Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Después de aquello, el equipo Oso-Lobo-Castor-Tortuga hizo todo lo posible por detener a Deloeste, pero se quedaban perplejos al vérselas con sus extrañas respuestas y no podían defenderse bien contra él. Si todos iban tras él, Deloeste pasaba la pelota a algún compañero más rápido y joven; todos estaban cada vez más animados a causa del triunfo. Si intentaban cubrirlo individualmente, él se escabullía y amagaba y tropezaba en aparente confusión para pasar a su defensa, hasta que se encontraba sorprendentemente cerca de la portería, daba una vuelta, de repente se balanceaba, con el bate a la altura de la rodilla, y con un golpe de muñeca lanzaba la pelota como una flecha a la portería. Nunca se habían visto lanzamientos tan potentes.
De vez en cuando, todos se reunían en las líneas de banda para beber agua y agua de arce. El equipo Oso-Lobo-Castor-Tortuga se consultaba lúgubremente y hacía sustituciones. Después de eso, un golpe de bate «accidental» a la cabeza de Deloeste le abrió el cuero cabelludo y lo dejó sangrando, pero la falta significó un lanzamiento libre, que él convirtió casi desde el medio campo, para delirio de la multitud. Y no detuvo su extraño pero eficaz juego, ni regaló a sus rivales ni una sola mirada. Iagogeh le dijo a su sobrina:
—Juega como si los del otro equipo fueran fantasmas. Juega como si estuviera solo, tratando de aprender cómo correr con más elegancia.
Ella era una experta en el juego y le hacía feliz ver aquellos partidos.
Muy rápidamente, el juego estuvo en cuatro por uno a favor de los más jóvenes, y los mayores se reunieron para acordar alguna estrategia. Las mujeres repartieron calabazas de agua y agua de arce, y Iagogeh, ella misma un Halcón, se acercó a Deloeste y le ofreció una calabaza de agua, puesto que había observado antes que era lo único que él bebía.
—Ahora necesitas un buen compañero —murmuró ella mientras se agachaba a su lado—. Nadie puede terminar solo.
Él la miró, sorprendido. Ella señaló con un gesto de la cabeza hacia donde estaba su sobrino Doshoweh, Partir el Tenedor.
—Él es tu hombre —dijo, y se fue.
Los hombres volvieron a reunirse en el medio campo para poner en juego la pelota, y el equipo Oso-Lobo-Castor-Tortuga dejó atrás sólo a un hombre como defensor. Consiguieron la pelota y comenzaron a avanzar hacia el este con la furia hija de la desesperación. El juego siguió durante un largo rato sin que ninguno de los dos equipos consiguiera la ventaja, corriendo ambos enloquecidamente de una punta a la otra del campo. Entonces, uno de los del equipo Ciervo-Cazador-Halcón-Garza se lastimó el tobillo y Deloeste pidió a Doshoweh que saliera al campo.
El equipo Oso-Lobo-Castor-Tortuga comenzó a avanzar una vez más, poniendo toda su confianza en el nuevo jugador. Pero uno de sus pases llegó demasiado cerca de Deloeste, quien cogió la pelota en el aire mientras saltaba sobre un hombre que había caído al suelo. Se la arrojó a Doshoweh y todos se lanzaron sobre el muchacho, quien parecía asustado y vulnerable; pero tuvo la serenidad de realizar un lanzamiento largo que llevó la pelota hasta el otro lado del campo, para dejarla una vez más en poder de Deloeste, quien ya estaba corriendo a toda velocidad. Deloeste cogió la bola y todos salieron disparados detrás de él. Pero resultó ser que tenía un resto de velocidad que no había revelado hasta ese momento, ya que nadie pudo alcanzarlo antes de llegar a la portería este; después de hacer una finta con el cuerpo y el bate, giró y lanzó la pelota, que pasó a la defensa y se perdió en el bosque. El partido había terminado.
La multitud estalló en aclamaciones y gritos de entusiasmo. Sombreros y bolsas de tabaco llenaban el aire y caían como lluvia sobre el campo de juego. Los agotados jugadores se tendieron sobre la hierba, luego se pusieron de pie y se reunieron en un gran abrazo.
Después Deloeste se sentó a la orilla del lago con los demás.
—Qué alivio —dijo—. Ya estaba empezando a cansarme.
Dejó que algunas mujeres le vendaran la herida de la cabeza con un trapo bordado y se lo agradeció, mirando hacia abajo.
Por la tarde, los más jóvenes lanzaron jabalinas para pasarlas por un aro en movimiento. Deloeste fue invitado y accedió a hacer un intento. Se puso de pie, casi inmóvil y, con un movimiento suave, lanzó la jabalina, que pasó a través del aro, el cual siguió girando. Deloeste se inclinó y dejó su lugar.
—Jugaba con jabalinas cuando era niño —dijo—. Era parte del entrenamiento para convertirnos en guerreros, lo que nosotros llamábamos un samurai. Lo que el cuerpo aprende, nunca lo olvida.
Iagogeh presenció aquella exhibición y se acercó a su esposo, el Guardián del Wampum.
—Deberíamos invitar a Deloeste para que nos cuente más cosas sobre su país —le dijo.
Él asintió con la cabeza, frunciendo un poco el ceño a causa de la intromisión de su mujer, como siempre hacía, aunque hubieran discutido cada aspecto de los asuntos de la liga, cada día durante cuarenta años. Así era el Guardián, irritable y de mirada colérica; pero eso era simplemente porque la liga significaba mucho para él, por lo cual Iagogeh ignoraba su proceder. Normalmente.
Se sirvió el banquete y se pusieron a comer. A medida que el sol iba cayendo en el bosque las hogueras ardían brillantes entre las sombras, y el campo ceremonial entre las cuatro hogueras principales se convirtió en la escena de cientos de personas que se pasaban la comida, llenaban los cuencos con maíz machacado con especias y tortas de maíz, sopa de habichuelas, cayote cocido y carne asada de venado, de alce, de pato y de codorniz. El silencio fue invadiéndolo todo mientras la gente comía. Después del plato principal, llegaron las palomitas de maíz y la mermelada de fresa rociada con azúcar de arce, que generalmente se comía más despacio y era una de las preferencias de los niños.
Durante aquel banquete, Deloeste paseó por el campo, con un muslo de ganso en la mano, presentándose a los desconocidos y escuchando sus historias, o respondiendo a sus preguntas. Se sentó con la familia de sus compañeros de equipo y recordó los triunfos del día en el campo de lacrosse.
—Ese juego es como mi antiguo trabajo —dijo—. En mi país los guerreros pelean con armas que parecen agujas gigantes. Veo que tenéis agujas y algunas pistolas. Deben de haber llegado con alguno de mis hermanos mayores o de la gente que llega hasta aquí desde vuestro mar oriental.
Todos asintieron con la cabeza. Algunos extranjeros que habían llegado del otro lado del mar habían establecido una aldea fortificada costa abajo, cerca de la entrada de la gran bahía en la desembocadura del río del Este. Las agujas habían llegado con ellos, así como las igualmente sólidas hojas de los tomahawks y las pistolas.
—Las agujas son algo muy valioso —dijo Iagogeh—. Si no pregúntale a Rompedor de Agujas.
La gente se rió de Rompedor de Agujas, quien sonrió avergonzado.
—El metal se saca de ciertas rocas y se derrite —dijo Deloeste—, rocas rojas que contienen el metal mezclado en su composición. Si hicierais un fuego con una temperatura lo suficientemente elevada, en un gran horno de arcilla, podríais hacer vuestro propio metal. La roca adecuada está justo al sur de vuestra tierra de la liga, allí abajo en los valles curvos y estrechos.
Dibujó un esbozo de mapa sobre el suelo con un palo.
Dos o tres sachems estaban escuchando con Iagogeh. Deloeste se inclinó ante ellos.
—Me gustaría hablar con el consejo de sachems sobre todos estos asuntos.
—¿Puede un horno de arcilla albergar un fuego tan ardiente? — preguntó Iagogeh, inspeccionando la gran aguja perforadora de cuero que ella llevaba en un collar.
—Sí. La roca negra que arde, lo hace a temperaturas tan altas como el carbón. Yo mismo solía hacer espadas. Son como guadañas, pero más largas. Como cuchillas de hierba, o bates de lacrosse. Son largas como los bates, pero sus bordes son como los de un tomahawk o como los de una cuchilla de hierba, y pesadas, sólidas. Aprendes a utilizarlas bien —agitó una mano con el dorso hacia arriba—, y a rematar con la cabeza. Nadie puede detenerte.
Todos los que alcanzaban a oír lo que él estaba contando estaban muy interesados. Todavía podían verlo corriendo de aquí para allá con su bate, como una semilla de olmo dando vueltas con el viento.
—Excepto un hombre con una pistola —señaló el sachem mohawk, Sadagawadeh, Temperamento Tranquilo.
—Es cierto. Pero la parte importante de las pistolas es el tubo y está hecho con el mismo metal.
Sadagawadeh asintió con la cabeza, ahora muy interesado. Deloeste se inclinó.
El Guardián del Wampum hizo que algunos de los jóvenes Neutrales reunieran a los otros sachems y se pasearon por ahí hasta que reunieron a cincuenta. Cuando regresaron, Deloeste estaba sentado en medio de un grupo, sosteniendo una pelota de lacrosse entre el pulgar y el índice. Sus manos eran grandes y cuadradas, tenían muchas cicatrices.
—Bien, permitidme que aquí dibuje el mundo. El mundo está cubierto por agua, en su gran mayoría. Hay dos grandes islas en el lago del mundo. La más grande está en el otro lado del mundo. Esta isla en la que estamos nosotros es grande, pero no tan grande como la otra. La mitad de grande, o tal vez menos. Qué tamaño tiene el lago del mundo, no lo sé.
Marcó la pelota con un trozo de carbón para indicar las islas del inmenso mar del mundo. Luego le dio al Guardián la pelota de lacrosse.
—Es una especie de wampum.
El Guardián asintió con la cabeza.
—Como un cuadro.
—Sí, un cuadro. De todo el mundo, en una pelota, porque el mundo es una gran pelota. Y podéis marcarlas con los nombres de las islas y los lagos.
El Guardián no parecía estar muy convencido, pero por qué razón era así, Iagogeh no lo sabía. Dio instrucciones a los sachems para que se prepararan para el consejo.
Iagogeh se marchó para ayudar con la limpieza. Deloeste llevó cuencos sucios a la orilla del lago.
—Por favor —dijo Iagogeh, avergonzada—. Eso lo hacemos nosotras.
—Yo no soy el sirviente de nadie —dijo Deloeste.
Siguió un rato trayendo cuencos hasta donde estaban lavando las muchachas, preguntándoles acerca de sus bordados. Cuando vio que Iagogeh se había marchado para sentarse en un sitio más elevado, él se sentó a su lado.
Mientras miraban a las muchachas, él dijo:
—Sé que la sabiduría de los hodenosauníes establece que las mujeres deciden quién se casa con quién.
Iagogeh lo pensó durante unos instantes.
—Supongo que podría decirse que es así.
—Ahora soy un Guardián de la Puerta, y un Halcón. Viviré el resto de mis días aquí entre vosotros. Yo también espero casarme algún día.
—Entiendo. —Lo miró, miró a las muchachas—. ¿Tienes a alguien en mente?
—¡Oh, no! —contestó él—. No podría ser tan atrevido. Eso tienes que decidirlo tú. Después de tu consejo sobre los jugadores de lacrosse, estoy seguro de que sabrás hacer la mejor elección.
Ella sonrió. Miró los coloridos vestidos de las muchachas, conscientes o inconscientes de la presencia de sus mayores. Y le preguntó:
—¿Cuántos veranos has visto?
—Treinta y cinco o algo asi, en esta vida.
—¿Has tenido otras vidas?
—Todos hemos tenido otras vidas. ¿No las recuerdas?
Ella lo miró, no estaba segura de si él hablaba en serio.
—No.
—Los recuerdos vienen en los sueños, principalmente, pero á veces también cuando sucede algo que uno reconoce.
—Yo he tenido esa sensación.
—Justamente.
Ella se estremeció. Estaba comenzando a hacer frío. Era hora de acercarse al fuego. A través de las ramas frondosas brillaban una o dos estrellas.
—¿Estás seguro de que no tienes ninguna preferencia?
—Ninguna. Las mujeres hodenosauníes son las mujeres más poderosas de este mundo. No es sólo la herencia y la descendencia, sino el hecho de elegir a los compañeros de matrimonio. Eso significa que vosotras decidís quién regresará al mundo.
Ella se burló de eso.
—Si los niños fueran como sus padres.
Los hijos que habían tenido ella y el Guardián eran todos personas muy preocupantes.
—El que viene al mundo estaba allí esperando. Pero había muchos más esperando. El que llega depende de quiénes son los padres.
—¿Eso crees? A veces, cuando observo a los míos, me parecen extraños, invitados en la comunidad.
—Como yo.
—Sí. Como tú.
Entonces los sachems los encontraron, y se llevaron con ellos a Deloeste.
Iagogeh se aseguró de que hubiera acabado la limpieza, luego fue tras los sachems y se unió a ellos para ayudar a preparar al nuevo jefe. Peinó sus lisos cabellos negros, muy parecidos a los de ella, y le ayudó a atarlos como él quería, en un rodete. Miró su alegre rostro. Era un hombre poco común.
Le dieron las correas adecuadas para la cintura y para los hombros, cada una de ellas el trabajo de todo un invierno de una hábil mujer, y de repente se vio muy bien con ellas, un guerrero y un jefe, a pesar de su rostro plano y redondo y de sus ojos de grandes párpados. No se parecía a nadie que ella hubiera conocido antes, desde luego ni por asomo a lo que ella había alcanzado a ver de los extranjeros que habían llegado por el mar oriental hasta sus costas. Pero de todas formas estaba comenzando a sentir que de alguna manera u otra él le resultaba familiar, de una manera que la hacía sentirse extraña.
Deloeste levantó la vista para mirarla, agradeciéndole la ayuda. Cuando ella se encontró con su mirada, sintió una extraña sensación de reconocimiento.
Se arrojaron algunas ramas y varios troncos inmensos a la hoguera central, y los tambores y el sonido de los caparazones de tortuga se hicieron cada vez más intensos a medida que los cincuenta sachems hodenosauníes se reunían en su gran círculo para el nombramiento de Deloeste. La multitud se apretó detrás de ellos, maniobrando y luego sentándose de modo que todos pudieran ver, formando una especie de amplio valle de rostros.
La ceremonia de nombramiento de un jefe no era larga comparada con la de los cincuenta sachems. El sachem patrocinador dio un paso adelante y anunció el nombramiento del jefe. En este caso era Frente Grande, de la tribu Halcón, quien contó otra vez a todos la historia de Deloeste, cómo se habían topado con él cuando era torturado por los sioux; cómo había dado instrucciones a los sioux sobre algunos métodos superiores de tortura que tenían en su propio país; cómo ya hablaba una versión desconocida del dialecto de los Guardianes, y cómo su deseo había sido visitar a los iroqueses antes de ser capturado por los sioux. Cómo había vivido entre los Guardianes y cómo había aprendido sus costumbres, y cómo había encabezado un grupo de guerreros aguas abajo por el río Ohio para rescatar a mucha gente senequiana que había sido esclavizada por los lakotas, guiándolos de tal manera que pudieron salvar a aquella gente y llevarla de regreso a casa. Cómo esta y otras acciones lo habían convertido en candidato a jefe, con el apoyo de todos los que lo conocían.