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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (54 page)

Tal vez sea otro mito que se alimenta a sí mismo.

El asunto era discutible. Aunque una mujer como ella tuviera la capacidad innata de hacerlo, con cinco años era ya demasiado mayor para empezar a aprender las artes del mar.
.Sólo porque sepas avistar estrellas, eso no te capacita para saltarte una tradición milenaria. Además, los marineros armarían una buena si una mujer alcanzara un rango superior al de contramaestre
. No había muchos nichos en la sociedad stratoiana que los varones pudieran considerar propios. No rendirían voluntariamente aquel bastión a la abrumadora superioridad femenina.

.¡Escúchate! Hace un minuto estabas modestamente dispuesta a contentarte con una vida cómoda y sencilla, como la de Naroin. Ahora te enfadas porque no estarán dispuestos a ponerte aros de oficial en los brazos. Maia se rió interiormente.
.Más pruebas de mala educación. Una educación en Lamatia conduce a un ego de tamaño Lamai
.

—Bien. Ahora es nuestro turno.

A una indicación de Renna, Maia se asomó al otro lado del tablero de juego, donde sus contrincantes habían terminado de colocar cuatro filas. Incluso con su limitada experiencia, vio que era una pauta completamente corriente. No es que importara, dada la estrategia que Renna y ella habían acordado seguir. Maia devolvió la sonrisa de ánimo a su compañero. Entonces se separaron, él para empezar a poner piezas en la esquina izquierda, y ella en la derecha.

Naroin se había ofrecido voluntaria para acercarle a Maia las piezas con la cuerda ya dada, y le pasaba diestramente cada una de ellas cuando Maia alzaba la mano. La joven var se detenía frecuentemente a consultar el plan que Renna y ella habían elaborado. Guardaba un boceto enrollado para impedir que los espectadores congregados a su alrededor pudieran verlo.

.Tengo que tener cuidado de no saltarme una fila o una columna, se recordó. De cerca, te arriesgabas a perder esa sensación de estructura general que parecía surgir de un tablero cuando se veía en conjunto. Sólo una pieza, colocada en el lugar equivocado, a menudo condenaba un diseño «viv»., como si los riñones de una persona hubieran estado mal colocados desde el principio, o sus células produjeran una proteína extraña. Maia se mordió el labio nerviosa cuando se fue acercando al centro, donde su trabajo se encontraría con el de Renna. Al terminar, sólo pudo esperar, mordiéndose una cutícula mientras él colocaba sus últimas piezas en el tablero. Por fin, se irguió y se desperezó. Maia se le acercó mientras comprobaban.

Con las porciones de ambos colocadas y habiendo acabado tan deprisa el primer turno, daban a sus oponentes poco tiempo para reflexionar. Naturalmente, los dos jóvenes fruncieron el ceño, perplejos por la secuencia que ella y su compañero habían creado.

¡Bien! Temía que mi idea fuera obvia… una que enseñara a los muchachos en su primer año en el mar.

Eso no significaba que fuera a
.funcionar
, sólo que Renna y ella tenían la sorpresa a su favor. El pinche y el grumete parecieron preocupados mientras colocaban cuatro filas más en su lado. Naroin dio un codazo a Maia.

Con una sonrisa, la pequeña contramaestre le señaló el alcázar, donde la noche anterior los oficiales estaban apoyados en la barandilla, viendo con indiferencia la humillación de los aficionados. Hoy se había congregado un grupito similar, pero esta vez sus expresiones no eran de aburrimiento. Unos cuantos alféreces y suboficiales pasaban las páginas de grandes libros de canto dorado, señalando alternativamente el tablero de juego y discutiendo. A la izquierda, tres hombres mayores parecían no necesitar volúmenes de referencia. El navegante y el doctor del barco intercambiaron una sola mirada y una sonrisa, mientras el capitán Poulandres chupaba su pipa, con los codos apoyados en la barandilla finamente labrada, sin mostrar más expresión que un curioso brillo en los ojos.

Los muchachos terminaron su turno y parecieron sorprenderse cuando Maia y Renna no se entretuvieron en analizar lo que habían hecho, sino que procedieron de inmediato a colocar cuatro filas propias más. A Maia le resultó más fácil ver la pauta esta vez. Con todo, no dejaba de mirar al marinero que esperaba junto a la borda con un reloj en la mano.

Cuando su compañero y ella volvieron a comprobar su trabajo, Maia miró a sus contrincantes y tuvo la satisfacción de ver cómo el pinche apretaba los puños, nervioso. El grumete parecía agitado. Al comenzar su turno, los chicos estropearon rápidamente una de sus figuras, lo que provocó las risas de los hombres que observaban desde arriba. El capitán se aclaró la garganta, advirtiendo al público que no interfiriera. Sonrojándose, los muchachos subsanaron el error y siguieron adelante. Habían construido una elaborada fila de defensas consistente en poderosas figuras poco sutiles cuya misión era bloquear o absorber cualquier ataque. A continuación, probablemente, iniciarían la ofensiva.

Por fin, los dos jóvenes retrocedieron y señalaron que era el turno de Maia y Renna. El Hombre de las Estrellas la empujó hacia delante.

—¡No! —susurró ella—. No puedo. Hazlo tú.

Pero Renna se limitó a sonreír y le hizo un guiño.

—Fue idea tuya —dijo.

Con un suspiro, tragándose un nudo en la garganta, Maia dio un paso al frente y pronunció una sola palabra.

—Paso.

Siguió un silencio aturdido, recalcado por el brusco sonido que produjo un suboficial al hacer chocar su palma decisivamente contra un libro abierto. Su vecino asintió, pero en la cubierta inferior reinaba la confusión.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el pinche, mirando a izquierda y derecha en busca de guía. Esto rompió la tensión, ya que otros hombres soltaron una carcajada. Por primera vez, Maia sintió lástima de su oponente.

Incluso ella había visto juegos en los que un bando u otro se saltaban una fila, dejando todos los espacios en blanco. Lo que estaba haciendo aquí, saltarse cuatro filas a la vez, era la parte arriesgada de su plan.

Pacientemente, Poulandres lo explicó mientras Naroin y otras voluntarias ayudaban a ordenar ciento sesenta fichas, todas boca arriba. Al cabo de un momento los muchachos recibieron la orden de continuar, cosa que hicieron con nerviosismo, preparando una formidable muestra de pautas de artillería de aspecto agresivo. Cuando terminaron y alzaron por fin la cabeza, Maia dio de nuevo un paso al frente y repitió:

—¡Paso!

Una vez más, las voluntarias colocaron rápidamente cuatro filas de piezas blancas, mientras el público murmuraba.
.Aunque nuestra pauta no funcione como planeamos, esto merece la pena
. En el otro lado, los muchachos volvieron a trabajar, sudando por falta de aliento. Por su parte, Maia empezaba a tiritar debido a la inactividad. Al mirar hacia proa, vio a varios marineros corrientes que se acercaban a hacer preguntas a un alférez que, tras señalar el tablero, agitó las manos y susurró, tratando de explicar lo que pasaba.

.Así que lo que intentamos hacer sale en los libros, después de todo. Probablemente es parte de la sabiduría del juego, pero se ve pocas veces, como el jaque del pastor en el ajedrez. Fácil de contrarrestar, suponiendo que sepas cómo hacerlo.

Renna y yo tenemos la esperanza de estar jugando contra tontos.

En cierto sentido, no importaba. Maia se contentaba simplemente con haber sacudido su tranquila complacencia. Tal vez ahora le prestaran alguno de aquellos libros de lomo dorado, en vez de suponer condescendientemente que no iba a comprenderlos.

El otro lado del tablero se llenó de una multitud de figuras chillonas y extravagantes, muchas de las cuales, Maia vio ahora, eran excesivas y contradictorias, y carecían de la elegancia de una partida clásica de Vida. En su propio lado, mientras tanto, ocho filas de enigmáticos puntos blancos y negros terminaban en una ancha extensión de simple blanco.

.Me muero de ganas de preguntar el nombre de nuestra pauta. Maia ansiaba consultar aquellos volúmenes.
.El concepto es bastante sencillo, aunque no resulte en la práctica
.

Lo que había advertido aquella tarde, en un destello de intuición, era que el
.límite
formaba verdaderamente parte del juego. Al reflejar la mayoría de las pautas que lo golpeaban, el borde tenía un papel crucial.

¿Entonces, por qué no alterarlo?

Al principio, Maia simplemente había planeado crear una
.copia
del límite, un poco más alto de su lado del tablero, para impedir cualquier disparo de sus enemigos. Pero eso no funcionaría. Dentro del tablero, todas las pautas persistentes tenían que ser autorrenovables. La pauta del límite no era estable. Si se recreaba en otra parte, se disolvía rápidamente.

¿Pero y si creaban una pauta que actuara como límite
.parte del tiempo
, volviéndose permeable a la mayoría de misiles y deslizadoras durante el resto? Aquella tarde se le había ocurrido un ejemplo de estructura similar.

Reflejaría las deslizadoras simples ocho de cada diez veces, y mientras los puntos de anclaje a ambos lados se mantuvieran en paz, seguiría renovándose. Dado lo que habían visto la noche anterior, sus contrincantes planeaban claramente dispararles con todo lo que tuvieran a mano. ¡Una matanza exagerada que les rebotaría en la cara! Con suerte, sus oponentes causarían más destrucción sobre sí mismos que sobre la sencilla y resistente pauta que Renna y Maia habían creado.

Desde la cabina cerrada tras el timón, un marinero con un brazalete de servicio corrió al lado del capitán y le susurró algo al oído. El comandante frunció el ceño, uniendo sus cejas de oruga. Hizo un gesto para que el doctor ocupara su lugar como árbitro, y llamó al navegante para que le siguiera.

Mientras tanto, cansados y ojerosos, los muchachos terminaron su última disposición de piezas y escucharon resignados a Maia declarar que pasaba por tercera vez. Mientras se colocaban las últimas piezas blancas, pudieron ver al médico ponerse la túnica de rigor, rematada por una capucha. Con asumida dignidad, el anciano bajó las escaleras entre murmullos y susurros. Los hombres seguían congregados alrededor del tablero, señalando, consultando excitados los libros de referencia. Muchos, como el pinche y el grumete, sólo parecían confusos.

El árbitro se colocó de la forma tradicional, junto al reloj marcador.

Se hizo el silencio.

—La Vida es la continuación… —empezó a decir.

Un chasquido, como una puerta deslizante al chocar con sus topes, interrumpió la invocación. Pasos apresurados corrieron por el alcázar. El capitán del
.Manitú
apareció; se agarró a la baranda y un marinero se colocó a su lado e hizo sonar un cuerno de bronce: dos notas largas y una corta que reverberaron lentamente en el silencio total. Nadie parecía respirar.

—Hace algún tiempo que venimos detectando una señal en el radar —anunció Poulandres a su tripulación y pasajeras—. Su rumbo intersecta el nuestro, y parecen lo bastante rápidos para alcanzarnos. He intentado comunicar con ellos, pero no responde nadie.

19

—Esa cosa se romperá con la primera ráfaga de viento. O incluso antes, cuando la bajéis por el acantilado.

¿Cómo planeáis pilotar esa porquería?

Con un golpe que hizo que Maia diera un respingo, la marinera grande, Inanna, soltó la roca que estaba utilizando como martillo.

—Contramaestre, cierra el pico. No sabes construir barcos, y sin duda aquí ya no das órdenes.

Maia vio cómo Naroin reflexionaba sobre estas palabras y luego contestaba encogiéndose de hombros.

—Os jugáis el cuello.

—Pero es nuestro —declaró Inanna, señalando a las otras mujeres, que trabajaban cortando arbolitos y arrastrándolos hacia una zona marcada con líneas de tiza sobre el acantilado rocoso—. Vosotras dos sois libres de venir. Nos vendrá bien tener buenas luchadoras. Pero las discusiones y votaciones se han acabado. O ponéis manos a la obra o podéis iros al infierno patarkal.

Preparada para dar una acalorada respuesta, Naroin se detuvo cuando Maia la agarró del brazo.

—Lo pensaremos —le dijo Maia a Inanna, tratando de llevarse a Naroin. Lo último que nadie necesitaba en aquel momento era que de las palabras se pasara a las manos.

Durante un largo instante, Naroin pareció enraizada en la piedra, se mantuvo inmóvil hasta que por fin decidió dejarlo correr.

—¡Ja! —dijo, y se volvió para subir por el estrecho sendero que conducía al campamento. A pesar de ser más alta, Maia tuvo que apresurarse para alcanzarla. Todos estos ruidos y gritos no aliviaban el dolor de cabeza que padecía desde que despertó días antes con una contusión, cautiva de las saqueadoras.

—Puede que tengan un plan equivocado —sugirió Maia, tratando de calmar a Naroin—. Pero las mantiene ocupadas. Sin nada que hacer, habría discusiones y peleas.

Naroin frenó el paso para mirar a Maia, y luego asintió.

—Principio básico de mando. No hace falta que me lo recuerdes. —Miró hacia el lugar donde las marineras del
.Manitú
trabajaban junto a media docena de jóvenes rads de Kiel, cortando y puliendo árboles con herramientas primitivas, mientras tendían los comienzos de una burda almadía—. Pero odio ver cómo intentan algo tan tonto.

Maia estaba de acuerdo, ¿pero qué hacer? Todo había sido decidido en una reunión, tres días después de que las saqueadoras las abandonaran en aquella isla en forma de columna cuyo nombre, si tenía alguno, debía de haberse perdido en otra época. Naroin había defendido un plan diferente: la construcción de uno o dos botes pequeños que, con unas cuantas voluntarias seleccionadas, podrían navegar hacia el oeste en busca de ayuda. Esa propuesta fue rechazada en favor de la almadía.

—¡Vamos todas o no va nadie! —declaró Inanna, zanjando el asunto.

Lo que no trataron fue cómo pretendían que un artefacto tan grande fuera marinero, y cómo se proponían bajarlo por los cincuenta metros de precipicio y superar en él la espumosa confluencia de olas y rocas. Sólo había un camino de bajada a lo largo del promontorio boscoso. Un montacargas había subido allí a las prisioneras y sus provisiones, justo antes de que el
.Intrépido
y el capturado
.Manitú
se marcharan. Inanna y sus amigas aún planeaban utilizar la máquina, a pesar del armazón de metal que la cubría y de los cerrojos y las advertencias de que estaba minada. Sin embargo, a la larga, podrían tener que verse obligadas a construir una grúa primitiva con troncos y enredaderas.

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