Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Entonces, esta ciudad monumental, Pyinkayaing, fue el hogar de Bao durante los siete años siguientes. Cogía un coche cable que cruzaba el río a gran altura hasta las oficinas de la liga en la otra orilla, y trabajaba en los problemas ecológicos que comenzaban a atormentar al mundo, unos problemas que causaban tanto daño que hasta la propia Birmania podría algún día sufrir sus consecuencias, a menos que decidieran trasladar Pyinkayaing a la Luna, lo cual no parecía ser algo completamente imposible dada la enorme energía y confianza en sí mismos de los birmanos.
Pero no en vano habían sido ellos un poder durante tanto tiempo; habían visto muy bien cómo giraba la rueda. A lo largo de los años, Bao visitó cientos de tierras diversas como parte de su trabajo, y muchas le recordaban que, con el paso del tiempo, las civilizaciones se levantaban y luego caían; y que muchas, cuando caían, realmente nunca volvían a levantarse. El centro del poder vagaba por la faz de la Tierra como un pobre y desasosegado inmortal, siguiendo al sol. Debía suponerse que Birmania no sería inmune a ese destino.
Ahora Bao volaba en las más modernas naves del espacio, que se salían de la atmósfera como los proyectiles de artillería de la Guerra Larga, y aterrizaban del otro lado del globo tres horas más tarde; también volaba en las gigantescas naves aéreas que todavía transportaban la mayor parte del tráfico y la carga en todo el mundo, su lentitud más que compensada por su capacidad, zumbando de un lado para otro como enormes barcos en el mar de aire, en su mayoría imposibles de hundir. Bao consultaba con oficiales en muchos países de la Tierra, así llegó a entender que los problemas ecológicos en parte eran sólo una cuestión de números. La población del planeta estaba creciendo con tanta fuerza desde la Guerra Larga que ya se estaba acercando a los ocho mil millones de personas; aquello podía significar más gente de la que el planeta podía alimentar, o al menos eso era lo que especulaban muchos científicos, especialmente los más conservadores, los que tenían una especie de temperamento taoísta, muy numerosos en China y sobre todo en Yingzhou.
Pero también, aparte del número de personas, estaba la acumulación de riqueza y su desigual distribución de modo que, para la gente de Pyinkayaing, hacer una fiesta en Ingali o en Fangzhang en la que se gastarían diez años de las ganancias de un magrebí en un fin de semana de placer era algo insignificante, mientras que la gente de Firanja y de Inca seguía sufriendo frecuentemente de malnutrición. Esta discrepancia existía a pesar de los esfuerzos de la Liga de Todos los Pueblos y de los movimientos igualitarios en China, Firanja, Travancore y Yingzhou. En China, el movimiento igualitario no había surgido sólo a partir de la visión de Zhu, sino también de la noción taoísta del equilibrio, como solía señalar siempre Zhu. En Travancore, había surgido de la idea budista de la compasión; en Yingzhou, del concepto hodenosauní de la igualdad de todas las personas; en Firanja de la idea de justicia ante Dios. En todos los sitios existía la idea, pero la palabra todavía pertenecía a una reducida minoría de ricos; la riqueza se había ido acumulando durante siglos en unas pocas manos, y la gente que tenía la suerte de nacer dentro de esta vieja aristocracia vivía a la manera antigua, con derechos propios de reyes extendidos ahora entre los ricos de la Tierra. El dinero había reemplazado a la tierra como base del poder, y el dinero corría de acuerdo a su propia ley de la gravedad y de acumulación que, a pesar de estar divorciadas de la naturaleza, eran las leyes que regían en muchos países de la Tierra, fueran cuales fueran sus ideas religiosas o filosóficas sobre el amor, la compasión, la caridad, la igualdad, la bondad y cosas por el estilo. El viejo Zhu había tenido razón: el comportamiento de la humanidad todavía estaba basado en leyes antiguas, que determinaban el régimen de posesión de los alimentos, la tierra, el agua y los excedentes de riqueza, cómo se poseía el fruto del trabajo de ocho mil millones de personas. Si estas leyes no cambiaban, el armazón vivo de la Tierra bien podría quedar destrozado y ser heredado por las gaviotas, las hormigas y las cucarachas.
Así que Bao viajaba, hablaba, escribía y volvía a viajar. Durante gran parte de su carrera trabajó para la liga en el Organismo por la Armonía con la Naturaleza, intentando durante varios años coordinar los esfuerzos que se hacían en el Viejo y en el Nuevo Mundo para mantener con vida a algunos de los mamíferos más grandes; muchos de ellos en franca extinción, y si nada se hacía al respecto se perderían muchos de ellos, en un caso de extinción antropógena que competía incluso con las colisiones mundiales que ahora se estaban encontrando en los registros de fósiles.
Después de estas misiones diplomáticas, Bao regresaba a Pyinkayaing en las nuevas y grandes naves aéreas que eran una combinación de dirigible flexible y avioneta, aerodeslizador y catamarán, que se deslizaban sobre el agua o en el aire según las condiciones climáticas y las mercancías transportadas. Miraba desde su apartamento el mundo allí abajo y veía la relación del hombre con la naturaleza dibujada en las estelas dejadas en el agua por los taxis acuáticos, en las estelas de vapor de los aviones y en los grandes cañones formados por los rascacielos de la ciudad. Éste era su mundo, un mundo que cambiaba cada año; una vez, cuando visitó Pekín y trató de recordar su juventud, otra vez, cuando fue a Kwinana en Aozhou, para ver a su hijo Zhao y su familia, o cuando trató de recordar a Pan Xichun —incluso cuando visitó una vez Fangzhang, el sitio de aquellos años— apenas pudo reconocerlos ni recordarlos. O, para ser más precisos —porque podía recordar muchas otras cosas que habían sucedido— era el sentimiento que estas cosas le despertaban lo que había desaparecido, diluido con los años. Era como si le hubieran pasado a otra persona. Como si fueran encarnaciones pasadas.
Alguien en las oficinas de la liga pensó en invitar a Zhu Isao para que fuera a Pyinkayaing y diera algunas clases en la liga de trabajadores, abiertas a cualquier persona que quisiera asistir. Bao se sorprendió al ver aquel anuncio; él suponía que en algún momento Zhu habría muerto, hacía ya tanto tiempo que entre todos habían cambiado China; Zhu sería un anciano en aquel entonces. Pero esa suposición resultó ser un error juvenil de Bao; Zhu tenía unos noventa años, según le informaron, lo cual significaba que en los tiempos de la revolución sólo andaría por los setenta años. Bao tuvo que reírse de ese error de cálculo tan característico de los jóvenes. Se matriculó en el curso con gran expectación.
Zhu Isao resultó ser un vivaz anciano de cabellos blancos, pequeño pero no más de lo que había sido antes, con una mirada perspicaz y curiosa. Estrechó la mano de Bao cuando éste se acercó antes de la conferencia introductoria y le ofreció una ligera pero amistosa sonrisa:
—Me acuerdo de ti —dijo—. Uno de los oficiales de Kung Jian—guo, ¿no es cierto?
Y Bao le apretó fuerte la mano, bajando la cabeza a modo de respuesta afirmativa. Se sentó lleno de la calidez del anciano. El anciano todavía caminaba con el fantasma de una cojera desde aquel terrible día. Pero se había alegrado de ver a Bao.
En su primera conferencia, Zhu resumió el plan del curso; esperaba que fuera una serie de conversaciones sobre historia en las que se discutiría cómo se construía y qué significaba la historia y cómo podían utilizarla para ayudarse a trazar un itinerario posible en las próximas difíciles décadas, «cuando por fin tengamos que aprender la forma de vivir en la Tierra».
Mientras escuchaba al anciano, Bao tomaba notas; golpeaba ligeramente su pequeño atril de mano, como muchos otros en la clase. Zhu explicó que ante todo esperaba describir y discutir las distintas teorías de la historia que habían sido propuestas a través de los siglos y luego analizar esas teorías, no sólo confrontándolas con la descripción de acontecimientos reales, «algo difícil, puesto que estos acontecimientos son recordados por lo bien que encajan con las diferentes teorías», pero también por la forma en que esas mismas teorías habían sido estructuradas y qué tipo de futuro suponían, «ya que aquí está nuestra posible utilización principal de ellas. Doy por hecho que lo que importa en la historia es la posibilidad de que podamos utilizarla».
Así fue que a lo largo de los meses siguientes se determinó un patrón, y un día de cada tres, el grupo solía reunirse en una habitación alta de uno de los edificios de la liga que daba al Irrawaddy: algunos diplomáticos, estudiantes del lugar y jóvenes historiadores de todas partes, muchos de los cuales habían llegado a Pyinkayaing especialmente para aquella clase. Todos se sentaban y escuchaban a Zhu, y a pesar de que él seguía alentándolos para que entraran en la discusión e hicieran de ella una larga conversación, los asistentes se contentaban mayoritariamente con escucharlo pensar en voz alta, incitándolo únicamente con sus preguntas.
—Bueno, yo también estoy aquí para escuchar —solía decir, y entonces, cuando se le insistía para que continuara, se ablandaba—. Debo ser como Pao Ssu, supongo, que decía: «Yo soy un buen oyente, escucho hablando».
Así que se embarcaban en discusiones sobre la teoría de las cuatro civilizaciones, hecha famosa por al-Katalan; y la teoría de al-Lanzhou del choque de culturas, del progreso por el conflicto («claramente correcta en cierto sentido, puesto que ha habido mucho conflicto y mucho progreso»); las bastante similares teorías de la conjunción, según las cuales las inadvertidas conjunciones de desarrollos, a menudo en campos de esfuerzo sin conexión, tenían grandes consecuencias. Los numerosos ejemplos de Zhu incluyeron uno que presentó con una pequeña sonrisa: la introducción casi simultánea del café y de la imprenta en el califato iraní, que habían provocado una gran producción de literatura. Discutieron la teoría del eterno regreso, que combinaba cosmologías hindúes con lo último en física para sugerir que el universo era tan vasto y antiguo que todo lo posible no sólo había ocurrido, sino que había ocurrido un infinito número de veces («ésta tiene una utilidad limitada, sólo alcanza para explicar el sentimiento que lo invade a uno de que las cosas han pasado antes»); y las otras teorías cíclicas, basadas frecuentemente en las estaciones, o en el ciclo vital del cuerpo.
Después mencionó la «historia dharma» o «historia birmana», refiriéndose a cualquier historia que creyera que ha habido progreso hacia algún objetivo que se manifiesta por sí mismo en el mundo o en planes para el futuro; también la «historia bodhisattva», que sugería que había culturas iluminadas que de alguna manera habían evolucionado más y luego habían retrocedido para encontrarse con las demás y habían trabajado para ayudarlas a avanzar: las primeras épocas de China, Travancore, los hodenosauníes, la diáspora japonesa, Irán; todas estas culturas habían sido propuestas como posibles ejemplos de este modelo, «aunque ésta parecería ser una cuestión de juicio individual o cultural, lo cual es muy poco provechoso para los historiadores que buscan un modelo mundial. Aunque llamarlas tautológicas es una crítica débil, porque la verdad es que todas las teorías son tautológicas. Nuestra propia realidad es una tautología».
Alguien planteó la vieja pregunta de si el «gran hombre» o los «movimientos de masas» eran la fuerza principal del cambio, pero Zhu desechó esta cuestión inmediatamente diciendo que se trataba de un falso problema.
—Todos somos grandes hombres, ¿no es así?
—Tal vez tú lo seas —murmuró la persona sentada junto a Bao.
—... lo que importa son los momentos de revelación en cada vida, cuando la costumbre ya no es suficiente, y hay que tomar decisiones. Ahí es cuando todos se convierten en el gran hombre durante un instante; las decisiones tomadas en esos momentos, que se dan con mucha frecuencia, se combinan luego para crear la historia. En ese sentido, supongo que caigo del lado de las masas en el sentido de que, sea como sea, ha sido un proceso colectivo.
»Además, esta expresión, «el gran hombre», debería por supuesto traer a colación la cuestión de la mujer; ¿están ellas incluidas en esta descripción? ¿O deberíamos describir la historia como la historia de las mujeres apoderándose nuevamente del poder político que perdieron con la introducción de la agricultura y la creación del excedente de riqueza? ¿Sería la derrota gradual y sin terminar del patriarcado la historia más larga de la historia? ¿Junto, tal vez, con la derrota gradual e incierta de las enfermedades contagiosas? ¿De modo que hemos estado luchando contra microparásitos y macroparásitos, eh? ¿Los microbios y los patriarcas?
Sonrió después de decir aquello, y pasó a discutir la lucha contra las Cuatro Grandes Desigualdades, y otros conceptos salidos de las obras de Kang y al-Lanzhou.
Después de eso, Zhu utilizó algunas sesiones para describir varios «momentos de cambio de fase» en la historia mundial, que para él eran significativos: la diáspora japonesa, la independencia de los hodenosauníes, el cambio del comercio terrestre al marítimo, el Florecer de Samarcanda, y otros más a partir de allí. También dedicó varias sesiones a la discusión de los últimos movimientos entre historiadores y científicos sociales, a lo que llamó «historia animal», el estudio de la humanidad en términos biológicos, por lo cual se convertía no en una cuestión de religiones y filosofías, sino más bien en un estudio de primates que luchan por la comida y el territorio.
Habían transcurrido ya varias semanas del curso cuando dijo:
—Ahora estamos preparados para llegar a lo que más me interesa estos días, que no es el contenido de la historia, sino su forma.
»Porque vemos inmediatamente que lo que llamamos historia tiene por lo menos dos significados: primero, sencillamente lo que ocurrió en el pasado, algo que nadie puede saber, puesto que desaparece con el tiempo, y segundo, todas las historias que contamos acerca de lo que ocurrió.
»Estas historias son de diferentes tipos, por supuesto, y gente como Rabindra y Blanco Erudito las han clasificado. Primero vienen los informes de testigos oculares y las crónicas de acontecimientos que se hacen poco tiempo después de que las cosas hayan acontecido, también los documentos y los registros; éstos son historia como el trigo que aún está en el campo, puesto que todavía no ha sido cosechada ni cocida, y de esta manera nos ofrece comienzos o finales o causas. Estas historias ya cocidas no llegan hasta más tarde, y son historias que intentan coordinar y reconciliar los materiales de origen, que no sólo describen sino también explican.