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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (99 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Pero una vez, en la trigésimo segunda semana del año 35, él y Bao hicieron una visita clandestina al que había sido su viejo barrio en Pekín, escondiéndose en un camión de reparto lleno de coles, y bajando cerca de la Gran Puerta Roja.

Al principio parecía que todo había cambiado. Desde luego, el barrio más cercano del otro lado de la puerta había sido demolido por completo y se habían abierto nuevas calles, por lo cual no había manera de encontrar los antiguos lugares junto a la puerta, puesto que ya no estaban. En su lugar, había una gran comisaría de policía y varias unidades de trabajo, alineadas paralelamente a la antigua muralla de la ciudad que todavía existía a una corta distancia a cada lado de la puerta. Se habían trasplantado árboles bastante grandes a las esquinas de las nuevas calles, protegidos por gruesas vallas de hierro forjado con clavos; la vegetación tenía buen aspecto. Las ventanas de los dormitorios de las unidades de trabajo daban afuera, otra nueva característica que se agradecía; en los viejos tiempos siempre habían sido construidas con paredes ciegas al mundo exterior, y sólo en los patios interiores había algún que otro signo de vida. Ahora, las calles estaban llenas de carros de vendedores y de tenderetes rodantes para la venta de libros.

—No está mal —tuvo que admitir Bao.

—A mí me gustaba más como estaba antes —dijo Kung sonriendo—. Sigamos y veamos qué podemos encontrar.

La cita era en una antigua unidad de trabajo que ocupaba varios edificios más pequeños un poco al sur del nuevo barrio. Allí, las callejuelas eran más estrechas que nunca, todo era ladrillos y polvo y barro, no se veía ni un solo árbol. Se pasearon un poco con gafas oscuras y gorra de aviador como la mitad de los jóvenes que andaban por allí. Nadie les prestaba la menor atención, y pudieron comprar un cucurucho de papel con fideos y comer de pie en una esquina entre el gentío y el tráfico, observando la familiar escena, que no parecía haber cambiado nada en los escasos pero ajetreados años que habían pasado.

—Extraño este lugar —dijo Bao.

—No pasará mucho tiempo más antes de que podamos mudarnos otra vez aquí, si queremos —respondió Kung—. Disfrutar otra vez de Pekín, el centro del mundo.

Pero primero, había que hacer la revolución. Se metieron rápidamente en una de las tiendas de la unidad de trabajo y se encontraron con un grupo de supervisores de unidad, casi todas mujeres mayores. Ellas no solían impresionarse con cualquier muchacho que abogara por un cambio total, pero para aquel entonces Kung era famoso, y lo escucharon atentamente. Le hicieron muchas preguntas detalladas, y cuando él terminó lo saludaron con la cabeza, le dieron unas palmadas en el hombro y volvieron a mandarlo a la calle, diciéndole que era un buen muchacho y que debía salir de la ciudad antes de que lo arrestaran, y que ellas lo apoyarían si fuera necesario. Eso era lo que pasaba con Kung: todos podían sentir el fuego que había en él y respondían de la manera más humana. Si él era capaz de convencer a las mujeres mayores de la Guerra Larga en una sola reunión, entonces nada era imposible. Más de una aldea y unidad de trabajo estaban pobladas enteramente por estas mujeres mayores, al igual que los hospitales y los institutos budistas. Para aquel entonces Kung ya lo sabía todo acerca de ellas: las pandillas de viudas y abuelas, las llamaba él.

—Mentes que dan miedo, ellas están más allá del mundo pero conocen de éste cada tael, por lo que pueden ser muy duras, muy poco sentimentales. Suele haber buenas científicas entre ellas. Políticas de gran ingenio. Es mejor no cruzarse con ellas. —Y él nunca lo hacía, pero aprendía de ellas, y las honraba; Kung sabía dónde radicaba el poder en cualquier situación—. Cuando las mujeres mayores y los hombres jóvenes lleguen a unirse alguna vez, ¡todo habrá acabado!

Kung también viajó a Tangshan para reunirse con Zhu Isao en persona, y para discutir con el viejo filósofo la campaña para China. Bajo la égida de Zhu, voló hasta Yingzhou y habló con los representantes japoneses y chinos de la Liga de Yingzhou; también se reunió con enviados de Travancore y con gente de Fangzhang; cuando regresó, traía promesas de apoyo de todos los gobiernos progresistas del Nuevo Mundo.

Poco tiempo después de aquello, una gran flota hodenosauní llegó a Tangshan y descargó enormes cantidades de provisiones y armas, y otras flotas similares aparecieron en todas las ciudades portuarias que todavía no estaban bajo control revolucionario, bloqueándolas en efecto si no de palabra, y las fuerzas de la Nueva China pudieron en los años siguientes ganar batallas en Shanghai, Cantón, Hangzhou, Nankín y, más adentro, en toda China. El ataque final en Pekín fue más una entrada triunfal que otra cosa; los soldados del antiguo ejército desaparecieron en la gran ciudad o huyeron para esconderse en sus últimos bastiones en Gansu; Kung estaba con Zhu en uno de los primeros camiones de una larguísima caravana de vehículos que entró en la capital sin oposición alguna; de hecho fue inmensamente celebrada cuando pasaba por la Gran Puerta Roja, en el equinoccio de primavera que daba comienzo al año 36.

Fue más tarde esa misma semana que la Ciudad Prohibida fue abierta a la gente, que sólo había estado antes allí unas pocas veces, después de la desaparición del último emperador, cuando durante algunos años de la guerra había servido como parque público y cuartel del ejército. Durante los últimos cuarenta años, había estado cerrada otra vez para la gente; ahora entraba a raudales para escuchar a Zhu y su círculo íntimo que hablaban a China y al mundo. Bao estaba entre la multitud acompañándolos, y a medida que iban pasando por debajo de la Puerta de la Gran Armonía notó que Kung miraba a su alrededor, como si estuviera sorprendido. Meneaba la cabeza y tenía una expresión extraña en el rostro; fue así que subió al estrado junto a Zhu, quien hablaría a las masas extáticas que desbordaban la plaza.

Zhu todavía estaba hablando cuando se escucharon los disparos. Zhu cayó, Kung cayó; todo era un caos. Bao luchó para abrirse paso a través de la multitud que no paraba de vociferar y llegó al círculo de gente que rodeaba a los heridos en el estrado; muchas de esas personas eran hombres y mujeres que él conocía, que intentaban establecer el orden y conseguir asistencia médica y una manera de salir de la zona del palacio hacia un hospital. Uno que lo reconoció dejó que Bao se acercara, y él corrió hasta estar junto a Kung. El asesino había utilizado las grandes balas de punta roma que se habían desarrollado durante la guerra, y había sangre en todo el estrado, chocante en su copiosa y reluciente rojez. A Zhu le habían dado en un brazo y en una pierna; a Kung en el pecho. Tenía un gran agujero en la espalda y su rostro estaba gris. Se estaba muriendo. Bao se arrodilló junto a él y le cogió la mano derecha mientras decía su nombre. Kung miró a través de él; Bao no estaba seguro de que estuviera viendo algo.

—¡Kung Jianguo! —gritó Bao. Las palabras salieron de su boca como nunca antes habían salido otras.

—Bao Xinhua —articuló Kung con los labios—. Sigue adelante.

Ésas fueron sus últimas palabras. Murió antes de que consiguieran sacarlo de allí.

Esta braza cuadrada

Todo eso sucedió cuando Bao era joven.

Después del asesinato de Kung, él no estuvo demasiado bien durante un tiempo. Asistió al funeral y no derramó una lágrima; pensaba que estaba más allá de esas cosas, que era realista, que la causa era lo que importaba y que la causa seguiría adelante. Estaba entumecido en su propio dolor, sentía que en realidad eso no le importaba. Le parecía extraño, pero era así. No era todo tan real, no podía serlo. Ya lo había superado.

Bao mantuvo la nariz sobre los libros, y leyó sin darse descanso. Asistió al instituto de Pekín y leyó historia y ciencias políticas, y aceptó puestos diplomáticos en el nuevo gobierno, primero en Japón, luego en Yingzhou, luego en Nsara, luego en Birmania. El programa de la Nueva China progresaba, pero lenta, muy lentamente. Las cosas estaban mejor pero la situación no evolucionaba de una manera rápida y apreciable. Diferente, pero en algunos aspectos igual. La gente seguía luchando, la corrupción infectaba a las nuevas instituciones, siempre era una batalla. Todo tomó mucho más tiempo del que nadie se había imaginado, y sin embargo, después de algunos años, todo era también de algún modo completamente diferente. El ritmo de la historia era mucho más lento que el tiempo de una persona.

Un día, después de algunos años, conoció a una mujer llamada Pan Xichun, una diplomática de Yingzhou que trabajaba en Pekín, en la embajada de Yingzhou. Se les encomendó que trabajaran juntos en la Liga Dahai, la asociación de Estados que rodeaban al Gran Océano, y como parte de ese trabajo ambos fueron enviados por sus respectivos gobiernos a una conferencia en Hawai, en el medio del Dahai. Allí, en las playas de la gran isla, pasaron mucho tiempo juntos; cuando regresaron a Pekín eran pareja. Los antepasados de ella eran tanto chinos como japoneses, y todos sus bisabuelos habían vivido en Yingzhou, en Fangzhang y en el valle que hay detrás. Cuando la misión de Pan Xichun en Pekín terminó y ella regresó a casa, Bao hizo los arreglos necesarios para que lo trasladaran a la embajada china en Fangzhang, y voló sobre el Dahai hasta las espectaculares costas verdes y colinas doradas de Yingzhou.

Allí, él y Pan Xichun se casaron y vivieron juntos durante veinte años, criando a dos niños, un hijo, Zhao, y una hija, Anzi. Pan Xichun se hizo cargo de uno de los ministerios del gobierno de Yingzhou, lo cual significaba que viajaba bastante a menudo a Isla Larga, a Quito, y a todos los países de la costa del Dahai. Bao se quedaba en casa y trabajaba para la embajada china, cuidaba de los niños, y escribía y enseñaba historia en el instituto de la ciudad. Era una buena vida la que llevaban en Fangzhang, la más hermosa y espectacular de todas las ciudades; a veces, Bao creía que su juventud en la China revolucionaria era una especie de sueño vivido e intenso que había tenido una vez. A veces venían eruditos para hablar con él, y él solía rememorar aquellos años, y una o dos veces incluso escribió sobre algunos momentos de esa época; pero todo eso lo hacía poniendo en medio una gran distancia.

Luego, un día, sintió un bulto en un pecho de Pan Xichun; era cáncer. Un año más tarde, después de mucho sufrimiento, ella murió. De la misma manera que había hecho otras cosas en su vida.

Bao, desolado, quedó a cargo de la crianza de sus hijos. Zhao ya era casi un adulto y no tardó en conseguir un trabajo en Aozhou, del otro lado del mar, de modo que Bao lo veía pocas veces. Anzi era más joven, y Bao hizo lo que pudo por ella, contratando mujeres para que vivieran en la casa y le ayudaran, pero por alguna razón hizo demasiados esfuerzos, se preocupó demasiado; a menudo Anzi se enfadaba con él y, en cuanto pudo, se mudó y se casó. Después de eso ella fue a verlo muy raramente. De alguna manera, Bao había estropeado esa relación y ni siquiera sabía cómo.

Le ofrecieron un puesto en Pekín, y regresó, pero era demasiado extraño; Bao se sentía como un preta, vagando por los escenarios de una vida pasada. Se quedó en la zona occidental de la ciudad, barrios nuevos que no se parecían en nada a los que él había conocido. Se prohibió a sí mismo la Ciudad Prohibida. Intentó leer y escribir, pensando que si al menos conseguía escribirlo todo, podría hacerlo desaparecer para siempre.

Después de unos años, aceptó un puesto en Pyinkayaing, la capital de Birmania, para trabajar en la Liga del Organismo de Todos los Pueblos por la Armonía con la Naturaleza, como representante chino y diplomático en general.

Escribiendo historia birmana

Pyinkayaing estaba situada en el más occidental de los canales de las desembocaduras del Irrawaddy, ese gran río carretera de la vida birmana, que para entonces ya estaba urbanizado a lo largo de todas las bocas del delta formando una inmensa ciudad de cara al río, o un cúmulo de ciudades, río arriba por cada brazo del río hasta Henzada y, aún más arriba, hasta Mandalay. Pero era en Pyinkayaing donde la enorme ciudad podía verse en toda su inmensidad, los canales del río fluyendo hacia el mar como grandes avenidas, entre grupos de altísimos rascacielos que convertían a los ríos en profundos cañones, con innumerables calles y callejuelas tendidas como puentes y alternando con los mucho más numerosos canales, entrecruzándose unos con otros formando varias tramas superpuestas, y todos ellos dominados por los profundos cañones formados por la miríada de altos edificios.

A Bao le fue asignado un apartamento en el piso ciento sesenta de uno de los rascacielos junto al brazo principal del Irrawaddy, cerca del mar. Cuando salió por primera vez al balcón, se quedó pasmado ante aquella vista, y se pasó casi toda una tarde mirando a su alrededor: el mar al sur, la Roca Pagoda al oeste, a lo largo de las otras bocas del Irrawaddy hacia el este, y río arriba, los tejados de la ciudad, el millón de ventanas de los otros rascacielos que se alineaban a lo largo del río y se apiñaban en todo el delta. Todos los edificios habían hundido sus cimientos en las profundidades de las tierras aluviales del delta hasta encontrar la roca, y un famoso sistema de presas y esclusas y rompeolas alejados de la costa había protegido a la ciudad contra las inundaciones provocadas por las lluvias río arriba, las mareas extraordinarias del océano Índico, los tifones; ni siquiera la subida del nivel del mar que estaba empezando ahora amenazaba fundamentalmente a la ciudad, que en realidad era una especie de colección de barcos anclados permanentemente en el lecho rocoso, de manera que si finalmente tenían que abandonar la «planta baja» de las construcciones y subir, se trataría simplemente de otro desafío para la ingeniería, algo que mantendría ocupada a la industria de la construcción durante los años venideros. Los birmanos no le tenían miedo a nada.

Vistos desde arriba, los pequeños juncos y los taxis acuáticos trazaban su delicada caligrafía blanca sobre el agua marrón azulada. En esa trama, Bao creyó leer una especie de mensaje, que traspasaba apenas el límite de su comprensión consciente. Ahora entendía por qué los birmanos escribían «historia birmana»; porque tal vez fuera cierto: tal vez todo lo que había sucedido alguna vez, había sucedido de manera que pudiera colisionar aquí para hacer algo más grande que cualquiera de sus elementos. Como cuando las estelas de varios taxis acuáticos chocaban unas con otras, lanzando una masa de agua blanca más arriba de lo que cualquier ola hubiera podido hacer sola.

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