Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Así que esperaba que el placer que sentía al recibir a los peregrinos de la corte de Akbar se reflejara claramente en su cara. Pero Akbar no había acudido, tampoco ningún otro miembro de su familia más cercana; ninguno del grupo parecía estar feliz de estar allí ni de ver a Bistami. Las noticias que traían eran siniestras. Akbar había comenzado a criticar a su ulema. Recibía a rajás hindúes y escuchaba comprensivamente sus preocupaciones. Incluso había empezado a adorar abiertamente al sol, postrándose cuatro veces al día ante un fuego sagrado, absteniéndose de comer carne, de beber alcohol y de las relaciones sexuales. Aquéllas eran prácticas hindúes; de hecho cada domingo estaba iniciando a doce de sus amires en su servicio. Los neófitos ponían la cabeza directamente sobre los pies de Akbar durante esta ceremonia, una forma extrema de postración conocida como sijdah, una forma de sumisión ante otro ser humano que era blasfema para los musulmanes. Y no había estado muy dispuesto a financiar una peregrinación; en realidad hubo que convencerlo de que enviara una. Había mandado al sheik Abdul Nabi y a Malauna Abdulla como una manera de quitarlos de en medio, igual que había hecho con Bistami un año antes. En pocas palabras, parecía estar alejándose de la fe. ¡Akbar, apartándose del islam!
Abdul Nabi le dijo con franqueza a Bistami que muchos en la corte pensaban que él, Bistami, era el responsable de aquel cambio de Akbar. Pero aquello era una cuestión de conveniencia, le aseguró Abdul Nabi.
—Culpar a alguien que está lejos es lo más seguro para todos, ¿comprendes? Pero ahora han resuelto que tú fuiste enviado a La Meca con la idea de reformarte. Decías cosas incoherentes acerca de la luz, por eso te echaron; ahora Akbar está adorando al sol como un zoroástrico o un antiguo pagano.
—Entonces no puedo regresar —dijo Bistami.
Abdul Nabi negó con la cabeza.
—No sólo eso; creo que ni siquiera es seguro que te quedes aquí. Si lo haces, el ulema podría acusarte de herejía y venir a buscarte para llevarte a juicio. O incluso podría juzgarte aquí.
—¿Estás diciendo que debería marcharme?
Abdul Nabi asintió con la cabeza, lenta y pronunciadamente.
—Estoy seguro de que hay lugares más interesantes para ti que La Meca. Un qadi como tú puede encontrar un buen trabajo en cualquier sitio con un soberano musulmán. Nada sucederá durante la peregrinación, por supuesto. Pero cuando termine...
Bistami asintió con la cabeza y agradeció al sheik su honestidad.
De todas maneras, él se dio cuenta de que quería marcharse de allí. No quería quedarse en La Meca. Le gustaría regresar a Akbar y a las eternas horas en la tumba de Chishti; vivir en ese espacio para siempre. Pero si eso no era posible, tendría que comenzar nuevamente su tariqat, y vagar en busca de su verdadera vida. Recordó lo que le había sucedido a Shams cuando los discípulos de Rumi se cansaron del encaprichamiento de éste con sus amigos. Shams había desaparecido, nunca había sido vuelto a ver; algunos decían que había sido arrojado a un río con una roca atada a los pies.
La gente de Fatepur Sikri pensaba que Akbar había encontrado a su Shams en Bistami —algo que hizo que Bistami sintiera un poco de nostalgia—, en realidad, ellos habían pasado mucho tiempo juntos, más de lo que parecía explicable, y nadie sabía qué había ocurrido en los encuentros que habían tenido, hasta qué punto había sido un asunto de Akbar enseñado al maestro. El maestro siempre debe aprender, pensó Bistami, de lo contrario nada verdadero habría sucedido en el intercambio.
El resto de esa peregrinación fue extraño. Las multitudes parecían enormes, inhumanas, poseídas, eran un hedor que consumía cientos de ovejas cada día; todos los ulemas, como si fueran pastores, organizaban aquel canibalismo. Por supuesto que uno no podía hablar de estas cosas, sino simplemente limitarse a repetir algunas de las frases que habían marcado el camino con fuego hasta lo más profundo de su alma, Oh él que es Él, Oh él que es El, Alá el Misericordioso, el Compasivo. ¿Por qué debería tener miedo? Dios nos pone a todos en movimiento. No cabía duda de que tendría que continuar su tariqat hasta encontrar algo nuevo. Se suponía que después de la peregrinación tendría que reanudar la marcha.
Los eruditos magrebíes fueron los más amistosos que llegó a conocer; practicaban de la mejor manera la hospitalidad sufí y tenían una profunda curiosidad por el mundo. Podía regresar a Ispahán, por supuesto, pero algo lo empujaba hacia el oeste. A juzgar por lo iluminado que había estado en el reino de la luz, no le importaba volver a la brillantez de los jardines iraníes. En el Corán la palabra utilizada para nombrar el Paraíso y todas las palabras de Mahoma para describirlo, provenían de expresiones persas; mientras que aquélla utilizada para nombrar el Infierno, en los mismos suras, provenía del hebreo, una lengua desaparecida. Eso era una señal.
Bistami no quería el Paraíso. Quería algo que él no podía definir, una indefinible especie de desafío humano. Supongamos que lo humano es una mezcla de lo material y lo divino, y que el alma divina sigue viva; entonces el viaje a través de los días tiene que tener algún propósito, cierta elevación hacia esferas superiores del ser, de manera que el modelo jalduniano rotativo de dinastías, moviéndose interminablemente desde el vigor juvenil hasta la aletargada y abogatada vejez, debería haberse visto modificado por la incorporación de la razón a los asuntos humanos. Por consiguiente, en realidad al ser la noción del ciclo una rotación ascendente, en la cual la posibilidad de que la próxima dinastía joven comenzara en un nivel más alto que la última, fue reconocida y convertida en una meta. Esto era lo que él quería enseñar, esto era lo que él quería aprender. Hacia el oeste, siguiendo al sol; allí lo encontraría, y todo estaría bien.
Cualquier sitio que conocía le parecía el nuevo centro del mundo. Cuando era joven, Ispahán le había parecido la capital de todos los sitios; luego Gujarat, más tarde Agra y Fatepur Sikri; después La Meca y la piedra negra de Abraham, el verdadero corazón de todo. Ahora, El Cairo aparecía ante él como la máxima metrópolis, imposiblemente antigua, polvorienta e inmensa. Los mamelucos caminaban por las calles atestadas de gente seguidos por sus séquitos, hombres poderosos que llevaban cascos con plumas, seguros de su dominio de El Cairo, Egipto y gran parte del Levante. Cuando Bistami los veía generalmente los seguía durante un rato, al igual que muchos otros, y se encontró a sí mismo tanto recordando la pompa de Akbar como sorprendido por lo diferente eran los mamelucos, por la forma en que creaban un jati que nacía nuevamente con cada generación. Nada podía ser menos imperial; no había dinastía; sin embargo el control que ejercían sobre el pueblo era aún más poderoso que el de una dinastía. Podía ser que todo lo que había dicho Khaldun acerca de los ciclos de dinastías hubiera sido convertido en algo irrelevante por este nuevo sistema de gobierno que no había existido en su época. Las cosas cambiaban, de tal manera que ni siquiera el mejor de los historiadores podía quedarse con la última palabra.
Por lo tanto, los días en la inmensa y antigua ciudad eran emocionantes. Pero los eruditos magrebíes estaban ansiosos por comenzar su largo viaje de regreso a casa; entonces Bistami les ayudó a preparar la caravana, y cuando estuvieron preparados, se unió a ellos continuando hacia el oeste por el camino que lleva a Fez.
Esta parte del tariqat los condujo primero hacia el norte, a Alejandría. Dejaron los camellos en un caravasar y bajaron al histórico puerto para echarle un vistazo. Pasearon por un larguísimo muelle curvo lamido por las aguas del Mediterráneo. Mientras Bistami lo observaba, fue invadido por ese sentimiento que a veces nos invade: sintió que ya había visto antes aquel lugar. Esperó que se le pasara esa sensación y siguió a los otros.
Mientras la caravana avanzaba por el desierto libio, las conversaciones nocturnas alrededor del fuego trataban sobre los mamelucos y sobre Suleiman el Magnífico, el emperador otomano que había muerto hacía poco tiempo. Una de sus conquistas había sido la de la mismísima costa que ahora estaban recorriendo, aunque no había manera de saberlo, excepto por cierto grado de respeto extra para con los oficiales otomanos que se estaban en las ciudades y los caravasares donde paraban. Esta gente nunca los molestaba ni les cobraba por su paso por allí. Bistami entendió que el mundo de los sufies era, entre muchas otras cosas, un refugio para escapar del poder mundano. En todas las regiones de la tierra había sultanes y emperadores, Suleimanes, Akbares y mamelucos, todos aparentemente musulmanes, sin embargo mundanos, poderosos, caprichosos y peligrosos.
Muchos de ellos estaban en el último estado jalduniano de la corrupción dinástica. Después estaban los sufies. Bistami observaba a sus compañeros eruditos alrededor del fuego durante las noches, empeñados en un punto de la doctrina o en el cuestionable isnad de una hadith y en su significado, discutiendo con exagerada meticulosidad y pocas bromas y florituras de polemista, mientras se servía espeso y negro café se servía con solemne atención en pequeñas tazas de arcilla vidriada, los ojos de todos brillando a la luz del fuego y con el placer de la discusión; Bistami pensaba: éstos son los musulmanes que dan gloria al islam. Éstos son los hombres que han conquistado el mundo, no los guerreros. Los ejércitos no podrían haber hecho nada sin la palabra. Mundanos pero no poderosos, devotos pero no pedantes (casi todos ellos, en cualquier caso); hombres interesados en una relación directa con Dios, sin la intervención de autoridad humana alguna; relación con Dios y camaradería entre los hombres.
Una noche la conversación derivó hacia al-Andalus, y Bistami escuchó con un grado adicional de interés.
—Debe de ser extraño volver a entrar en una tierra vacía como ésa.
—Hace ya mucho tiempo que algunos pescadores viven en la costa, también algunos carroñeros zott. Los zott y los armenios también se han ido hacia el interior.
—Peligroso, diría yo. La peste podría regresar.
—Parece que nadie ha sido afectado.
—Khaldun dice que la peste es una consecuencia del exceso de población —dijo Ibn Ezra, el erudito en Khaldun más importante entre ellos—. En el capítulo sobre las dinastías en
El Muqaddimah
, en la sección cuadragésimo novena, dice que las pestes resultan de la corrupción del aire causada por la superpoblación, y de la putrefacción y las miasmas producidas por la aglomeración de tanta gente que vive apiñada. Eso afecta a los pulmones, y así se transmite la enfermedad. Hace una observación irónica diciendo que estas cosas vienen del éxito prematuro de una dinastía, de manera que un buen gobierno, la bondad, la seguridad y los impuestos bajos, llevan al crecimiento y de ahí a la peste. Dice: «Por lo tanto, la ciencia ha dejado claro que es necesario tener espacios deshabitados y tierras baldías intercalados con las zonas urbanas. Esto hace posible que el aire circule y elimina la corrupción y la putrefacción que afectan al aire después de haber estado en contacto con los seres vivos; además, así se renueva el aire». Si tiene razón, pues bien; Firanja ha estado deshabitada mucho tiempo, por lo tanto se puede esperar que sane nuevamente. No debería existir peligro alguno de peste, hasta el momento en que la región esté otra vez demasiado poblada. Pero para que eso suceda hace falta que pase mucho tiempo.
—Esa peste fue un castigo de Dios —dijo uno de los otros eruditos—. Los cristianos fueron exterminados por Alá por haber perseguido a los musulmanes y los judíos también.
—Pero al-Andalus todavía era musulmán en la época de la peste — señaló Ibn Ezra—. Granada era musulmana, todo el sur de Iberia era musulmán. Y ellos también murieron. Al igual que los musulmanes en los países balcánicos, o al menos eso es lo que dice al-Gazzabi en su historia de los griegos. Era una cuestión de localización, según parece. Firanja se vio afectada, tal vez como consecuencia de la superpoblación como dice Khaldun, tal vez por sus numerosos valles húmedos, que albergaban aire contaminado. Nadie puede saberlo.
—Lo que murió fue el cristianismo. Eran gente del Libro, pero perseguían al islam. Combatieron al islam durante siglos; torturaban a todos los prisioneros musulmanes hasta la muerte. Alá acabó con ellos.
Pero al-Andalus también murió —repitió Ibn Ezra—. Y hubo cristianos en el Magreb y en Etiopía que sobrevivieron, en Armenia también. En esos lugares todavía hay pequeños núcleos de cristianos que viven en las montañas. —Sacudió la cabeza en señal de incredulidad—. No creo que alguna vez sepamos qué sucedió allí. Alá juzga.
—Eso es lo que estoy diciendo.
—Entonces, al-Andalus ha sido habitado nuevamente —dijo Bistami.
—Sí.
—¿Y los sufies están allí?
—Por supuesto. Los sufies están en todas partes. He escuchado que en al-Andalus ellos marcan el camino. Van hacia el norte adentrándose en tierras aún vacías, en nombre de Alá, explorando y exorcizando el pasado. Comprobando que el camino es seguro. En su época, al-Andalus fue un grandioso jardín. Buena tierra; y deshabitada.
Bistami miró el fondo de su taza de café; en sus oídos resonaban aquellas dos palabras juntas. Bueno y deshabitado, deshabitado y bueno. Así se había sentido él en La Meca.
Bistami sintió entonces que era liberado, soltado a un vacío, que era un trotamundos derviche sufí, sin hogar y en constante búsqueda. En su tariqat. Se mantenía tan limpio como el polvoriento y arenoso Magreb se lo permitiera, recordando las palabras de Mahoma acerca del comportamiento sagrado: era posible prosperar después de haberse lavado las manos y la cara, y de no haber comido ajo. A menudo ayunaba, y sintió que estaba cada vez más ligero en el aire y que su visión cambiaba día a día, desde la cristalina claridad del amanecer, pasando por la borrosa neblina amarilla del mediodía, hasta la semitransparencia del atardecer, cuando esplendores de oro y bronce creaban una aureola alrededor de cada árbol, de cada roca y de cada horizonte. Las ciudades de Magreb eran pequeñas y pintorescas, generalmente dispuestas en una ladera, y llenas de palmeras y árboles exóticos que convertían a cada una de ellas y a cada tejado en un jardín. Las casas eran bloques cuadrados pintados de blanco y sumergidos entre las palmeras, con patios en los tejados y jardines interiores, frescos, verdes y regados con una fuente. Las ciudades se habían construido en la ladera donde surgía el agua, y la más grande resultó ser la que tenía las fuentes más grandes: Fez, el final del viaje.