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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (18 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Los sastres le trajeron más ropas nuevas; además, se le ofreció una casa nueva y un séquito completo de sirvientes y esclavos; se le dio un baúl lleno de monedas de oro y de plata cuyo número ascendía a cien mil. Y por todo aquello simplemente tenía que consultar el Corán y acordarse de las hadith que había aprendido (realmente muy pocas, e incluso pocas de ellas de verdad relevantes), y dictar sentencias que casi siempre eran obvias para todos. Cuando no eran obvias, lo hacía lo mejor posible y se retiraba a la mezquita a rezar nerviosamente; después se reunía con el emperador y asistía a la cena cotidiana. Iba solo al amanecer hasta la tumba de Chishti; entonces volvía a ver al emperador en las mismas informales circunstancias de aquel primer encuentro, tal vez una o dos veces al mes; lo suficiente para que el atareado emperador continuara siendo consciente de su existencia. Siempre tenía preparada la historia que relataría a Akbar ese día, cuando le preguntaba qué había estado haciendo; cada historia era elegida en función de lo que podría llegar a enseñar al emperador, sobre sí mismo, o sobre Bistami, o sobre el imperio, o sobre el mundo. Sin duda que una lección decente y considerada era lo mínimo que podía ofrecer a cambio de la increíble magnificencia que Akbar le había otorgado.

Una mañana le contó la historia del sura Dieciocho, la que habla de los hombres que vivían en una ciudad que había abandonado a Dios, y Dios los había llevado a una cueva y les había hecho dormir durante lo que a ellos les había parecido una sola noche; y al salir se habían dado cuenta de que habían pasado trescientos nueve años.

—De la misma manera, con vuestro trabajo, poderoso Akbar, vos nos lanzáis al futuro.

Otra mañana le contó la historia de El-Khadir, el famoso visir de Dhoulkarnain, de quien se decía que había bebido de la fuente de la vida, en virtud de lo cual aún vive, y vivirá hasta el día del juicio final; este visir se había aparecido, vestido con una bata verde, ante algunos musulmanes en peligro, para ayudarlos.

—De la misma manera, el trabajo que aquí realizáis, gran Akbar, se mantendrá eternamente para ayudar a los musulmanes en peligro.

El emperador parecía apreciar aquellas frescas conversaciones a la hora de rocío. Invitó a Bistami a que lo acompañara en varias cacerías, y Bistami y su séquito ocupaban una gran tienda blanca, y pasaban los días de calor cabalgando por la selva siguiendo los ladridos de los perros o las voces de los batidores, o, algo que era más del agrado de Bistami, se sentaban sobre el castillo de un elefante, y observaban a los grandes halcones cuando volaban desde la muñeca de Akbar para remontar las alturas y descender en picado sobre una liebre o un pájaro. Akbar fijaba la atención en sus invitados igual que lo hacían los halcones.

Akbar adoraba a sus halcones, como si formaran parte de su familia; siempre pasaba los días de caza con un humor excelente. Llamaba a Bistami para que acudiese a su lado y dijera una bendición para los portentosos pájaros, que tenían la vista perdida en el horizonte, tranquilos. Luego eran lanzados al aire, y batían las alas con fuerza para subir a gran velocidad hasta llegar a la altura ideal para la caza, desplegando por completo sus enormes alas. Cuando los halcones se ponían a girar en lo alto, se soltaban algunas palomas. Estos pájaros volaban tan de prisa como podían para ocultarse en los árboles o los matorrales, pero en general su velocidad no alcanzaba para escapar al ataque de las aves imperiales. Sus cuerpos rotos eran traídos de regreso por aquellas aves de rapiña a los pies de los criados del emperador; luego los halcones volaban nuevamente hasta la muñeca de Akbar, donde eran recibidos con una mirada tan fija la propia y con trozos de cordero crudo.

Uno de esos días tan felices fue interrumpido por malas noticias provenientes del sur. Un mensajero llegó diciendo que la campaña de Adham Kan contra el Sultán de Malwa, Baz Bahadur, había sido exitosa, pero que el ejército del kan había matado a todos los prisioneros, hombres, mujeres y niños de la ciudad de Malwa, incluidos muchos teólogos musulmanes, y hasta algunos sayyids, es decir, descendientes directos del Profeta.

Un color rojo tiñó el claro cutis de Akbar subiendo desde el cuello e invadiendo todo el rostro, dejando intacto tan sólo el lunar que tenía en el lado derecho, como una pasa blanca incrustada en su piel.

—Se acabó —le dijo a su halcón, y luego comenzó a dar órdenes, el pájaro fue entregado al halconero y la caza quedó olvidada—. Piensa que todavía soy menor de edad.

Salió disparado con su caballo, dejando atrás a todo su séquito excepto al Pir Mahoma Kan, su general de más confianza. Bistami supo más tarde que el mismo Akbar había relevado a Adham Kan.

Bistami tuvo la tumba de Chishti para él solo durante todo un mes. Pero una mañana encontró allí al emperador, con la mirada triste. Adham Kan había sido nombrado vakil, ministro principal, por Zein.

—Se pondrá furioso, pero no hay otra opción —dijo Akbar—. Tendremos que ponerlo bajo arresto domiciliario.

Bistami asintió con la cabeza y siguió barriendo el frío y húmedo suelo de la cámara interior. La idea de Adham Kan en vigilancia permanente, casi siempre un preludio de la ejecución, era un pensamiento algo molesto. Él tenía muchos amigos en Agra. Podía tener la audacia de tratar de rebelarse. Algo que el emperador debía de saber muy bien.

De hecho, dos días más tarde, cuando Bistami estaba con el grupo vespertino de Akbar en el palacio, le asustó, aunque no se sorprendió, ver a Adham Kan que apareció y subió precipitadamente los escalones, armado, ensangrentado, y gritando que había matado a Zein hacía menos de una hora, en su propia cámara de audiencias, porque le había usurpado lo que era legítimamente suyo.

Al oír aquello, el rostro de Akbar se tiñó de rojo una vez más, y golpeó con fuerza al kan en la cabeza con la copa que tenía en la mano. Cogió al hombre por la solapa de la chaqueta y atravesó toda la sala arrastrándolo. La más nimia resistencia de parte de Adham le hubiese significado una muerte inmediata a manos de los guardias del emperador, quienes estaban al lado de él, con las espadas listas; por lo tanto permitió que lo arrastraran hasta el balcón, donde Akbar lo arrojó por encima de las rejas directamente al vacío. Luego Akbar, más rojo que nunca, bajó corriendo la escalera, corrió hasta donde estaba el semiinconsciente kan, lo cogió de los cabellos y lo arrastró por la escalera, a pesar de que llevaba una armadura, y lo llevó otra vez al balcón, desde donde lo lanzó nuevamente. Adham Kan chocó contra el suelo del patio con un fuerte y sordo ruido.

El kan había muerto. El emperador se retiró a sus aposentos privados en el palacio.

La mañana siguiente Bistami barrió el santuario de Chishti con una opresión que le recorría todo el cuerpo.

Apareció Akbar, y el corazón de Bistami le golpeaba como un martillo en el pecho. Akbar parecía estar tranquilo, aunque un poco distraído. La tumba era un lugar que le daba algo de serenidad. Pero la vigorosa barrida al suelo que Bistami ya había limpiado se contradecía con la tranquilidad de su discurso. Es el emperador, pensó Bistami de repente, puede hacer lo que se le antoje.

Pero entonces otra vez, como emperador musulmán, era un subordinado de Dios y de la sharia. Todopoderoso y sin embargo también totalmente sumiso, todo a la vez. No era de extrañar que pareciera estar sumido en sus pensamientos hasta el punto de la distracción, barriendo el santuario tan temprano por la mañana. Era difícil imaginárselo furioso, como un elefante macho en celo, arrojando por la fuerza a un hombre hasta matarlo. Dentro de él había un profundo pozo de ira.

La rebelión de los pretenciosos súbditos musulmanes era lo que llegaba hasta el fondo de aquel pozo. Hubo informes de una nueva rebelión en el Punjab, se envió a un ejército para derrotarla. Los inocentes de la región se salvaron, e incluso aquellos que habían peleado a favor de la rebelión. Pero sus líderes, unos cuarenta, fueron llevados a Agra y colocados en un círculo de elefantes de guerra que tenían largas cuchillas como espadas atadas a los colmillos. Se quitó las cadenas a los elefantes para que atacaran a los traidores, que gritaban mientras eran derribados y pisoteados, luego los cuerpos fueron lanzados por los aires por los elefantes excitados por la sangre. Bistami no se había dado cuenta nunca de que los elefantes podían caer en una ansia tan brutal por la sangre. Akbar estaba en lo alto de un trono castillo sobre el más grande de los elefantes, un animal que se mantenía inmóvil ante aquel espectáculo, ambos observando la matanza.

Algunos días después, cuando el emperador acudió a la tumba al amanecer, era extraño barrer a la sombra de aquel patio de la tumba con él. Bistami barría con energía e intentaba no cruzarse con la mirada de Akbar.

Finalmente tuvo que reconocer la presencia del soberano. Akbar ya lo estaba mirando fijamente.

—Pareces perturbado —dijo Akbar.

—No, poderoso Akbar, para nada.

—¿No apruebas la ejecución de los traidores del islam?

—No..., sí, por supuesto que sí.

Akbar lo miró tan fijo como lo hubiera hecho uno de sus halcones.

—¿Pero acaso no dijo Ibn Khaldun que el califa debe rendirse ante Alá de la misma manera que el más humilde de los esclavos? ¿No dijo acaso que el califa tiene el deber de obedecer la ley musulmana? ¿Y la ley musulmana no prohibe acaso la tortura de los prisioneros? ¿No es eso entonces lo que quiere decir Khaldun?

—Khaldun no era más que un historiador —dijo Bistami.

Akba se rió.

—¿Y qué hay de la hadith que recibe de AbuTaiba pasando por Murra ibn Hamdan a través de Sufyan al-Thawri, a quien le fue relatada por Ali ibn Abi Talaib, que el Mensajero de Dios, que Dios lo tenga por siempre en su gloria, dijo: «No torturarás esclavos»? ¿Qué hay de las líneas del Corán que dicen al soberano que debe imitar a Alá y mostrar compasión y piedad para con los prisioneros? ¿Acaso no he roto el espíritu de estos mandamientos, oh sabio peregrino sufí?

Bistami estudió las losas del patio.

—Tal vez sí, gran Akbar. Sólo vos lo sabéis.

Akbar lo observaba.

—Abandona la tumba de Chishti —le dijo.

Bistami salió rápidamente por la puerta.

Cuando Bistami volvió a ver a Akbar fue en el palacio, donde se le había ordenado presentarse; según parecía, para que explicara por qué, tal como decía el emperador con mucha frialdad, los amigos de Bistami en Gujarat se rebelaban contra el emperador.

—Dejé Ahmadabad precisamente porque había tantos conflictos — dijo Bistami un tanto incómodo—. Los mirzas siempre tenían problemas. El rey Muzaffar Shah III ya no los controlaba. Vos sabéis todo esto. Por esa razón tomasteis Gujarat bajo vuestra protección.

Akbar asintió con la cabeza, pareciendo recordar aquella campaña.

—Pero ahora Husain Mirza ha regresado del Decán, y muchos de los nobles de Gujarat se han unido a él en la rebelión. Si comienza a extenderse el rumor de que puedo ser desafiado con tanta facilidad, ¿quién sabe qué vendrá después?

—Es probable que Gujarat deba ser recuperada —dijo Bistami inseguro; tal vez, como la última vez, esto era exactamente lo que Akbar no quería escuchar. Lo que se esperaba de Bistami era algo que él mismo no tenía demasiado claro; era un funcionario de la corte, un qadi, pero todos sus consejos anteriores habían sido religiosos o legales. Ahora, ante la rebelión de una antigua residencia suya, estaba aparentemente en el punto de mira; ciertamente ése no era el mejor lugar para estar cuando Akbar estaba enfadado.

—Quizá ya es demasiado tarde —dijo Akbar—. Me llevaría dos meses llegar a la costa.

—¿De veras? —preguntó Bistami—. Yo he hecho el viaje en diez días. Tal vez si enviarais sólo a vuestros mejores hombres, montados en camellos hembra, podríais sorprender a los rebeldes.

Akbar lo honró con su mirada de halcón. Hizo llamar a Raja Todor Mal, y pronto estuvo todo arreglado tal como Bistami lo había sugerido. Una fuerza de tres mil soldados mandados por Akbar, entre ellos Bistami, cubrió la distancia entre Agra y Ahmadabad en once polvorientos y largos días; esta misma gente, fortalecida y envalentonada por la rápida marcha, hizo añicos a varios miles de rebeldes, quince mil según la estimación de uno de los generales. Muchos de ellos fueron muertos en la batalla.

Bistami pasó todo aquel día sobre el lomo de un camello, siguiendo las principales cargas del frente, intentando no perder nunca de vista a Akbar, y cuando no lo lograba, ayudando a los heridos. Incluso sin los grandes cañones de sitio de Akbar, el ruido de la batalla era impresionante, en gran parte debido a los gritos de los hombres y los camellos. El polvo cubría el aire caliente que apestaba a sangre.

Más avanzada la tarde, desesperadamente sediento, Bistami se las arregló para bajar hasta el río. Ya había allí muchos heridos y moribundos, tiñendo el río de rojo. Era imposible beber un solo trago que no supiera a sangre.

Luego Raja Todor Mal y un grupo de soldados llegaron entre ellos, ejecutando con espadas a los mirzas y a los afganos que habían estado al frente de la rebelión. Uno de los mirzas vio a Bistami y gritó:

—¡Bistami, sálvame! ¡Sálvame!

Un segundo después estaba decapitado, el cuerpo vertía su sangre en la ribera por el cuello abierto. Bistami se alejó de allí, Raja Todor Mal lo observaba.

Era obvio que Akbar oyó más tarde acerca de esto, ya que durante toda la lenta marcha de regreso a Fatepur Sikri, a pesar de la triunfante naturaleza de la procesión, y el evidente buen humor de Akbar, no llamó a Bistami para que se presentara ante él. Incluso a pesar del hecho de que el ataque relámpago contra los rebeldes había sido idea de Bistami. O tal vez fuera debido a eso. Raja Todor Mal y sus amigotes no podían estar demasiado contentos con él.

Las cosas no iban bien; nada en el gran festejo de la victoria en Fatepur Sikri, sólo cuarenta y tres días después de la partida, hizo que Bistami se sintiera un poco mejor. Al contrario, se sentía cada vez más y más aprensivo, a medida que los días iban pasando y Akbar no acudía a la tumba de Chishti.

En cambio, una mañana aparecieron allí tres guardias. Se les había encomendado que vigilaran a Bistami en la tumba, también de regreso en su propia casa. Le informaron de que no tenía permitido ir a ningún otro sitio aparte de estos dos lugares. Estaba bajo arresto domiciliario.

Aquél era el preludio habitual del interrogatorio y posterior ejecución de los traidores. Bistami pudo ver en los ojos de los guardias que esta vez no era ninguna excepción, y que ya lo consideraban un hombre muerto. Le resultaba muy difícil creer que Akbar se había vuelto contra él; luchaba por entenderlo. El miedo crecía en él día a día. La imagen del cuerpo decapitado del mirza, chorreando sangre, se le aparecía una y otra vez, y cada vez hacía que su propia sangre se acelerara como en busca de una manera de escapar, ansiando derramarse en una rebosante fuente roja.

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