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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (46 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Mientras tanto, Iwang trabajaba en sus asuntos matemáticos. Una vez le dijo a Bahram:

—Sólo un Dios pudo haber pensado estas cosas desde el principio. ¡Y luego las utilizó para encarnar un mundo! Si nosotros logramos describir aunque sólo fuera una millonésima parte del mundo, podríamos descubrir más de lo que ningún otro ser consciente ha conocido en todos los siglos y ver claramente la mente divina.

Bahram asintió con la cabeza dubitativamente. Para entonces, ya sabía que él no quería que Iwang se convirtiera al islamismo. Parecía algo falso tanto para Dios como para Iwang. Sabía que era egoísta sentir algo así y que Dios se encargaría de eso. Y por lo que parecía, Él ya lo había hecho, puesto que Iwang ya no iba a la mezquita cada viernes, tampoco a los estudios religiosos en el morabito. Dios o Iwang, o ambos, habían llegado a la misma conclusión que Bahram. La religión no podía fingirse o utlizarse con propósitos mundanos.

El dragón muerde el mundo

Ahora, cuando Bahram visitaba la caravasar, oía muchas historias inquietantes que llegaban del este. Las cosas estaban agitadas, la nueva dinastía Manchú de China tenía un talante expansivo. El nuevo emperador, como buen usurpador que era, no estaba contento con el viejo y descolorido imperio que había conquistado, pero estaba decidido a revigorizarlo militarmente y extender sus conquistas hacia los ricos reinos de arroz del sur: Anam, Siam y Birmania, pero también hasta las tierras yermas abrasadas en el centro del mundo, los desiertos y las montañas que separan a China del Dar, atravesados por las pistas de la Ruta de la Seda. Después de cruzar ese yermo entrarían en la India, en los kanatos islámicos y en el imperio savafida. En el caravasar se decía que Yarkand y Kashgar ya habían sido tomadas, algo perfectamente creíble, puesto que habían sido defendidas durante décadas por las más insignificantes de las guarniciones Ming y por jefes militares bandidos. Nada separaba el kanato de Bokhara de aquellas tierras yermas excepto la cuenca del Tarim y las montañas de Ferghana, que la Ruta de la Seda atravesaba en dos o tres sitios. Allí donde iban las caravanas, también llegarían los tambores de la guerra.

Y poco tiempo después, eso sucedió. Llegaron noticias de que las fuerzas manchúes habían tomado el paso de Torugart, que era el punto más alto de una de las Rutas de la Seda, entre Tashkent y el Takla Makán. El viaje de las caravanas que viajaban desde el este sería interrumpido durante al menos un tiempo, lo cual significaba que Samarcanda y Bokhara dejarían de ser el centro del gran mundo del comercio; ahora serían un punto de llegada bastante inútil. Era una catástrofe.

Un grupo de gente, armenios, zott, judíos e hindúes, que viajaban en caravana, apareció con estas noticias. Se habían visto obligados a correr para salvar el pellejo y a dejar atrás todas sus posesiones. Aparentemente, la puerta de Dzhungaria, entre Xin-jiang y la estepa de Kazajstán, también estaba a punto de ser tomada. A medida que las noticias llegaban al caravasar y resonaban en Samarcanda, muchas de las caravanas que se encontraban allí cambiaron sus planes. Muchas decidieron regresar a Frengistán que, a pesar de estar lleno de insignificantes conflictos de taifas, al menos era completamente musulmán y sus pequeños kanatos, emiratos y sultanatos negociaban entre ellos casi sin cesar, incluso mientras peleaban.

Esas decisiones acabarían en poco tiempo con Samarcanda. Como punto final de un trayecto, la ciudad no era nada, sólo era el límite de Dar al-Islam. Nadir estaba preocupado y el kan enfurecido. Sayyed Abdul Aziz ordenó que se recuperara la puerta de Dzhungaria y envió una expedición para ayudar a defender el paso de Khyber, de manera que las relaciones comerciales con la India al menos quedaran aseguradas.

Nadir, acompañado de una numerosa guardia, describió aquellas órdenes muy brevemente a Khalid y a Iwang. Presentó el problema como si, de alguna manera, Khalid fuera el culpable de la situación. Al final de su visita, les informó de que Bahram, su esposa y sus hijos debían regresar con Nadir al kanato de Bokhara. Sólo se les permitiría regresar a Samarcanda cuando Khalid e Iwang diseñaran una arma capaz de derrotar a los chinos.

—Podrán recibir visitas en el palacio. Sois bienvenidos para visitarlos, o de hecho uniros a ellos allí, a pesar de que creo que vuestro trabajo puede hacerse mejor aquí, con vuestros hombres y vuestras máquinas. Si pensara que trabajaríais más de prisa en palacio, también os trasladaría a vosotros, creedme.

Khalid lo miró furioso, demasiado para hablar sin poner a todos en peligro.

—Iwang se mudará aquí, contigo; él será más útil aquí que en otro sitio. Recibirá una extensión de su amán por adelantado, en reconocimiento por su importancia en los asuntos del Estado. De hecho tiene prohibido marcharse. Tampoco podría hacerlo. El dragón del este ya se ha comido el Tíbet. Así que estáis asumiendo una tarea divina; podéis estar orgullosos de haber sido llamados a ella.

Le lanzó una mirada a Bahram.

—Cuidaremos bien a tu familia, y tú cuidarás bien las cosas de aquí. Puedes vivir en el palacio con los tuyos, o aquí ayudando con el trabajo; donde tú prefieras.

Bahram asintió con la cabeza, mucho por la consternación y el miedo.

—Haré ambas cosas —logró decir, mirando a Esmerine y a los niños.

Ya nada volvió a la normalidad. Jamás.

Muchas vidas cambian así —súbitamente— y para siempre.

Una arma de Dios

En deferencia a los sentimientos de Bahram, Khalid e Iwang convirtieron el recinto en un arsenal; ahora todas las pruebas y demostraciones estaban dedicadas a aumentar la fuerza del ejército del kan. Cañones más potentes, pólvoras más explosivas, disparos más precisos, armas más mortíferas; también cálculos de tiro, planes logísticos, dispositivos con espejos para comunicarse a grandes distancias; ellos producían todo esto y mucho más, mientras Bahram vivía mitad de su tiempo en el kanato con Esmerine y los niños y la otra mitad en el recinto, hasta que el Camino de Bokhara se convirtió para él en el sendero del patio, atravesado a cualquier hora del día y de la noche, a veces dormido sobre un caballo que lo conocía de memoria.

Las mejoras que ellos lograron en el poder militar del kan fueron prodigiosas; o lo hubieran sido, si los comandantes de Sayyed Abdul hubieran podido atender las instrucciones de Khalid, y si Khalid hubiese tenido la paciencia para enseñarles. Pero ambas partes eran demasiado orgullosas para ceder, y aunque a Bahram le pareció que Nadir fallaba gravemente al no hacerse cargo del asunto y no mandar a los generales que obedecieran a Khalid, incluso que no se gastara más dinero para contratar soldados con más experiencia, nada se hizo al respecto. Hasta el gran Nadir Divanbegi tenía un límite en su poder, que al final se reducía a la posibilidad de aconsejar al kan. Otros asesores ofrecían consejos diferentes; era posible que el poder de Nadir estuviera empalideciendo justo en el momento en que era más necesitado, a pesar de las innovaciones de Khalid e Iwang o, quién podía saberlo, tal vez incluso a causa de ellas. No era que el kan se distinguiera por su sentido común. Y probablemente su bolsa no fuera tan inagotable como lo había parecido en la época en que los zocos y los caravasares y la construcción de edificios zumbaban como una colmena, y se pagaban impuestos.

Eso era lo que Esmerine parecía estar sugiriendo, aunque Bahram tenía que deducir esto sobre todo por las miradas y los silencios. Ella parecía creer que su familia era espiada sin cesar, incluso en las horas en vela en medio de la noche, lo cual era algo bastante espantoso de imaginar. Los niños disfrutaban la vida en el palacio como si hubieran caído en algún sueño de las Mil y Una Noches, y Esmerine no hacía nada para desengañarlos, aunque por supuesto sabía que ellos eran prisioneros y que morirían si el kan tuviera un ataque de mal humor por lo que podía suceder en el recinto de Khalid o en el este o en cualquier otro sitio. Con toda naturalidad, evitaba decir cualquier cosa censurable; sólo hacía comentarios sobre lo bien alimentados que estaban los niños y lo bien que eran tratados, y de cómo prosperaba la familia. Sólo su mirada le decía a Bahram, cuando estaban solos, lo asustada que estaba, y cuánto deseaba animarlo para que satisficiera los deseos del kan.

Por supuesto Khalid sabía todo aquello sin que las miradas de su hija se lo dijeran. Bahram podía ver que su suegro ponía cada vez más empeño en mejorar la capacidad militar del kan, no sólo esforzándose en el arsenal, sino también intentando congraciarse con los generales más razonables y haciendo sugerencias discretas o directas en toda clase de temas, desde la renovación de las murallas de la ciudad, siguiendo con sus demostraciones de la fuerza de las murallas de tierra, hasta planes para cavar pozos y drenar el agua estancada en Bokhara y Samarcanda. Todas las pruebas puramente teóricas estaban descartadas con tanto trabajo; tampoco había tiempo para lamentarlo. Pero el progreso estaba lleno de baches.

Ciertos rumores, que volaban sobre la ciudad como murciélagos, empezaron a llegar. Los bárbaros manchúes habían conquistado Yunán, Mongolia, Cham, el Tíbet, Anam, y las extensiones orientales del imperio Mogol; cada día era un lugar diferente, un lugar más cercano. No había manera de confirmar ninguna de aquellas afirmaciones; de hecho muchas veces eran desmentidas, ya fuera por una contradicción directa o simplemente por el hecho de que las caravanas seguían llegando desde alguna de esas regiones y los comerciantes no habían visto nada anormal, aunque ellos también habían oído algunos rumores. Lo único seguro era que había cierta confusión en el este. Era cierto que las caravanas llegaban con menor frecuencia y que llevaban no sólo a comerciantes sino a familias enteras, musulmanas o judías o hindúes, impulsadas a alejarse de sus hogares por el miedo a la nueva dinastía, llamada Qing. Poblados de cientos y cientos de años desaparecieron como la escarcha bajo el sol, y los exiliados se dirigían atropelladamente hacia el oeste con la idea de que las cosas estarían mejor en Dar al-Islam, con los mogoles o los otomanos o en los sultanatos taifas de Frengistán. Sin duda eso era cierto, puesto que el islam cumplía con sus leyes; pero Bahram veía la desdicha en la cara, la indigencia y el miedo de los que llegaban, la necesidad que esos hombres tenían de cazar y pescar y mendigar para alimentarse, los mermados bienes que tenían para comerciar y, delante de ellos, toda la gran mitad occidental del mundo, aún por atravesar.

Al menos sería la mitad musulmana del mundo. Pero las visitas al caravasar, en otros tiempos uno de los momentos favoritos del día de Bahram, lo dejaban ahora preocupado y temeroso, tan empeñado como Nadir en observar como Khalid e Iwang encontraban lo necesario para defender el kanato de la invasión.

—No somos nosotros quienes retrasamos las cosas —dijo Khalid duramente, una noche, tarde en su estudio—. Nadir no es un buen general, y su influencia sobre el kan es poco sólida, y cada vez lo va siendo menos. En cuanto al kan...

Bahram suspiró. Nadie podía contradecirlo. Sayyed Abdul Aziz no era un hombre sabio.

—Necesitamos algo que sea tanto mortífero como espectacular —dijo Khalid—. Algo que sirva tanto con el kan como con los manchúes.

Bahram lo dejó buscando varias recetas de explosivos y emprendió su larga y fría cabalgata de regreso al palacio de Bokhara.

Khalid organizó una reunión con Nadir, y regresó mascullando que si todo salía bien con la demostración que había propuesto, Nadir liberaría a Esmerine y a los niños para que regresaran al recinto. Bahram estaba eufórico, pero Khalid le advirtió:

—Depende de que al kan le agrade lo que hagamos, y nadie sabe qué puede impresionar a un hombre como él.

—¿Qué tienes en mente?

—Tenemos que fabricar proyectiles que contengan la fórmula china wan-jen-ti, proyectiles que no se rompan al ser disparados sino cuando tocan el suelo.

Pusieron a prueba varios diseños diferentes; incluso las pruebas resultaron ser bastante peligrosas; más de una vez la gente tuvo que correr para salvar su vida. Si podían lograr que funcionara, sería una arma terrible. Bahram corría de un lado para otro todo el día todos los días, imaginando a su familia de regreso y a Samarcanda salvada de los infieles; seguramente si Alá quería que estas cosas sucedieran, entonces el arma era un obsequio de su parte. No era difícil pasar por alto el terror que conllevaba.

Finalmente construyeron proyectiles huecos que tenían la parte de atrás plana y estaban rellenos con los componentes líquidos del exterminador de miríadas, en dos cámaras separadas por una pared de estaño. Un paquete de pólvora en la nariz del proyectil explotaba cuando hacía impacto, entonces volaba la pared interior y se mezclaban los componentes del gas.

Lograron que funcionaran aproximadamente ocho de cada diez veces. Otra clase de proyectil, completamente lleno de pólvora y con un dispositivo de encendido, explotaba con el impacto provocando un sonido ensordecedor y hacía volar el casco en trozos de metralla.

Hicieron cincuenta unidades de cada proyectil y organizaron una demostración en la zona de pruebas junto al río. Khalid compró una pequeña manada de pobres jamelgos al fabricante de cola con la promesa de que volvería a vendérselos listos para extraerles la grasa. Los palafreneros estacaron a aquellas bestias en el extremo del campo de tiro y cuando el kan y sus cortesanos llegaron con sus galas, con aspecto de un poco aburridos por la rutina, Khalid mantuvo el rostro mirando hacia otro lado, arriesgando lo más parecido a un gesto de desprecio, fingiendo estar muy concentrado en el arma. Bahram se dio cuenta de que aquello no sería muy útil, y se acercó a Nadir y Sayyed Abdul Aziz y les ofreció reverencias y cumplidos, explicando el mecanismo del arma y presentando a Khalid con gestos ceremoniosos mientras el hombre se acercaba, sudando y resoplando.

Khalid declaró que la demostración estaba preparada. El kan hizo un gesto con la mano con aire despreocupado, su gesto característico, y Khalid dio la señal a los servidores del cañón, quienes encendieron la mecha. El cañón retumbó y largó humo, su misma fuerza lo echó hacia atrás. Había sido colocado en un ángulo bastante alto, de manera que el proyectil cayera con fuerza y de punta. Se formó una nube de humo, todos miraban el extremo de la llanura donde estaban atados los caballos; no sucedía nada; Bahram contuvo la respiración...

Una nube de humo amarillo explotó entre los caballos, que salieron disparados, dos de ellos tiraron hasta desclavar las estacas y se alejaron galopando, otros tantos se cayeron cuando las sogas los tiraron nuevamente hacia atrás. Mientras tanto, el humo se esparcía como si hubiera un invisible incendio de matorrales, un humo espeso de color amarillo mostaza. La nube alcanzó a uno que había roto sus ataduras; todos pudieron ver que se encabritaba en medio de aquella neblina, se caía y luchaba salvajemente para ponerse nuevamente de pie, luego se desplomó en el suelo, retorciéndose.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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