Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
—¡Ah! —dijo Bahram, herido—. Yo sí que hago mi parte. Siempre he hecho mi parte. Sin mí ninguno de vosotros sería capaz de seguir adelante. ¡Se necesita coraje para mantener al amor en el centro de todas las cosas, cuando sabes tan bien como cualquiera cuál es el verdadero estado de las cosas! Es fácil enfadarse, cualquiera puede hacerlo. La parte difícil es hacer el bien, seguir teniendo fe, ¡ésa es la parte difícil! Mantenerse en el amor: ésa es la parte difícil.
Khalid movió la mano.
—Todo lo que dices está muy bien, pero sólo importa si te enfrentas con la verdad y luchas. Estoy harto del amor y de la felicidad; quiero justicia.
—¡Yo también!
—Muy bien; entonces demuéstramelo. Demuéstrame lo que puedes hacer esta próxima vez ahí afuera, en ese mundo miserable: algo más que la felicidad.
—¡Lo haré! —Bien.
Khalid se levantó pesadamente y cojeó hasta donde estaba Sayyed Abdul Aziz; sin que mediara ninguna advertencia, lo pateó y lo arrastró por todo el escenario.
—¡Y tú! —bramó—. ¡Cuál es tu EXCUSA! ¿Por qué eres siempre tan malo? ¡La coherencia no es una excusa, tu CARÁCTER no es una EXCUSA!
Sayyed lo miró con furia desde el suelo y se llevó un nudillo lastimado a la boca. Su mirada era asesina.
—Déjame en paz.
Khalid amagó patearlo otra vez, luego renunció.
—Ya tendrás tu merecido —prometió—. Un día de éstos, tendrás tu merecido.
—Olvídalo —le aconsejó Iwang—. Él no es el verdadero problema; el problema siempre formará parte de nosotros. Olvídate de él y de los dioses. Vamos a concentrarnos en hacerlo nosotros, sin ayuda. Nosotros podemos crear nuestro propio mundo.
Los Guardianes de la Puerta enviaron corredores que llevaban sartas de wampum para anunciar una reunión del consejo en el Puente Flotante. Querían dar el rango de jefe al extranjero al que llamaban Deloeste. Los cincuenta sachems habían acordado celebrar la reunión, ya que no había nada anormal en esto. Había muchos más jefes que sachems, y el título moría con el hombre, y cada nación era libre de elegir el suyo propio, según lo que sucediera en las aldeas cuando estuvieran en pie de guerra. El único aspecto fuera de lo común de aquella promoción era la procedencia extranjera del candidato; sin embargo él había estado viviendo cierto tiempo con los Guardianes de la Puerta; además, se rumoreaba en las nueve naciones y las ocho tribus que él era una persona interesante.
El extranjero había sido salvado por un grupo armado de Guardianes que había llegado bastante lejos hacia el oeste para infligir otro ataque a los sioux, el pueblo occidental que vivía al lado de los hodenosauníes. Los guerreros se habían encontrado con una sesión de tortura de los sioux; la víctima estaba colgada del pecho con unos ganchos y ardía un fuego debajo de él. Mientras esperaban que la emboscada estuviera preparada, los guerreros se habían quedado impresionados con las palabras que decía la víctima, dichas en una versión comprensible del dialecto de los Guardianes, como si se hubiese dado cuenta de que ellos estaban por allí.
El comportamiento habitual de la gente durante la tortura era reír intensamente frente al enemigo, para demostrarle que ningún dolor causado por el hombre puede triunfar sobre el espíritu. Con el extranjero no había sido así. Comentó tranquilamente a sus captores, en la lengua de los Guardianes más que en la de los sioux:
—Sois unos torturadores muy incompetentes. Lo que hiere al espíritu no es la pasión, porque toda pasión es ánimo. Como me odiáis me ayudáis. Lo que realmente duele de verdad es ser aplastado como un gusano en un miserable agujero. En el sitio de donde yo vengo tienen mil maneras para arrancar la piel, pero lo que duele de verdad es su indiferencia. Aquí me recordáis que soy humano y que estoy lleno de pasión, que soy un blanco de la pasión. Soy feliz de estar aquí. Y estoy a punto de ser rescatado por guerreros mucho mejores que vosotros.
Los senequianos emboscados habían tomado aquello como una innegable señal de ataque y, con alborozados gritos de guerra, se habían lanzado sobre los sioux y habían descabellado a todos los que habían podido atrapar mientras que habían tenido particular cuidado al rescatar al cautivo que había hablado tan elocuentemente y en su propia lengua.
—¿Cómo sabías que estábamos aquí? —le preguntaron.
—Suspendido en lo alto como estaba —dijo él—, vi vuestros ojos entre los árboles.
—¿Y cómo conoces nuestra lengua?
—Hay una tribu de parientes vuestros en la costa oeste de esta isla, que viven allí desde hace mucho tiempo. Con ellos aprendí vuestra lengua.
Y entonces lo habían curado y llevado a casa, y vivió con los Guardianes de la Puerta y con la Gente de la Gran Colina, cerca del Niágara, durante varias lunas. Salió a cazar y a guerrear contra los enemigos, y las noticias de sus logros se habían difundido por las nueve naciones, y mucha gente lo había conocido y había quedado impresionada. A nadie le sorprendía que lo nombraran jefe.
El consejo se puso en el camino hacia la colina sobre el lago Canandaigua, donde los hodenosauníes habían aparecido por primera vez en el mundo saliendo de la tierra como los topos.
Como el Pueblo de la Colina, el Pueblo Granito, los Dueños del Sílex y los Tejedores de Camisas, llegados al sur dos generaciones antes, habían tenido malas experiencias con la gente que había llegado por el mar desde el este, viajaban hacia el oeste por el Camino Iroqués, que atraviesa de este a oeste la tierra de la liga. Acamparon a cierta distancia de la casa del consejo de los Guardianes y enviaron a unos corredores para anunciar su llegada, como aconsejaban las antiguas costumbres. Los sachems senequianos confirmaron el día de la reunión y repitieron su invitación.
En la mañana acordada, antes del amanecer, la gente se levantó y cogió sus rollos, y se reunió alrededor de algunas hogueras y de una rápida comida de tortas de maíz tostado y agua de arce. Al amanecer, el cielo estaba despejado, había apenas un rastro de borrosa nube gris hacia el este, como los dobladillos delicadamente bordados de los abrigos que llevaban las mujeres. La bruma que cubría el lago se arremolinaba como si la retorcieran unas hadas que patinaban sobre el lago, para reunirse en un consejo de hadas igual al de los humanos, como a menudo ocurría. El aire era frío y húmedo, sin indicio alguno del calor sofocante que seguramente llegaría con la tarde.
Las naciones visitantes fueron en grupo hasta los prados junto a la orilla del lago y se reunieron en los sitios habituales. Cuando el cielo se iluminó y pasó del gris al azul, ya había unas cien personas dispuestas a escuchar el Saludo al Sol cantado por uno de los viejos sachems senequianos.
Las naciones onondaga conservan el estilo del consejo y el wampum en el que se han depositado las leyes de la liga. Ahora, el poderoso y antiguo sachem, Guardián del Wampum, se puso de pie y expuso con las manos extendidas las cuerdas de wampum, pesadas y blancas. La de los onondagas es la nación central, su consejo dejó el escaño de los consejos de la liga. El Guardián del Wampum realizó una tosca danza por el prado cantando algo que muchos de ellos oyeron apenas como un grito distante.
Se encendió un fuego en el punto central y las pipas comenzaron la ronda habitual. Los mohawks, los onondagas y los senequianos, hermanos todos y padres de los otros seis, se instalaron al oeste del fuego; los oneidas, los cayugas y los tuscaroras se sentaron al este; las nuevas naciones, cheroqui, shawni y chactra, se sentaron al sur. El sol agrietó el horizonte; su luz inundó el valle como agua de arce, vertiéndose sobre todo y tiñiéndolo de un amarillo estival. El humo se enroscaba, el gris y el marrón se hacían uno. Era una mañana sin viento; las nubecillas sobre el lago se disiparon. Los pájaros cantaban desde la cubierta frondosa del bosque hacia el este del prado.
De entre los arcos de luz y de sombra salió un hombre de baja estatura y hombros anchos, descalzo y vestido con apenas un cinturón de corredor. Tenía el rostro redondo, muy plano. Era un extranjero. Caminaba con las manos juntas, mirando hacia abajo humildemente y pasó entre las naciones nuevas hasta llegar a la hoguera central; allí ofreció las manos abiertas a Honowenato, Guardián del Wampum.
—Hoy te conviertes en un jefe de los hodenosauníes —le dijo éste—. En estas ocasiones es costumbre que yo lea la historia de la liga tal como la recuerda el wampum y que reitere las leyes de la liga que nos han dado paz durante tantas generaciones y ha hecho que nuevas naciones se unan a nosotros desde el mar hasta el Mississippi, desde los Grandes Lagos hasta el Tennessee.
Deloeste asintió con la cabeza. Su pecho tenia profundas cicatrices como consecuencia de la tortura de los sioux. Era tan solemne como un buho.
—Me siento muy honrado. La vuestra es la más generosa de las naciones.
—Somos la más grande liga de naciones que existe bajo estos cielos —dijo el Guardián—. Vivimos en la tierra más alta de los iraqueses, con buenos caminos que bajan en todas las direcciones.
»En cada nación hay ocho tribus, que a su vez se dividen en dos grupos. Lobo, Oso, Castor y Tortuga; Ciervo, Cazador, Garza y Halcón. Cada miembro de la tribu Lobo es hermano y hermana de todos los otros Lobos, sin importar de qué nación sean. La relación que se tiene con otros Lobos es casi más fuerte que la que se tiene con los miembros de la propia nación. Es una relación cruzada, como la urdimbre utilizada en las cestas y las telas. Entonces somos una sola prenda. Como naciones, no podemos estar en desacuerdo, porque eso rompería el tejido de las tribus. Un hermano no puede luchar contra su hermano, una hermana no puede luchar contra su hermana.
»Pues bien, como Lobo, Oso, Castor y Tortuga son hermanos y hermanas, no pueden casarse entre ellos. Tienen que casarse con un Halcón, Garza, Ciervo o Cazador.
Deloeste asentía con la cabeza después de cada una de las declaraciones del Guardián. Éste las hacía con el tono de voz grave y solemne de un hombre que había dedicado su vida a hacer que aquel sistema funcionara y se expandiera a lo largo y a lo ancho. Deloeste había sido declarado miembro de la tribu Halcón, y jugaría con los halcones en el partido matutino de lacrosse. Ahora miraba al Guardián con la intensidad de un halcón, asimilando cada una de las irascibles palabras del anciano, sin tomar conciencia de la creciente multitud que se estaba reuniendo en la orilla del lago. La gente, por su parte, se ocupaba de sus asuntos, las mujeres en las hogueras preparando el banquete, algunos hombres marcando el campo de juego en el prado más grande.
Por fin, el Guardián terminó su recitación, y Deloeste se dirigió a todos en voz alta.
—Éste es el mayor honor de mi vida —dijo lentamente con su acento extraño pero comprensible—. Ser acogido por la mejor gente de la Tierra es más de lo que cualquier pobre vagabundo puede desear. Sin embargo, era algo que yo deseaba. Pasé muchos años en esta fantástica isla esperando este momento.
Inclinó la cabeza, las manos juntas.
—Un hombre sin pretensiones —comentó Iagogeh, La Que Escucha, esposa del Guardián del Wampum—. Tampoco es tan joven. Será interesante oír lo que nos diga esta noche.
—A ver cómo le va en el juego —dijo Tecarnos, Gota de Aceite, una de las sobrinas de Iagogeh.
—Ocúpate de la sopa —dijo ésta.
—Sí, madre.
El campo de juego era inspeccionado por los jueces por si había piedras o cuevas de conejo, y los altos palos de las porterías fueron colocados a ambos extremos del campo. Como siempre, los juegos enfrentaban a las tribus de los Lobos, los Osos, los Castores y las Tortugas con las de los Ciervos, los Cazadores, los Halcones y las Garzas. Las apuestas se pusieron en marcha, y los objetos apostados fueron expuestos por los organizadores en ordenadas hileras; en su mayoría se trataba de adornos personales, pero también podían encontrarse piedras, flautas, tambores, bolsas de tabaco y pipas, agujas y flechas, dos pistolas de chispa y cuatro mosquetes.
Los dos equipos y los árbitros se reunieron en el medio campo, y la multitud se dispuso alrededor y sobre la colina para ver el espectáculo desde arriba. El partido del día sería de diez a diez, así que ganarían los que hicieran cinco pases por la portería. El arbitro principal enumeró las reglas fundamentales: no tocar la pelota con la mano, ni con el pie, ni con las extremidades, ni con el cuerpo, ni con la cabeza; no golpear deliberadamente a los adversarios con los bates. Levantó la pelota redonda, hecha con piel de ciervo y llena de arena, aproximadamente del tamaño de un puño. Los veinte jugadores se pusieron de a diez de cada lado, defendiendo sus porterías, y uno de cada bando se acercó para disputar la pelota con que comenzaría el partido. En medio de un terrible rugido de la multitud, el árbitro dejó caer la pelota y se retiró fuera del campo de juego, donde él y sus compañeros observarían atentamente si se infringían alguna de las reglas.
Los jefes de ambos equipos lucharon enloquecidamente por la pelota, las redes de los bates se arrastraban por el suelo y se golpeaban una con otra. Mientras que estaba prohibido pegarle a otra persona, pegarle al bate de otro jugador con el propio estaba permitido; sin embargo era un juego peligroso, puesto que un golpe accidental a una persona daría al jugador golpeado un golpe de castigo en la portería. Así que los dos jugadores iban golpeando y alejándose hasta que un garza levantó la pelota y la pasó a uno de sus compañeros de equipo y todos comenzaron a correr.
Los adversarios corrían tras el que llevaba la pelota, quien pasaba ágilmente entre ellos para llegar tan lejos como podía, luego pasaba la pelota con un golpe de bate y la metía en la red de uno de sus compañeros de equipo. Si la pelota caía al suelo, entonces la mayoría de los jugadores que estaban cerca se tiraba sobre ella, los bates golpeaban violentamente unos contra otros mientras sus dueños luchaban por quedarse con la bola. Dos jugadores de cada equipo se mantenían al margen de la lucha, preparados para defender su portería en caso de que un adversario cogiera la pelota y saliera disparado.
Pronto quedó claro que Deloeste ya había jugado lacrosse alguna vez, seguramente con los Guardianes de la Puerta. No era tan joven como muchos de los otros jugadores, ni tan veloz como los corredores más rápidos que había en ambos lados, pero los más veloces se colocaban vigilándose unos a otros, y Deloeste sólo tenía que enfrentarse a los más grandes del equipo de Osos-Lobos-Castores-Tortugas, quienes podían compensar su baja y sólida masa con obstrucciones, pero no poseían la rapidez de Deloeste. El extranjero sostenía su bate con ambas manos como si fuera una guadaña, hacia abajo y a un lado o delante de él, como si estuviera a punto de lanzar un golpe que arrojaría la pelota al otro extremo del campo de juego. Pero sus adversarios no tardaron en darse cuenta de que un golpe así nunca haría caer la pelota y, que si lo intentaban, Deloeste daría una extraña vuelta y se iría hacia adelante con bastante rapidez para ser un hombre corpulento y de baja estatura. Cuando otros contrincantes lo bloqueaban, sus pases a compañeros de equipo que estaban disponibles eran como los disparos de un arco; eran demasiado fuertes, puesto que sus compañeros a veces tenían problemas para atrapar sus lanzamientos. Pero si lo hacían, corrían hacia la entrada, sacudiendo los bates para confundir al último defensor de la portería y gritando junto con la multitud emocionada. Deloeste nunca gritaba ni decía una sola palabra, jugaba sumido en un extraño silencio, sin burlarse nunca del otro equipo ni buscar la mirada de los rivales; sólo miraba la pelota o, según parecía, el cielo. Jugaba como si estuviera en trance, o confundido; sin embargo, cuando sus compañeros de equipo eran alcanzados y obstaculizados, siempre estaba preparado para recibir un pase y no le importaba cuánto pudieran correr sus contrincantes para alcanzarlo. Sus compañeros, rodeados e intentando desesperadamente mantener el bate libre para golpear la pelota y sacarla fuera del campo, encontrarían allí a Deloeste, en la única dirección donde podía ser lanzada la pelota, tropezando pero milagrosamente preparado, y se la lanzarían y él atraparía la bola con destreza y daría una de sus impredecibles carreras, pasando por detrás de la gente y a través del campo formando extraños ángulos, ángulos mal tomados, hasta que le bloqueaban el paso y tenía una oportunidad de pasar la pelota a un compañero y uno de sus poderosos lanzamientos sobrevolaba el suelo como si la pelota estuviera sobre una cuerda. Mirarlo era un placer, su aspecto extraño resultaba cómico, y la multitud bramaba mientras el equipo Ciervo-Cazador-Halcón-Garza lanzaba la pelota que superaba la defensa y entraba en la portería. Pocas veces se había visto antes un tanto marcado con tanta rapidez.