguo. Aunque estaba viejo y medio roto, lo consideraba suyo.
Se cubrió la cabeza con la manta y yació hecha un ovillo, deseando que su hermana estuviera allí. Que estuviese Brod. Deseando no tener la mente tan llena de visiones de espirales de humo y chispas resplandecientes que esparcían cenizas entre las nubes estratosféricas.
Pasó lentamente una semana. La médica la visitaba cada mañana para examinarla, reducir gradualmente los efectos anestésicos de la ventosa agónica, e insistir en que la paciente debía dar pequeños paseos por los terrenos del templo. Por las tardes, después de almorzar y echar una siesta, Maia era transportada en litera hasta un parque de la ciudad que daba al centro de Ursulaborg. La acompañaban varias monjas de duro aspecto, cada una de ellas blandiendo un «bastón para camina». de hierro con mango en forma de cabeza de dragón. Maia se preguntó por qué tantas precauciones. Entonces advirtió que sus asistentas miraban hacia atrás, pendientes de cuatro mujeres idénticas de aspecto formidable que las seguían a unos metros de distancia, vestidas de civiles pero caminando con la calmada precisión de las militares. Aquello echaba a perder la sensación de normalidad que experimentaba al recorrer los concurridos mercados.
Por primera vez desde que Leie y ella exploraron Lanargh, Maia se sintió de nuevo inmersa en la vida corriente de Stratos. Comercio, tráfico y conversaciones fluían en todas direcciones. Incontables rostros desconocidos aparecían en tríos, quintetos, o incluso en octetos de mediana edad. Sin duda les habría parecido terriblemente exótico a dos inocentes gemelas del lejano noreste que hubieran desembarcado allí tras su primer viaje. Ahora, sus múltiples aunque sutiles diferencias con Puerto Sanger sólo le parecían triviales e irrelevantes.
Lo que Maia advertía eran las similitudes, vistas con nuevos ojos.
Dentro de un taller de ladrillo, abierto a la calle, se podía ver a una familia de artesanas fabricando una delicada vajilla. Una anciana matriarca supervisaba los libros de cuentas, y discutía por un vagón de barro que habían traído tres mujeres idénticas. Tras ella, clónicas de mediana edad trabajaban encendiendo los hornos, y ágiles jóvenes aprendían el arte de usar sus largos dedos para hacer girar el barro y moldear bultos informes hasta convertirlos en los delicados objetos por los que su clan, sin duda, era bien conocido en la localidad.
Maia sólo tuvo que cambiar una lente mental para imaginar otra escena.
Las paredes retrocedieron, perdiéndose en la distancia. Los sencillos bancos y los tornos de alfarera fueron sustituidos por las claras líneas de la maquinaria premoldeada, programada para introducir barro en moldes diseñados por ordenador, que pasaban luego bajo un deslumbrante chorro, y después bajo lámparas de vapor, para emerger en grandes cantidades, perfectos, sin haber sido tocados por ninguna mano humana.
El placer del trabajo. La tranquila y serena aceptación de que cada obrera de un clan tenía un lugar… un lugar que sus hijas también podrían llamar suyo. Todo aquello se perdería.
Entonces, mientras sus porteadores se abrían paso entre la multitud del mercado, Maia vio el puesto donde el clan alfarero vendía su mercancía. Echó una ojeada a los precios… por un solo plato, más de lo que una var ganaba en cuatro días de trabajo. Tanto, que un clan modesto repararía un plato desconchado muchas veces antes de pensar en comprar un sustituto. Maia lo sabía. Incluso en la rica Casa Lamatia, las niñas del verano rara vez cenaban en vajilla intacta.
Multiplica eso ahora por mil productos y servicios, todos los cuales podían ser ampliados, reproducidos, abaratados inconmensurablemente y puestos más al alcance de todas gracias a la tecnología aplicada.
.¿Cuánto se ganaría?
Todavía más:
.¿Y si alguna de aquellas hijas clónicas quería algún día hacer algo diferente, para variar?
Espió a un grupo de niños que corrían en círculos alrededor de los pacientes lúgars, y luego continuaron hacia el parque. Eran los únicos varones que había visto, incluso ahora, a mediados de invierno. Todos los demás estarían más cerca del agua, aunque nadie les prohibía el paso en aquella época del año. A Maia, después de haber pasado tanto tiempo en compañía de hombres, le pareció extraño no tener a ninguno cerca. Tampoco las vars eran tan comunes. A excepción de en los terrenos del templo, eran también una escasa minoría.
Al llegar al parque, Maia se bajó torpemente de la litera y caminó hasta un saliente amurallado que daba a Ursulaborg. Ante sí tenía una de las grandes ciudades del mundo, que Leie y ella habían soñado poder visitar algún día. Ciertamente, superaba todo cuanto había visto, aunque ahora le parecía insignificante. Sabía que cabría en el bolsillo de cualquier metrópoli, en casi cualquier mundo del Phylum… a excepción de aquellos otros que habían elegido el pastoralismo en lugar del frenético genio del
.Homo technologicus
.
Renna había mostrado su respeto por los logros de Lysos y las Fundadoras, aunque creía claramente que estaban equivocadas.
.¿Y yo, qué creo?, se preguntó Maia.
.Hay problemas
. Eso sí lo sabía.
.¿Pero hay soluciones?
Aún le resultaba terriblemente difícil pensar en Renna. En un rinconcito de su mente, una vocecita persistente se negaba a dejarlo estar.
.Los muertos han vuelto antes
, insistía, recordándole el milagroso regreso de Leie. Otras personas habían creído muerta a la propia Maia, para descubrir luego que los informes eran prematuros.
La esperanza era un ascua dolorosa… y en aquel caso absurda. Cientos de personas habían sido testigos de la volatilización del Visitante.
.Déjalo. Se dijo que debía alegrarse simplemente de haber sido su amiga durante un tiempo. Quizás, algún día, habría una oportunidad de honrarlo, encendiendo una luz aquí o allá.
Todo lo demás era fantasía. Todo lo demás era polvo.
A medida que fue mejorando, Maia empezó a recibir visitas.
Primero llegó un grupo de erguidas y elegantes clones de ojos grandes y narices estrechas, vestidas con hermosos tejidos modestamente teñidos. Las sacerdotisas se las presentaron como las madres mayores del Clan Starkland, de la cercana Joannaborg, un nombre que a Maia sólo le resultó vagamente familiar hasta que las mujeres se sentaron frente a ella, y empezaron a hablar de Brod. Al instante, reconoció el parecido de familia. Su nariz, sus ojos grandes y honestos.
Su amigo no había exagerado. El clan de bibliotecarias, en efecto, seguía preocupándose por sus hijos, e incluso, al parecer, por sus hijas del verano, después de su marcha de casa. Las ancianas se habían enterado de los infortunios de Brod, y querían confirmación de primera mano. Maia se sintió conmovida por su amabilidad y sus ansiosas expresiones de preocupación.
Mientras les contaba un relato abreviado de sus viajes con su hijo, les mostró la carta que demostraba que se encontraba bien.
—Estilo pobre —rezongó una de ellas—. Y mira qué mala letra.
Otra, un poco más vieja, la reprendió.
—¡Lizbeth! Ya has oído hablar a la joven de lo que ha sufrido el pobre muchacho. —Se volvió hacia Maia—. Por favor, disculpa a nuestra hermana. Parió a nuestro Brod, y está exagerando. Continúa.
Maia apenas consiguió no sonreír. Una dulzura modesta y algo dispersa parecía una tendencia básica de aquel linaje. Pudo ver de dónde procedían algunas de las cualidades que admiraba en Brod. Cuando se levantaron para marcharse, las mujeres instaron a Maia a llamarlas si alguna vez necesitaba algo. Maia les dio las gracias, y respondió que dudaba que fuera a quedarse mucho tiempo en la ciudad.
La noche anterior, había oído a la sacerdotisa y a la diaconisa discutir mientras pasaban cerca de su ventana, sin duda creyendo que estaba dormida.
—No ves la situación como la veo yo —dijo la rotunda laica—. Mientras las idealistas vars os quedáis aquí sentadas en esta fortaleza rústica, haciendo declaraciones morales, la presión aumenta. Las Teppin y las Prost…
—Las Teppin no me quitan el sueño —respondió la sacerdotisa.
—Deberían. El templo de Caria gira a capricho de…
—Los clanes eclesiásticos —replicó la otra—. Las sacerdotisas de campo y las monjas son otra cosa. ¿Pueden las jerarquías anatemizar a tantas? Se arriesgan a que las herejes superen en número a las ortodoxas en la mitad de las poblaciones costeras.
—Ojalá estuviera tan segura. Parece un riesgo demasiado grande para una pobre muchacha herida.
—Sabes que no es por ella.
—En general no. Pero en cierto modo, es un símbolo. Los símbolos cuentan. Mira lo que sucede con los hombres…
.¿Hombres?, se preguntó Maia, mientras las voces se perdían en la distancia.
.¿Qué han querido decir con eso?
.¿Qué hombres?
Recibió una respuesta parcial más tarde, después de que las matronas del Clan Starkland se marcharan, cuando se produjo un altercado a las puertas del templo. Maia se encontraba ya lo bastante bien para salir al porche de su casita de invitadas y ser testigo de la feroz discusión que tenía lugar cerca de la carretera. Las vars que hacían de guardianas observaban atentas a un grupo de clones como las que Maia había visto antes seguir su litera por la ciudad. Éstas, a su vez, intentaban impedir la entrada a un tercer grupo: una delegación de varones que llevaban los uniformes reglamentarios de una de las cofradías marineras. Los hombres, a primera vista, parecían mansos.
Contrariamente a las mujeres de ambos grupos, no llevaban armas, ni siquiera bastones para caminar. Con los ojos gachos y las manos cerradas, asentían amablemente a todo lo que se les gritaba. Mientras tanto, seguían avanzando, poco a poco, hasta que las clónicas se encontraron acorraladas contra la pared, sin espacio para maniobrar. Fue una táctica cómica pero efectiva por parte de los hombres, pensó Maia, que compensaban la docilidad propia del invierno a fuerza de tamaño y obstinación. No tardaron en atravesar la puerta, dejando a las exasperadas soldados-clones resoplando de frustración. Las divertidas sacerdotisas del templo dieron la bienvenida a los hombres, y les indicaron que siguieran a la hermana de Naroin. Sacudiendo la cabeza, Hullin guió a la pequeña compañía hasta el
.bungaló
de Maia.
El líder del grupo llevaba los emblemas de las medias lunas gemelas de comodoro en las mangas de un uniforme limpio aunque algo gastado. Su porte era erguido, aunque caminaba cojeando. Bajo una mata de pelo gris oscuro y unas tupidas cejas, sus ojos recordaron a Maia los mares de casa, en el norte. Se estremeció, y se preguntó por qué.