Las stratoianas creen conocer un medio mejor. Si una individualidad demuestra su valía (digamos en el mercado de bienes o de ideas), continúa. No con el mismo cuerpo o los recuerdos exactos, sino genéticamente, con sus talentos innatos conservados, y una continuidad en la educación que sólo puede proporcionar la paternidad clónica. Cuando todos los factores son adecuados, la habilidad de la primera madre pervive. Sin embargo, cada hija es un renovado y fresco estallido de entusiasmo. La conservación no tiene por qué significar anquilosamiento.
Las stratoianas han llegado a un acuerdo distinto con la muerte. Tiene un precio, pero puedo ver las ventajas.
Afortunadamente, las sesiones del Consejo de Verano son breves. No tuve que soportar más que unas cuantas horas de miradas hoscas por parte de la mayoría, y de miradas hostiles de las aislacionistas extremas. Paso gran parte de mi tiempo con las sabias de la universidad. Sin embargo, lo que más me gusta es observar la vida en Stratos con Iolanthe Nitocri, que a menudo hace las funciones de mi guardiana y guía.
Ayer, para mi deleite, finalmente consiguió un pase para mostrarme el Festival de Verano de Caria.
Los terrenos de la feria se encuentran corriente arriba, a la sombra de la acrópolis. Los estandartes ondean sobre pabellones de seda y avenidas adornadas con arcos de flores. Los árboles zenner se agitan con el murmullo musical de las multitudes, mientras que los puestos de comida desprenden aromas punzantes y exóticos. Las malabaristas hacen de las suyas, asombrando a todo el mundo con hazañas impresionantes. Fuera de las murallas de Caria, las ciudadanas parecen ansiosas por olvidar el sereno ritmo de la vida diaria en favor de un ambiente más animado.
Me sentí fuera de lugar, y no sólo porque soy extranjero (parte de la multitud sin duda lo sabía, o lo supuso). La mayor parte del tiempo fui también el único varón a la vista. Los niños gritaban y hacían carreras de rodillas (como los niños de cualquier mundo), y había un puñado de viejos; pero los hombres adultos permanecían a distancia segura, en sus santuarios de verano. Varias veces Iolanthe, como representante mía, tuvo que enseñar mis papeles. El sello del Consejo y mi conducta pacífica convencieron a las policías de que no iba a empezar a aullar y a arrancarme la ropa de un momento a otro.
Iolanthe parecía complacida. Esto sería un punto a mi favor.
¡Si supiera lo difíciles que me resultan aquí las cosas en ocasiones!
La procesión del día la encabezaba un carruaje que transportaba a la gran matrona de la festividad, cuya lanza y yelmo encrestado evocaban a la diosa que hay a las puertas de la ciudad. Detrás venían músicos y bailarinas, tocando la flauta y ejecutando fantásticos saltos, como si este mundo no fuera más pesado que una luna. Sus túnicas flotantes parecían capturar el aire, y clavar garfios en mi corazón.
Muchos clanes venerables enviaron representantes a la procesión. La gente cantaba al compás de esos motivos instrumentales… hasta que una brusca variación musical hizo que el público se echara a reír, complacido y deleitado. Tensas formaciones de caballos vistosamente engalanados cabalgaban entre las bandas; seguían los palanquines llevados por lúgars en los que viajaban dignatarias cubiertas de laureles y medallas. Madres y hermanas mayores se inclinaban para indicar a las asombradas hijas de su clan qué honor o logro representaba cada emblema.
Por fin, la excitada audiencia se internó en la avenida, mezclándose con los últimos contingentes, y disolviendo el desfile en un improvisado carnaval. Nadie advirtió, o a nadie le importó, que un chubasco veraniego empapara cabezas, vestidos y doseles de flores, ya que no el espíritu festivo. Algunas mujeres de la multitud se volvían al verme pasar, pero otras sólo sonrieron de modo amistoso, instándome a unirme a la danza. Fue regocijante y divertido, pero la humedad, la cercanía…
Le pedí a Iolanthe que me sacara de allí. Algunas de las jóvenes Nitocri que nos acompañaban parecieron decepcionadas, pero ella accedió de inmediato. Abandonamos la avenida principal para explorar el resto de la feria.
En la pista de carreras, las criadoras de caballos mostraban sus valiosos animales, y luego despojaron a los aceitados campeones de coronas y condecoraciones, y las pequeñas jinetes de los famosos clanes de jockeys los montaron. Ansiosos y tensos, los caballos se pusieron en movimiento tras el trompetazo de salida, aceleraron para saltar el primero de muchos obstáculos, y luego frenaron para sortear hábilmente intrincados laberintos antes de enfilar la recta final en una furia de deseo. Los clanes ganadores recibían a sus participantes con ramos de flores, abrazos y caricias que habrían animado a cualquier amante.
Nuestra siguiente parada podría haber sido una feria agrícola de una docena de mundos. Muchas de las retorcidas plantas, y también muchos animales, me resultaron desconocidos, pero no así las orgullosas expresiones de las muchachas que habían pasado meses cuidándolos para este día. Al oeste de Caria, criaturas-globo stratoianas de muchos tipos se crían por su belleza, por la fragancia que despiden, o por los trucos que algunas cuidadoras les hacen ejecutar. Todo eso estaba a la vista. Muy cerca, unas mujeres silbaban a pájaros de radiante plumaje que se zambullían y pavoneaban, llevando botones o piezas de tela de colores a las participantes que elegían los números ganadores de una lotería.
En los salones de artesanos, vi concursos de alfarería, talla, y otras habilidades. Muchos clanes industriales costeros habían enviado a sus mejores hijas, según me dijeron, para que participaran en una reñida competición; se trataba de, utilizando carbón, barro y minerales comunes, trabajar los materiales hasta fabricar herramientas. Había incluso cámaras de holovid para cubrir el acontecimiento en los intervalos de emisión de las carreras de caballos.
Junto al río vimos competiciones acuáticas, principalmente de barcas de remos, tripuladas en su mayoría por equipos de mujeres idénticas y musculosas, todas muy bronceadas, que no necesitaban batelero para marcar su ritmo al unísono. Sin embargo, la prueba culminante era una regata de esbeltos balandros que recorría un peligroso trayecto entre bajíos y bancos de arena. Para mi sorpresa, estos barcos más grandes estaban tripulados por hombres jóvenes y enérgicos. Cuando me enteré del premio por el que competían, supe por qué lo hacían con tanto fervor.
Era una sorprendente batalla de habilidad, fuerza bruta y suerte. Dos de los barcos que en cabeza luchaban violentamente contra el viento chocaron, sus velas se enmarañaron, y encallaron juntos en un banco de arena. Entonces un equipo más cauteloso atravesó la línea de meta, entre los aplausos del público que llenaba la orilla. Las mujeres, divertidas, reían y señalaban a la docena de afortunados varones de mirada abrasadora que fueron conducidos por las representantes de los clanes que habían decidido tener retoños veraniegos aquel año.
Me recordó la carrera de caballos: aquellos sementales bajo rienda, esforzándose por vencer para sus orgullosas propietarias. Con ese pensamiento, tuve que mirar hacia otro lado.
—Ven. Sé que querrás ver esto —dijo Iolanthe. Sus hermanas y ella me condujeron a un pabellón situado al fondo del recinto de la feria; más sucio que la mayoría, estaba hecho de un tejido gris y rudo pensado para que durara muchas estaciones. Al entrar, parpadeé durante unos instantes, preguntándome qué me resultaba a la vez extraño y familiar en la gente que se congregaba ante las diversas cabinas y expositores. Entonces me di cuenta. ¡Casi nadie era igual! Después de semanas en Caria, conociendo a delegaciones de altos clanes, acostumbrándome a visiones dobles, triples y cuádruples de los mismos tipos faciales, resultaba desorientador ver tanta diversidad en un mismo lugar.
Había incluso algunos hombres mayores llegados de lejanas ciudadelas para mostrar sus productos y mercancías.
—Este lugar es para las vars —especulé.
Iolanthe asintió.
—O enviadas únicas de clanes pobres y jóvenes. Aquí, cualquiera con algo nuevo y especial que mostrar tiene su oportunidad, la esperanza de dar el salto afortunado.
¿Qué intentaba demostrarme? ¿Que la sociedad de Stratos permite el cambio? ¿Que sus Fundadoras habían dejado medios para que entrara aire nuevo, de vez en cuando? ¿O estaba sugiriendo sutilmente algo más? Mientras iba de expositor en expositor, advertí un claro déficit: una falta de suavidad o de la relajada presuposición de habilidad que las hijas de los clanes antiguos llevaban con la misma naturalidad que la ropa que vestían.
Las mujeres de aquella tienda estaban ansiosas por mostrar los productos de su trabajo e ingenuidad.
En los pasillos podían verse compradoras de grandes casas comerciales a la caza de algo que mereciera su interés y su tiempo. Aquí, en un momento, una var podía alcanzar el éxito. Generaciones más tarde, su innovación podía convertirse en la base de la riqueza de un clan.
Claramente, ésa es la esperanza. E, igual de claro, pocas en esta enorme sala la verían hacerse realidad. Con cuánta frecuencia la esperanza viene sazonada de amargura.
En la Tierra solían decir que encontramos la inmortalidad a través de nuestros hijos. Es un consuelo, aunque la mayoría de nosotros sabe que cuando morimos, cesamos.
Sin embargo, en Stratos… Ya no sé qué pensar. Bajo aquel dosel, en el último extremo del recinto de la feria, sentí algo familiar que me había parecido remoto en la Casa Nitocri, o en las cámaras de mármol de la acrópolis.
En el Pabellón Var, noté un familiar aroma de mortalidad.
Los oponentes ofrecieron alterar las reglas.
Maia sabía que era algo que se hacía con bastante frecuencia. Aproximadamente una partida de Vida de cada cinco contenía alguna variante acordada. Éstas oscilaban entre usar límites extraños hasta alternar los cánones fundamentales del juego: incluir más de dos colores, o cambiar la forma en que las piezas respondían al estatus de sus vecinas.
En este caso, no se pretendía nada complicado. Para ahorrar tiempo (y quizá recalcar la indefensión de sus adversarios), el pinche de cocina y el grumete sugirieron que cada bando colocara
.cuatro
filas cada vez, en lugar de sólo una. Ya que ellos abrirían la partida, se trataba de una concesión generosa, como ceder un peón a un oponente de ajedrez. Maia y Renna podrían ver una disposición más amplia del otro lado del tablero, y discutir posibles cambios antes de colocar cada una de sus filas.
Maia observó tensa cómo los dos jóvenes colocaban sus piezas. Fueron pasando los segundos y notó que se le deshacía lentamente el nudo del estómago.
.No son tan imaginativos, después de todo
, pensó.
.O se vuelven perezosos
. El oasis de los muchachos ya quedaba claro en una zona protegida por una variedad afilada de pauta llamada «verja larg»..
Maia encontraba divertido estar allí de pie leyendo un tablero de juego de aquella forma. La noche anterior, durante su primera partida, había tenido uno o dos momentos de inspiración, pero estaba demasiado confundida y preocupada para disfrutar del proceso, o para relajarse y contemplar el juego como un conjunto. Eso había cambiado con los preparativos de aquella tarde y la sesión con Renna explorando posibilidades. Ahora sentía un extraño desapego, aunque estaba ansiosa, como si se hubiera roto en ella una barrera, llevando algo más allá de la mera curiosidad.
Casi con toda certeza aquello era una consecuencia de la cruel conversación mantenida con Baltha, que le había hecho desesperar, al menos de tener la camaradería de las mujeres. Pero eso no explicaba del todo su súbita pasión por aquel juego.
Debo aceptarlo. Soy anormal.
Su afición no había empezado con aquel viaje, ni al conocer a Renna, ni siquiera al estudiar navegación con el viejo Bennett. A los tres años, le encantaba bajar a los muelles y ver a los marineros rascarse la barba y comentar la disposición de sus piezas mecánicas. Muchas mujeres disfrutaban del baile de formas, aunque siempre había habido algo implícito en las indulgentes apreciaciones de las ciudadanas. Nadie decía claramente que aquello no era cosa de niñas. Habían bastado las miradas de desdén, sobre todo las de Leie. Ansiosa por encajar en una corriente, la joven Maia había imitado las palabras de afectuoso desprecio, reprimiendo, según veía ahora en retrospectiva, aquella primera fascinación.
.Siempre me han encantado las pautas, los rompecabezas. Tal vez todo sea un error. Debería haber sido un muchacho .
No se tomaba en serio aquel irónico pensamiento de pasada. Maia se sentía profundamente femenina. Sin duda se había topado simplemente con un talento insensato que se ponía de manifiesto. Un talento que, ay, carecía de mucha utilidad en la vida real. No conocía ningún nicho lucrativo en la sociedad de Stratos para una mujer navegante capaz también de practicar juegos masculinos.
.Ningún nicho. Ningún camino dorado hacia el matriarcado. Pero tal vez una vida. A Naroin parece irle bien pasando la mayor parte del año en el mar .
Era curioso pensar en hacer carrera como marinera. La ruda camaradería que Naroin y las otras vars compartían con los marineros tenía sus atractivos. Por otro lado, ¿una vida de izar cabos y asegurar cabrestantes…? Maia sacudió la cabeza.
El público se congregó. Los muchachos colocaron sus piezas, al principio deprisa, luego deteniéndose a señalar y discutir antes de alcanzar un consenso y continuar su tarea. Maia sofocó un bostezo, se metió las manos en los bolsillos del abrigo, y movió los pies para activar la circulación. La tarde de invierno era suave. Bancos de nubes bajas y oscuras servían para retener parte del calor del día. Cuando las sombras ocre de la puesta de sol ya teñían el horizonte, encendieron las lámparas que colgaban sobre la zona de juegos.
En el alcázar, el timonel olisqueó el aire e intercambió una mirada con el capitán, el cual respondió con un breve movimiento de cabeza. La caña del timón giró unos pocos grados. Pronto, un ligero cambio en el movimiento oscilante del barco acompañó el ritmo alterado de los crujientes mástiles.
Sin que se les dijera nada, dos marineros corrieron a un grupo de cabrias de la banda de estribor y maniobraron hasta tensar una vela.
Maia se preguntó si había algo intrínseco en los varones que los hacía sensibles a las pistas del viento y la marea. ¿Por eso ninguna mujer servía como oficiala en los barcos oceánicos? Siempre había asumido que se trataba de algo genético.
.Pero claro, yo pensaba que los hombres no podían montar a caballo, hasta que Renna lo hizo, y los hombres también surcaban los cielos en zep’lines, hace mucho tiempo, antes de que se les prohibiera hacerlo
.